Artistas e intelectuales franceses alertan
de la amnesia y los nuevos síntomas racistas
La persecución a los romaníes antecedió a
las dos guerras mundiales
Miguel Mora
Montreuil-Bellay 2 NOV 2013 - 21:05 CET235
Prisioneros en el campo de Montreuil-Bellay
en 1944. La imagen pertenece a la colección de Jacques Sigot, publicada en la
web de Kkris Mirror.
Montreuil-Bellay
es un pequeño pueblo cercano a Saumur, una de las capitales de la provincia de
Maine y Loira. Aquí habita desde hace siglos la vieja Francia, la Francia
profunda del terruño, la blanca Francia de la flor de lis que bebe vino
embotellado hace medio siglo y come mantequilla y champiñones. Es la Francia
que vota a Marine Le Pen, la Francia avara de ‘Eugenia Grandet’, la novela de
Balzac; la belicosa Francia de la Escuela de Caballería y el Museo de los
Tanques de Saumur. La Francia que lleva a sus hijos a escuelas integristas y
que obedece las consignas del châtelain, el señor del castillo, que
manda más que los alcaldes.
En este feudo
medieval del rey René y de los Anjou, plagado de almenas resplandecientes que
parecen sacadas del juego Exín Castillos, sucedió hace 75 años una historia
ejemplar o espantosa, según se mire. La historia avergonzó tanto a la gente del
Loira que nadie habló de ella durante cuatro largas décadas.
El 6 de
enero de 1940, el capitán del Ejército republicano español Manuel G. Sesma,
nacido en Fitero (Navarra), llegó a Montreuil-Bellay desde el campo de Gurs al
mando de la Octava Sección de la 184ª Compañía de Trabajadores Españoles,
formada por 250 personas. Sesma había salido de España en febrero de 1939, con
los 450.000 refugiados del primer éxodo republicano.
En 1983, el
capitán le contó a Jacques Sigot, maestro de escuela e historiador local, que
los españoles levantaron en menos de seis meses 19 kilómetros de vía férrea
“moviendo con las manos unas vías que pesaban 0,7 toneladas”. Aquel terreno iba
a albergar al personal de un arsenal de pólvora, pero el avance alemán hizo
cambiar de idea a los franceses, que en junio de 1940 ordenaron a los
republicanos construir un campo de concentración para “individuos sin domicilio
fijo, nómadas y extranjeros que tengan el tipo romaní”.
Los
españoles solo tuvieron tiempo de levantar la cárcel subterránea, “que tenía
celdas de 1,30 metros x 1”, y algunos barracones, según cuenta Sesma en el
libro de Sigot Montreuil-Bellay,
un camp de concentration pendant la Seconde Guerre Mondiale.
Los alemanes
entraron en Montreuil-Bellay el 21 de junio de 1940, y tras alambrar el solar,
lo usaron para retener a soldados franceses y a civiles extranjeros. Entre el 8
de noviembre de 1941 y el 16 de enero de 1943, el lugar se convirtió en el
mayor campo de concentración de gitanos de Francia. “El campo estaba custodiado
por la Gendarmería”, escribe Sigot, “y en junio y julio de 1944 fue
bombardeado, antes de ser liberado en septiembre de 1944. Los gitanos volvieron
un mes después y estuvieron hasta el 16 de enero de 1945, cuando fueron
trasladados a Jargeau y a Angulema”.
Muchos
gitanos nacieron aquí, y murieron más de 100. Pero su historia permaneció
silenciada hasta que Sigot descubrió las ruinas en los años ochenta y un puñado
de militantes progitanos decidió combatir la amnesia histórica colocando placas
conmemorativas para recordar que en Francia hubo al menos 30 campos de
concentración de gitanos parecidos a este.
Las ruinas
del campo de Montreuil-Bellay fueron declaradas patrimonio nacional en 2012.
Pero no son nada fáciles de encontrar. Además de la cárcel subterránea, solo
quedan los cimientos y el suelo de uno de los barracones, y tres tramos de
escaleras de piedra. La cárcel tiene forma de cueva –troglodita, las llaman
aquí- y en las rocas hay algunos nombres grabados: Duval, Reinhard… “Quizá
fueran primos de primos del gran guitarrista Django Reinhardt”, explica Kkris
Mirror, un dibujante de cómic y activista progitano nacido en Saumur, que en
2008 publicó el libro Tsiganes, que narra en blanco y negro la historia
de Montreuil-Bellay.
Viñeta del cómic 'Tsiganes', de
Kkris Mirror.
