Neoliberalismo, pobreza y hambre en España
Artículos de
Opinión | Marcos Roitman Rosenmann | 18-09-2012 |
Las 10 de la
noche es la hora habitual de cierre de los supermercados. Mientras las cajeras
hacen cuentas, otros empleados pasan revista a los productos que deben ser
retirados. Alimentos a punto de caducar y aquellos que, por su deterioro,
pierden valor de cambio. Dichas piezas no son destruidas: se entregan a
instituciones de beneficencia, bancos de alimentos, albergues o comedores
populares. Conceptualizadas como donaciones, constituyen una fuente de
abastecimiento de ONG. En España esta actividad nunca desapareció, aunque en
los años 60 del siglo pasado fue perdiendo peso. Se constituyó en un aspecto
residual que afectaba, mayoritariamente, a quienes, voluntariamente, decidían
vivir como vagabundos. Visibles para los servicios sociales y entidades
caritativas, no representaban un problema social ni político. La imagen tradicional
del vagabundo se completaba con alcohólicos, perturbados mentales y una minoría
de excluidos. Personas mayores, solitarias, que pernoctaban en albergues
municipales. Sin embargo, era infrecuente verlos en las calles o pidiendo
limosna. Se ubicaban en las iglesias y en horario de misa. Por caridad
cristiana.
A finales
del siglo XX, la realidad dio un vuelco. La pobreza urbana no era consecuencia
del desajuste estructural de una sociedad que carecía de bienes y servicios o
sufría las consecuencias de la migración campo-ciudad. Quienes demandaban
servicios sociales de beneficencia eran un sector más heterogéneo. Se
incorporaron jóvenes drogadictos, parados de larga duración y una población emigrante,
apodada como rumanos gitanos. En los semáforos más congestionados de las
grandes ciudades surgían actividades limosneras impensables. Limpiaparabrisas,
vendedores de pañuelos, aparcacoches. Más adelante se incorporaron
discapacitados físicos, madres con hijos en brazos y menores de edad. A medida
que proliferaban, se les achacó ser responsables del aumento de la inseguridad
ciudadana. Represión, traslado al extrarradio y cárcel, fue la respuesta. Las
Olimpiadas de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla en 1992 consagraron la
acción represiva. El crecimiento de la marginalidad se definió como un fenómeno
pasajero, producto de la inmigración ilegal, de los sin papeles y la
drogadicción. En definitiva, pura coyuntura. Ajustar y aplicar leyes restrictivas
a la inmigración fue la solución. España era un país pujante, con su economía
en crecimiento; no había razón para alarmarse.
Por
contraste, los informes socioeconómicos señalaban una realidad diferente. En la
última década del siglo XX el paro, la privatización y el cierre de servicios
sociales hablaban de un aumento en el número de hogares donde la pobreza crecía
y se tornaba crónica. La desigualdad aumentaba, afectando directamente a los
hogares cuya renta básica bordaba los límites de la exclusión. Las familias más
vulnerables presentaban un cuadro alarmante. Apenas podían hacer frente a las
hipotecas. Con sueldos que perdían poder adquisitivo y los efectos de las
primeras reformas laborales, se entraba en un callejón sin salida. El
neoliberalismo sólo producía desigualdad, pobreza, exclusión y abría la puerta
al jinete apocalíptico del hambre. Y lo más sangrante, la pobreza infantil
hacía su aparición. El trabajo basura a tiempo parcial agravó la pobreza en las
clases populares, y el ingreso de España al euro fue la puntilla. El reajuste
generó una inflación encubierta y el nacimiento del sector social llamado
mileuristas. Salario insuficiente para cubrir alimentación, vestimenta, casa,
educación y ocio. Fue el comienzo del fin de la sociedad de las clases medias y
la pauperización de las clases populares.
Para
encubrir los resultados de una política de exclusión y miseria se potenció el
acceso al crédito como forma de mantener el consumo. El endeudamiento familiar
creció exponencialmente. Nadie sin tarjeta de crédito. Se ampliaron los plazos
de hipotecas de 20 a 40 años, la burbuja inmobiliaria llegaba a su cenit. El
paro se mantenía en límites tolerables, y tan contentos. Las luces rojas
llevaban encendidas mucho tiempo, pero los responsables políticos de turno, PP
o PSOE, atribuyeron su encendido a un fallo en el tablero de mando. El siglo
XXI se inició con un España va bien e irá mejor.
El hambre no
estaba en el horizonte. Pocos pensaban en ver decenas de personas acudiendo día
tras día a los contenedores de basura para abastecerse y comer aquello que los
supermercados consideran imposible reciclar, ni siquiera donar. Me refiero a
los lácteos caducados, frutas pasadas, verduras pochas, pan rancio, carnes
donde son visibles las familias bacterianas y los pescados malolientes.
Ya no se
trata de vagabundos. Los visitantes habituales de los contenedores son padres
de familia que han perdido el empleo, la casa, jubilados con pensiones
escuálidas e inmigrantes que han perdido todo. Algunos viven en albergues, otros
en sus coches y algunos en las plazas y bajo los puentes. Ahora bien, dado que
no es de buen gusto ver a ciudadanos despojados de sus derechos acudir a
surtirse en la basura y proyectan una mala imagen, algunos ayuntamiento han
tomado cartas en el asunto. Girona, gobernado por CiU, ha puesto en
funcionamiento una norma que obliga a los supermercados a cerrar con candado
sus contenedores, para evitar que sean asaltados, y de paso como medida de
sanidad pública. A cambio, con los alimentos caducados sus servicios sociales
harán un cesta de urgencia para muertos de hambre.
El asalto a
supermercados en Andalucía se extiende por España. Hay hambre, no hay empleo y
el trabajo precario no es la solución. Las acciones del Sindicato Andaluz de
Trabajadores, del cual el alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo,
es afiliado, apropiándose de comida para repartirla entre familias que no
pueden hacer frente a la alimentación de sus hijos, pone el problema en la
agenda política y enfatiza la hipocresía de una elite política que pide la
inhabilitación, juicio y cárcel para Sanchez Gordillo. Otra vez, matar al
mensajero. ¿No sería mejor tomar nota y cambiar de política?
Son las 10 y
media de la noche, los contenedores de basura de los supermercados son trasportados
de los hangares a la calle, esperan decenas de personas. Miran con ojos
expectantes; en su interior está su única comida del día. De forma ordenada y
sin precipitarse, con educación, rebuscan en su interior. El neoliberalismo en
España y sus responsables políticos han destapado el hedor de su vergüenza.
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