Artículos de
Opinión | Juan Carlos Calomarde García * | 03-05-2013 |
Es probable
que esta pregunta pueda parecer una estupidez. Sin embargo, esta cuestión debe
responderse con un discurso que plante cara al oficial, a aquel que se empeña
en hacernos creer que los políticos son grandes demócratas, muy respetuosos con
sus conciudadanos, y que abogan, sin ninguna duda, por la división de poderes.
Evidentemente, el matiz de políticos “de hoy” no es casual, y ello nos obliga a
relacionarlo con el régimen representativo, o como se le apoda, no sin cierta
generosidad, democracia representativa.
La tendencia
al despotismo de nuestros sistemas políticos tampoco debe achacarse a
Montesquieu, ni a Locke, ni tampoco a John Stuart Mill, quienes seguramente
pensarían que el régimen representativo funcionaría bien. La teoría nos decía
que el poder que emana del Estado debía dividirse en tres (legislativo, ejecutivo
y judicial), y que éstos tendrían que configurarse de manera independiente para
evitar intromisiones. Estos requisitos debían servir para frenar el despotismo.
No obstante, las élites políticas acometían reformas siempre con la mentalidad
de consolidar su poder. Un hecho que se vio potenciado cuando la representación
política fue aceptada como principio universalmente válido; así fue posible
limitar la función del pueblo en política a la mera elección de élites, lo que
además servía para mantener una fachada democrática y legitimar al sistema.
Este esquema
vertical del poder, en el que al pueblo solo le corresponde un papel
sancionador (entre una u otra oligarquía partidista), niega categóricamente a
la democracia. La niega en los términos de que el pueblo no ejerce ningún
poder, pues ello corresponde solo a los políticos. Los políticos redactan las
normas a su conveniencia, y luego en un acto de marcada hipocresía votan lo que
ellos mismos han escrito. En todo este proceso, aunque la norma aprobada sea
injusta o dañina para la población, no existe ningún mecanismo para que el
pueblo pueda, al menos, ejercer un veto.
Asimismo, la
disciplina de voto, que imponen los partidos y que los políticos aceptan
gustosamente, convierte el proceso de debate que se da en el Parlamento en una
mera escenificación. A pesar de ello, lo especialmente grave es que se le
niegue a la ciudadanía el derecho de votar cualquier disposición normativa que,
en última instancia, va a regular muchas de sus parcelas vitales. Ese elemento
evita quebraderos de cabeza a los políticos, pues no deben justificar sus
actuaciones ante lo que para ellos es el vulgo, salvo que estén en campaña
electoral y necesiten que la ciudadanía ratifique la lista creada por su
partido.
Esta
perversión tiene como consecuencia que los políticos decidan teniendo como
única guía sus intereses o ideología, pero en ningún caso lo que desearían
aquellas personas que los han elegido. Es imposible que exista, aunque tampoco
los políticos parecen esforzarse, una empatía que alcance esos niveles. Los
antiguos griegos o los romanos superaron esta contradicción al apostar por la
democracia directa (en el caso de los primeros) o en una democracia basada en
el mandato (los segundos). Por aquel entonces, Jean Bodin todavía no había
escrito acerca de la soberanía, así que, por tanto, tampoco era posible
justificar su representación. De este modo, antiguamente no se podía aceptar
como democrático que una ley o una decisión importante siguieran adelante si no
había obtenido el visto bueno del pueblo.
Uno de los
embrollos habituales del estratega ateniense Temístocles, ilustra perfectamente
lo que esto significaba. En una ocasión Temístocles tenía que convencer a los
ciudadanos atenienses para que un inesperado ingreso pudiera servir para
reforzar la flota, y así poder hacer frente a la previsible invasión del rey
Jerjes. Sin embargo, Temístocles sabía que aquel argumento no sería suficiente
para ganar, así que recurrió a la mentira. Si no valoramos criterios morales,
el desenlace de la Batalla de Salamina es suficiente como para no reprocharle
su decisión. No obstante, más allá de eso, lo reseñable del ejemplo es que
Temístocles tuvo que devanarse los sesos para conseguir que su propuesta fuera
aprobada por sus conciudadanos. Quizás pudieron votar una mentira, pero al
menos tuvieron la oportunidad de hacerlo y no ver como otros lo hacían por
ellos. En la actualidad, los políticos no someten a discusión con la
ciudadanía absolutamente nada, ya que ni pueden ni lo desean. Ellos se autoproclaman
voluntad del pueblo, pero paradójicamente deciden de acuerdo con sus propios
deseos.
De esta
manera, es imposible que un político pueda ser demócrata. Como tampoco lo
serán aquellos que se empecinen en usar el socorrido eufemismo de que son el
altavoz de los más humildes, porque esa condescendencia equivale a algo así
como: “yo te suministro el pescado con la condición de que no aprendas a
pescar”. La clave del asunto no radica en que se gobierne con buena o mala
intención, sino en el hecho de que se niega la posibilidad al pueblo de
gobernarse. ¿Acaso lo consideran incapaz? Todo para el pueblo, pero sin el
pueblo, ¿no? Decidme, ¿dónde queda la democracia de los políticos de hoy?
* Es
licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración.
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