La historia depende, en última instancia, de la actitud del pueblo.
Artículos de
Opinión | José López | 03-05-2013 |
Los
recientes acontecimientos en España parecen sugerir la inminencia de la caída
del actual régimen: la Monarquía Juancarlista. Sin embargo, conviene recordar
que en la historia humana nada está garantizado. Podemos hablar de
probabilidades pero nunca de certezas. La historia humana está siempre, más o
menos, abierta. En las condiciones actuales la historia española se encuentra
en una encrucijada con los siguientes caminos: 1) el Rey Juan Carlos sigue
siendo el jefe de Estado, 2) el Rey Juan Carlos abdica en su hijo Felipe para
salvar la Monarquía, 3) la Monarquía cae de manera controlada por el propio
sistema para salvar al sistema, 4) la Monarquía cae por la presión popular, a
pesar del sistema. Evidentemente, no todas las opciones parecen igualmente
probables. Podríamos discutir largo y tendido sobre cuáles son más o menos
probables, pero lo importante es ser conscientes de que la historia la hacen
quienes llevan la iniciativa. Incluso algunas de estas opciones pueden
entremezclarse: la presión popular puede forzar la caída de la Monarquía, pero
el sistema puede reconducir el proceso para que los cambios no sean muy
profundos, para que todo cambie en apariencia y nada cambie en verdad. La
experiencia islandesa es muy esclarecedora: una revolución ciudadana controlada
por la clase política para finalmente dejarla en estado de congelación.
Indudablemente, de dicha experiencia pueden retomarse ciertas cosas, pero
indudablemente también, hay que superar sus carencias y contradicciones.
Y es que lo
que ocurra en cualquier país depende, en última instancia, de la actitud del
pueblo, de la mayoría, y no sólo de su vanguardia más activa. De poco sirven
las manifestaciones en las calles, las huelgas generales,…, si luego en las
votaciones electorales la mayoría, o gran parte de la ciudadanía, sigue
sosteniendo a los partidos políticos del régimen. Así es muy difícil que un
régimen caiga. La gran contradicción popular consiste en que el pueblo vote a sus
verdugos. Es imperativo superar esta contradicción. Esto no podrá lograrse en
dos días, pero deberá hacerse todo lo posible para que ocurra cuanto antes. En
contra están la tradición, la inercia, el pensamiento conservador de una gran
parte de la ciudadanía de que más vale malo conocido que bueno por conocer, los
prejuicios trabajados diariamente por los grandes medios de adoctrinamiento
ideológico disfrazados de medios de comunicación, etc. Pero crecen los factores
favorables al cambio: la realidad habla con contundencia, las contradicciones
del régimen se vuelven cada vez más insostenibles (de esto son muy conscientes
los guardianes ideológicos del propio régimen). El pueblo, poco a poco, está
siendo abocado a despertar y rebelarse. Sin embargo, si no ve alternativas
serias, de poco puede servirle la rebelión. Ésta se transformará en revolución
cuando la inmensa mayoría se conciencie de que sí se puede tener un sistema
mejor, en el que el protagonista sea el ser humano y no el dinero, en el que
los gobiernos gobiernen para la mayoría, y no para ciertas minorías
privilegiadas.
Esa
alternativa al régimen político-económico actual tiene nombre y apellidos en la
España del siglo XXI: Tercera República. Pero, además, sobre todo, debe tener
contenido. Y éste no puede ser otro que unas reglas del juego político
auténticamente democráticas. Gracias a las cuales los gobiernos deberán
supeditarse al mandato popular. Porque de poco sirve elegir a los gobiernos,
como estamos comprobando en estos duros momentos, si luego hacen lo que les da
la gana. El voto debe servir para algo, no debe representar un cheque en
blanco. La “democracia” actual en la que el ciudadano ejerce su soberanía
durante los cinco minutos que tarda en depositar una papeleta en una urna, para
luego perderla hasta dentro de x años, debe dar lugar a una democracia
continua, donde la presión popular esté presente en todo momento, no sólo en
las calles sino que también en las instituciones. Y esto puede lograrse con
medidas técnicas concretas que obliguen a todos los políticos a servir a los
ciudadanos que les votan. El mandato imperativo (que los programas electorales
sean de obligado cumplimiento), la revocabilidad (que el pueblo pueda expulsar
del poder a cualquier cargo público antes de las siguientes elecciones mediante
referéndum), referendos vinculantes y frecuentes, una profunda y verdadera
separación de poderes, de todos, sobre todo respecto del poder económico, una
ley electoral donde todos los votos valgan igual, la elegibilidad de todos los cargos
públicos (imposible en una monarquía), una ley igual para todos (imposible
también en una monarquía),…, supondrían un gran salto para lograr una
democracia verdaderamente representativa. Pero, si, además, complementamos la
democracia representativa con la directa en aquellos ámbitos más locales donde
sea factible, si, además, expandimos los métodos democráticos por todos los
rincones de la sociedad, llegando especialmente a la economía, el núcleo de
toda sociedad, si la democracia se desarrolla de manera continua, entonces, no
hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta de que así sí es posible
una sociedad más justa y libre.
La
alternativa al sistema actual, a la dictadura disfrazada de democracia, es la
auténtica democracia. Pero ésta sólo podrá alcanzarse cuando sea el pueblo
quien lleve la iniciativa y controle el proceso de transición. La democracia
real no interesa a las élites pues con ella dejarán de ser élites. Obviamente,
no podrá prescindirse de ciertos liderazgos, ni de los partidos políticos, pero
si tanto los unos como los otros son presionados sistemáticamente desde abajo,
si además de la presión popular ejercida en las calles, los ciudadanos votan
con más inteligencia y coherencia, de tal forma que dejen de apoyar a los
principales partidos políticos del actual régimen para apoyar a aquellos que
apuesten por cambios más profundos, entonces las probabilidades de que los
cambios sean reales se disparan. Si la iniciativa la llevan las élites entonces
podemos estar seguros de que, independientemente del nombre que adopte el
“nuevo” régimen, de quién esté a su cabeza, su contenido será muy parecido,
demasiado parecido al del régimen actual. Si, por el contrario, quienes llevan
la iniciativa, en todo momento, por lo menos durante cierto tiempo suficiente,
son los ciudadanos, la mayoría, entonces realmente sí será posible alcanzar una
democracia que merezca tal nombre. Es por ello imprescindible que cada uno de
nosotros hagamos todo lo posible por contribuir, humildemente pero también insistentemente,
al cambio. Grano a grano podemos lograr montañas. De nosotros, los ciudadanos
corrientes, depende. La democracia real sólo puede venir de abajo. Arriba
necesitan evitarla.
La República
será posible, y, sobre todo, será realmente útil, si quienes estamos
objetivamente interesados en ella, es decir, la inmensa mayoría, se conciencia
y lucha unitariamente por ella. El gran objetivo político a corto/medio plazo
del 15-M, del 25-S, debe ser un proceso constituyente protagonizado por el 99%.
Proceso que dé lugar a un referéndum para que el pueblo elija su régimen, si
desea Monarquía o República, precedido de un amplio debate donde todas las
opciones posibles puedan ser conocidas en igualdad de condiciones. Proceso
donde se redacte una nueva Constitución con la máxima participación popular,
finalmente ratificada en las urnas por el pueblo. La Democracia sólo puede ser
alcanzada democráticamente. La historia la hacen los pueblos, por pasiva o por
activa. Hagamos que sea por activa. ¡Entre todos podemos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario