Del medio millón de
españoles derrotados y desesperanzados que salieron de España, mi familia,
junto con otros 20 mil exiliados, se acogió a la generosa invitación del
presidente Lázaro Cárdenas. Españoles convertidos en mexicanos, pero mexicanos
que no dejaron de ser españoles ni tampoco de ser exiliados.
nuevatribuna.es
| Por Julia Carabias | México | 02 Enero 2014 - 14:40 h.
Foto: Foroporlamemoria
Soy
nieta, hija, sobrina y prima de refugiados de la guerra civil española por el
lado paterno y por el materno. Del medio millón de españoles derrotados y
desesperanzados que salieron de España, mi familia, junto con otros 20 mil
exiliados, se acogió a la generosa invitación del presidente Lázaro Cárdenas,
gesto humanitario, político y social, para venir a México; pensaban que sería
por una corta estadía.
Todos
los hombres de mi familia estuvieron en el frente y casi todos lograron cruzar
dramáticamente la frontera francesa al final de la derrota; sólo faltó el tío
más joven, quien se mató en un bombardeo, piloteando un avión ruso. En Francia
los esperaba el campo de concentración (mi padre escapó de uno con la moto del
cartero) y la inminente Segunda Guerra Mundial. Por ello, ante la invitación
del presidente Cárdenas, no dudaron en embarcarse rumbo a México, con un cúmulo
de sentimientos encontrados: la desolación por la pérdida y la emoción y
esperanza del futuro.
El
abuelo Carabias, gobernador del Banco de España durante la República, fue
invitado a asesorar la banca chilena. Pasaron primero por México, y mi padre y
un hermano (casado y con una hija) decidieron quedarse; el resto de la familia
continuó para Chile.
El
abuelo Lillo tuvo la responsabilidad de asistir a los cerca de 6 mil
refugiados que llegaron en el Sinaia, Ipanema y Mexique al puerto de Veracruz.
Desembarcó en Nueva York con dos de sus hijas, una de ellas mi madre, y
continuaron su ruta a México por autobús. En alguno de los barcos llegaron
otros dos hijos, ya casados, ella con su primer hijo. Otra hija quedó en
España; se había casado con un franquista. Poco después de su llegada el abuelo
y su hijo murieron; su salud estaba muy deteriorada por la guerra; entonces
inició la tumba familiar en el Panteón Español.
Los
exiliados poco a poco fueron abriendo los baúles, echando nuevas raíces en el
trabajo, con los hijos y nietos, con amistades mexicanas y construyendo su
propia España en tierras mexicanas. Ninguno vino a hacer "las
Américas". La mayoría eran jóvenes, en el momento más creativo de sus
vidas, con gran compromiso social, sed de justicia y lealtad a la tierra que
los acogió. Desarrollaron sus capacidades y trabajaron arduamente en un clima
de libertad y respeto, mientras que la España que los expulsó se sumergía en el
oscurantismo. Fue con su trabajo y pensamiento que retribuyeron la hospitalidad
mexicana.
Como
bien expresó Adolfo Sánchez Vázquez: "El exiliado vive siempre escindido:
de los suyos, de su tierra, de su pasado. Y a hombros de una contradicción
permanente: entre una aspiración a volver y la imposibilidad de realizarla...
De ahí su idealización de lo perdido... Idealización y nostalgia, nutriendo la
comparación constante". Y tal cual fue la historia de mi familia.
El
exilio pudo haber terminado en 1975 con la muerte de Franco, al desaparecer los
impedimentos de volver. Pero de mi familia nadie se decidió a hacerlo más allá
de efímeras visitas. Mi padre volvió sólo para escupir en la tumba de Franco en
el Escorial y para comer las croquetas y la tortilla de papa anheladas, pero
comprobó que ningunas eran tan ricas como las de su casa en la colonia Juárez;
las que hacia mi mamá y que durante más de 30 años había criticado. En sus
viajes a España, mis tíos encontraban que cada vez más amigos habían fallecido.
Para los años ochenta ninguno tenía ya el deseo de volver, ni siquiera de
visita.
Españoles
convertidos en mexicanos, pero mexicanos que no dejaron de ser españoles ni
tampoco de ser exiliados. No hubo un solo cumpleaños, Navidad, Año Nuevo o
reunión familiar donde no surgiera la nostalgia y el sentimiento de pérdida.
Como una reacción a las carencias de la guerra, acumularon por décadas todo lo
que en vida adquirieron; alguna vez algo servirá a los bisnietos, decían. A
pesar de que su nueva patria era parte indisoluble de su vida y estaban
profundamente arraigados a ella, nunca renegaron de sus raíces. Los bolillos,
tortillas, paella y enchiladas eran cotidianos en la mesa, escuchando a Lucha
Reyes, Sarita Montiel y las canciones de la guerra civil, y alternando con
películas de Pedro Infante, el frontón y los toros.
El
primero de diciembre, a sus casi 98 años, reunimos a Mane, la última tía, con
todos los demás de su familia que desembarcaron en 1939, y la despedimos en la
tumba familiar cubierta de flores rojas, amarillas y moradas. Para los que
nacimos en México, el exilio español de mi familia terminó.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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