Lidia Falcón
01 de noviembre
de 2014
Mónica Oriol, presidenta
del Círculo de Empresarios, en su intervención ante la XXV Asamblea Plenaria
del Consejo Empresarial de América Latina (CEAL) celebrada en Madrid, afirmó
que prefiere contratar a mujeres que no puedan quedarse embarazadas. Y lo dice
una mujer que es madre de ni más ni menos que de seis hijos. Oriol aseguró que
“si una mujer se queda embarazada y no se la puede echar durante los once años
siguientes a tener a su hijo, ¿a quién contratará el empresario? Prefiero a una
mujer después de los 45 años o antes de los 25, porque por el medio, ¿qué
hacemos con el problema?”. Y continuando con su exposición ofreció un curioso
consejo a las mujeres que pretenden alcanzar puestos directivos en las
empresas: “El sacrificio para llegar a un puesto directivo tiene un precio y
es: o te casas con un funcionario o tienes un marido al que le encantan los
niños”.
Independientemente de la
desvergüenza que significa que una señora que ha tenido seis hijos exprese sin
rubor su negativa a emplear a mujeres en edad fértil y de la anécdota en sí de
que sea una mujer dirigente empresarial la que exprese sinceramente el criterio
que tienen la mayoría —sino la totalidad— de los empresarios, el tema de qué hacen
con los hijos las mujeres que pretenden insertarse en el mundo laboral
asalariado es uno de los más importantes que debería debatirse —y resolverse— a
la mayor brevedad posible.
La maternidad no es un
asunto de menor importancia, cosa de mujeres que solo afecta a ese “colectivo
especial” femenino que, a pesar de su poca importancia detenta en exclusiva la
reproducción de todos los seres humanos. Hasta hace pocos años, en muchos países
todavía hoy, la repoblación del país, la fabricación de fuerza de trabajo, de
campesinos y obreros, de soldados, de ejecutivos y de nuevas madres, se
realizaba mediante la coacción. Se casaba a las mujeres, de grado o por fuerza,
y se las embarazaba sucesiva y sistemáticamente hasta que su matriz y sus
fuerzas no aguantaban más. A principios del siglo XX la expectativa de vida de
las mujeres no alcanzaba los 40 años y la mayoría no veía a todos sus hijos
adultos. Como decía Stuart Mill, “diríase que el matrimonio y la maternidad son
asuntos que repugnan especialmente a las mujeres y en consecuencia es preciso
obligarlas”.
Esta afirmación no es
sólo una ironía del filósofo que no andaba descaminado, puesto que en cuanto
las luchas feministas lograron el derecho a controlar la natalidad y se
aprobaron los métodos anticonceptivos y el aborto, la natalidad en España
descendió bruscamente. En 1975 las españolas tenían la tasa de fertilidad de
las venezolanas, con 5 hijos por mujer adulta. En 2014 estamos en 1,4, gracias
a las emigrantes que aportan esas 3 décimas desde el 1,1 en que la han situado
las españolas, con lo que no se consigue el reemplazo de la generación
anterior, para el que hace falta una tasa de 2,2.
Y ello es así porque las
mujeres hace mucho tiempo que decidieron que servían para más tareas que
exclusivamente las de parir y criar a la prole y cuidar de la familia. La
inserción de la mujer en el mercado de trabajo industrial y de servicios se
logra masivamente al comenzar la Guerra del 14, porque en la agricultura y en
la artesanía ha trabajado desde el Neolítico. En los países cuyo desarrollo
industrial comienza un siglo antes como Inglaterra y Cataluña, mediante el
impulso de la industria textil, las mujeres son la fuerza de trabajo fundamental
en esa rama de la producción. Pero eso se hace a costa de la masacre de las
mujeres y de los niños –que también son incorporados a la producción
industrial, como lo estaban en la agricultura. Las madres trabajan hasta el
último minuto antes de dar a luz, lo que muchas veces sucede en la propia
fábrica, a los bebés se les lacta a ratos entre los telares o se les confía a
alguna vieja que los alimenta con biberones de leche de cabra, y la mortalidad
materna e infantil son espeluznantes.
Las luchas obreras y
feministas arrancan a la patronal y a los gobiernos que administran el Estado
las ventajas ya conocidas: seguridad social, descanso por maternidad, permiso
de lactancia, horario reducido, jornada a tiempo parcial, etc. Pero siempre
pariendo, claro. Porque todavía no se ha inventado el útero artificial.