Mirror, que
ha venido desde su casa de Brézé en su Harley-Davidson, cuenta que el campo
“llegó a albergar a 1.018 gitanos en agosto de 1942. Había casi 100 barracones,
iglesia y escuela”. El dibujante y guionista tenía sus razones para interesarse
por el asunto. “Desde pequeño viví el trauma de mi padre, que estuvo internado
en un ampo alemán durante la guerra. Se escapó vivo de milagro, y yo empecé a
dibujar su historia a los diez años. Luego supe que al lado de nuestra casa
hubo un campo de concentración, organizado no por alemanes sino por franceses.
Y más tarde me enteré de que mis vecinos –el charcutero, el carpintero…- habían
trabajado en él como guardianes para evitar ser enviados al ST0 –el Servicio de
Trabajo Obligatorio- en Alemania. Entonces decidí hacer el libro”.
Mirror es uno
de los artistas e intelectuales que en 2010, como réplica a los ataques de
Nicolas Sarkozy contra los romaníes, montaron una plataforma para rescatar la
memoria de la persecución. El padrino de la iniciativa fue el cineasta romaní
Toni Gatlif (que ha contado la historia en películas como Liberté y Latcho
Drom), y también colaboraron el autor de cómics Emmanuel Guibert y el
fotógrafo Alain Keler, autores de ‘Un viaje entre gitanos’, que resume los diez
años que Keler pasó con los romaníes europeos.
“En Francia
las persecuciones de gitanos comenzaron mucho antes de la ocupación alemana”,
escribió en 2010 la historiadora Marie Christine Hubert. “Ya en septiembre y
octubre de 1939, la circulación de nómadas fue prohibida en varias provincias.
Y en Indra-Loira los gitanos fueron expulsados. La ocupación nazi agravó aun
más las cosas. Los gitanos de Alsacia y Lorena fueron expulsados en julio de
1940 hacia la zona ‘libre’”.
Esos gitanos
compartieron campos con los republicanos españoles en Argelès-sur-Mer, Barcarès
o Rivesaltes antes de ser llevados en noviembre de 1942 al campo de Saliers
(Bouches-du-Rhône), “especialmente creado por el Gobierno de Vichy para los
gitanos. En cada provincia, los gitanos fueron censados, reagrupados y
vigilados”, recuerda Hubert.
La infamia
no fue exclusiva del Loira, ni de Francia. El fantasma de la gitanofobia ha
recorrido Europa en paralelo al antisemitismo y a la islamofobia desde que
llegaron los primeros gitanos de la India hace diez siglos. El miedo al que
viaja en carromatos, duerme al raso y le canta a la luna es parte de las raíces
–cristianas- de Europa. Y hoy, igual que en la Edad Media, los gitanos son
noticia –o rumor- en Grecia, Francia, Irlanda, Suecia, Rumanía o España por los
mismos bulos y leyendas de hace 500 años: si tienen una hija rubia es porque roban niños —aunque apenas
haya antecedentes judiciales que lo sostengan—. Si no, como dijo el ministro del Interior, Manuel Valls, es que “son
culturalmente distintos y no se quieren integrar”.
“¡Y pensar
que yo voté en 2012 por los socialistas!”, exclama Kriss Mirror. “Da mucha pena
ver que el racismo antigitano sigue saliendo gratis y es rentable
políticamente. Es lamentable porque los gitanos suelen ser la primera señal de
alarma de que algo terrible va a pasar. Cuando los republicanos llegaron a
Montreuil-Bellay, Francia no estaba en guerra y todavía no existía Vichy. Las
leyes raciales las aprobó la III República. El decreto es del 6 de abril de 1940.
Pero la primera ley racial del siglo XX se aprobó en 1912, dos años antes de la
I Guerra Mundial. Y todavía sigue vigente”.
¿El racismo
antigitano es rentable? La frase tiene una parte de verdad: a menudo concede
enormes réditos de popularidad a quienes lo practican, y rara vez se oyen
noticias de denuncias o detenciones por agresiones verbales o físicas a
gitanos. La impunidad es uno de los sellos de esta fobia barata, que tan cara
puede salir —en imagen y votos— cuando los señalados pertenecen a minorías más
cohesionadas y mejor integradas.
Pero la idea
de que el racismo anti-gitano renta es un doble filo para la democracia y el
Estado de Derecho. El 16 de julio de 1912, Francia colocó a la comunidad
gitana, a la que llamó “nómada”, en un estado de excepción que dura todavía:
les negó el carné de identidad normal, y les obligó a portar un permiso de
circulación antropométrico. Un siglo después, el año pasado, el Consejo
Constitucional estableció que ese carnet es discriminatorio e inconstitucional.
Pero la mayoría de gitanos franceses sigue usando esos papeles.
Campo de Montreuil-Bellay, en 1944.
Según la
historiadora Marie Christine Hubert, “el nomadismo de los gitanos siempre fue
combatido por las autoridades francesas, que pensaban que los gitanos
realizaban tareas de espionaje”. La ley de 1912 respondió a esa paranoia
regulando el ejercicio de las profesiones ambulantes y prohibiendo la
circulación de nómadas. Eso permitió identificar y controlar a los gitanos no
sedentarios: fue el paso previo a su exterminio masivo.
Francia y
Alemania, enemigos íntimos en tantas guerras, vivieron la misma obsesión al
mismo tiempo. Ian Hancock, profesor de la Universidad de Texas, ha escrito que
la cacería de gitanos en Alemania fue el primer anuncio de lo que vendría:
“Durante la República de Weimar, que instauró la igualdad de los ciudadanos
ante la ley, la policía de Bavaria y, después, la de Prusia, abrieron oficinas
especiales para controlar a los gitanos. Los fotografiaban y tomaban sus
huellas como si fueran delincuentes comunes. En 1920, se les prohibió entrar en
los parques y los baños públicos. En 1925, fueron enviados a campos de trabajo.
En 1935, los nazis rescataron leyes antigitanas de origen medieval para
oprimirlos más”.
El III Reich
exigió a los gitanos cumplir un requisito que duplicaba el exigido a los judíos
para clasificarlos como no arios: si solo dos de sus bisabuelos eran
parcialmente gitanos, no podrían salvarse. A día de hoy, las cifras del
Holocausto gitano -Porrajmos, la devoración, en caló- siguen siendo
aproximativas, aunque según escribió Simon Wiesenthal a Elie Wiesel en 1984,
“los gitanos fueron asesinados (en una proporción) similar a la de los judíos;
en torno al 80% (murieron) en el área de países ocupados por los nazis”.
Según
algunos revisionistas, las detenciones masivas evitaron que los gitanos
franceses murieran como en Austria y Alemania —donde el 90% fueron desaparecidos—,
o, en menor medida, en Polonia, Hungría, Italia, Yugoslavia y Albania. Vichy
impidió que fueran enviados a las cámaras de gas como ocho millones de judíos y
(cerca de) un millón de romaníes europeos. Para Hubert, se trata de una verdad
a medias: “Si bien los gitanos de Francia escaparon a la Auschwitz Erlass
del 16 de diciembre de 1942, que ordenó la deportación y el exterminio de todos
los gitanos del Gran Reich, en 1943 hubo hombres deportados desde el campo de
Poitiers –cerca de Saumur- y muchas familias de las provincias del Norte y Paso
de Calais fueron detenidas y exterminadas por los alemanes”.
Los datos de
Hubert indican que “al menos 6.500 personas vivieron entre 1940 y 1946 en 30
campos de concentración franceses en razón de su pertenencia real o supuesta al
pueblo gitano. Sus bienes fueron expropiados y sufrieron la mayor precariedad
material y moral”. En Montreuil, los vecinos pagaban entradas para poder
verlos, según cuenta Mirror en su libro. Hubert: “Los niños recibían una
educación católica en los campos. Y en casos extremos, eran separados de sus
padres y entregados al Servicio Social o a instituciones religiosas para
extraerlos definitivamente de un medio que se juzgaba pernicioso”.
La duda es:
¿quién ha robado niños a quién a lo largo de la historia?
Como ha
pasado hoy con la llegada de los socialistas al poder, la Resistencia, la
Liberación y la paz no fueron de gran ayuda para los tsiganes. Los
últimos estuvieron encerrados en el campo de Alliers, cerca de Angulema hasta
mayo de 1946, nueve meses después de la Liberación.
Montreuil-Bellay
había cerrado mucho antes, recuerda Kkris Morris: “Cuando trasladaron a los
gitanos, el director del campo, un petainista convertido en resistente, decidió
encerrar a las prostitutas de la zona y se puso a regentar el burdel. La
epidemia de sífilis fue tan brutal que las mujeres de los pueblos exigieron que
se cerrara el campo”.
La
reparación oficial a los presos del bronce nunca llegó. “Nadie ha sido
indemnizado por haber sido encerrado en los campos franceses, y tampoco hubo
compensación moral porque esa realidad no dejó el menor rastro en la memoria
colectiva”, ha escrito Hubert.
Quizá por eso, la persecución dura
todavía. Entre la indiferencia general, los prejuicios atávicos alentados por
los medios, la comprensible renuencia de un pueblo masacrado a exigir justicia
–ya sea de forma individual o colectiva-, y el consenso infernal que suscitan
entre los políticos de las democracias neoliberales, los gitanos siguen siendo
el perfecto chivo expiatorio, la primera señal de alarma de que algo muy profundo
no va bien.
Fuente: www.elpais.com
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