Pero es que en nuestro
país ni siquiera se ha desarrollado la red de escuelas infantiles desde los 0
años para que las madres que trabajan fuera del hogar puedan disponer de tiempo
para hacerlo. Ni las escuelas infantiles, ni los campamentos de verano ni las
actividades extraescolares para cubrir los escasos horarios escolares ni las
subvenciones económicas para la familia. En consecuencia, las mujeres no
disponen de medios para combinar el trabajo asalariado y el trabajo doméstico
–del que nadie las ha liberado y así se agotan en extenuantes dobles jornadas-,
y al mismo tiempo al capital ya no le sale a cuenta contratar mujeres. Porque a
pesar de la escasez de medios con que se las premia, miserias en comparación
con el sistema social sueco, por ejemplo, en España a la burguesía todo le
parece demasiado. Mientras las trabajadoras constituían un ejército de reserva,
convirtiéndose en esquiroles del trabajo masculino, con salarios de miseria,
apañándose con las abuelas y amigas para cuidar a los niños, daban rendimiento
al patrón. Hoy, entre permisos, bajas laborales, ayudas económicas y escuelas y
médicos etc. salen demasiado caras. Mejor que se queden en casa a cuidar a la
familia, porque lo hacen gratis y no tienen seguridad social ni vacaciones ni
pensión de jubilación.
En definitiva, la señora
Oriol no hizo más que resumir este plan de la patronal. Porque ningún
empresario es tan ingenuo que crea que después del permiso maternal la mujer ya
no tendrá ninguna obligación con el cachorro recién traído al mundo.
Como, naturalmente, los
gobiernos conservadores y liberales que hemos tenido –que no presuma tanto el
PSOE de socialista- apenas han ampliado la cobertura social de la maternidad, y
en la etapa actual mucho menos, cuando la horrible tasa de paro que padecemos
lo que exige es que las mujeres regresen al hogar y dejen el puesto de trabajo
a los hombres, que siguen siendo los cabezas de familia, la máxima que ha de
implantarse es la que difunde la señora Oriol: que no se contraten mujeres en
edad fértil porque el empresario estará fastidiado todos los días en que la
madre deba llevar al niño al dentista, a la excursión, a la revisión médica o
tenga que quedarse en casa a cuidarlo cuando esté enfermo.
A la indignación –más
bien superficial- que han provocado las declaraciones de la señora Oriol en los
sectores feministas le han seguido muchos aspavientos y algunos gritos, pero
pocas propuestas serias y radicales. Porque el feminismo no puede abandonar sus
más caras reivindicaciones y ese calificativo tiene dos significados, el de
queridas y el de caras económicamente hablando, puesto que las inversiones que
debería hacer un Estado para proporcionar a las familias los jardines de
infancia, los geriátricos, las escuelas, las lavanderías y sastrerías, los
comedores populares, los transportes adecuados y cubrir todas las necesidades
de los seres humanos son tan inmensas que ningún gobierno se lo ha planteado
nunca. Ese mismo deseo y objetivo es el que movía a Clara Zetkin y a Alejandra
Kollöntai, como a Regina de Lamo y a muchas otras feministas, hace más de un
siglo, a reclamar la socialización de las tareas de reproducción y cuidado.
Hoy, por el contrario,
las reivindicaciones de las asociaciones de mujeres pasan por pedir la
corresponsabilidad de los padres en el cuidado de los hijos mediante la
concesión de permisos laborales, como si en unos meses se pudiera criar a un
niño, y como si las empresas estuviesen por la labor de prescindir de los
trabajadores para que realicen una tarea que les corresponde, por naturaleza, a
las mujeres.
Mientras no se implante
la socialización de la reproducción y del trabajo doméstico, mediante las
inversiones estatales imprescindibles para atender el cuidado y la
socialización de los hijos e hijas, la situación será la que con todo cinismo
describe la señora Oriol: los empresarios no querrán contratar mujeres en edad
fértil, el trabajo femenino se degradará y no alcanzará los salarios masculinos
ni tendrá incidencia en los puestos de decisión, el paro femenino aumentará,
las que luchen por un puesto de trabajo se negarán a tener hijos “dada la
natural repugnancia que sienten por tal tarea”, y la población seguirá
descendiendo, con las consecuencias de su envejecimiento y la imposibilidad de
cubrir las prestaciones por enfermedad y jubilación, ante la escasa cantidad de
trabajadores jóvenes.
Toda esta catástrofe
nacional se contenía en las frases de Mónica Oriol, pero nadie las analizó
detalladamente y mucho menos ningún gobierno piensa en ponerle remedio.
Fuente: http://www.publico.es/
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