El PP gana las elecciones en Galicia pero pierde 135.000 votos respecto a
2009
La coalición
Alternativa Galega de Esquerdas (AGE) alcanza el 14% de los votos. BNG se queda
en el 10%. El PSOE pierde 230.000 votos de los 524.488 votos que consiguió en
los anteriores comicios gallegos de 2009
España | César
Pérez Navarro - Tercera Información | 22-10-2012 |
Todos los
partidos que obtuvieron representación en Galicia en 2009 pierden apoyo
electoral, pero el PP consigue conservar su mayoría absoluta gracias al
sistema electoral desproporcional y al hundimiento del PSOE. A pesar de obtener
135.000 votos menos que en las anteriores elecciones en Galicia y un 45,72%
(46,68% en 2009), incrementa su número de escaños de 38 a 41. La fidelidad del
electorado del PP gallego vuelve a colocar a Alberto Núñez Feijóo al
frente del gobierno de la Xunta.
El PSOE
vuelve a demostrar que el hundimiento de las pasadas elecciones generales no es
coyuntural, y como otros partidos "socialdemócratas" europeos que
abrazaron políticas neoliberales de recortes y austeridad, continúa perdiendo
la confianza del electorado. Pasa de los 524.488 votos obtenidos en 2009 a
293.671 votos, es decir, 230.817 votos perdidos, cerca de la mitad de los que
tenía.
La izquierda
crece, pues la coalición Alternativa Galega de Esquerdas (AGE) de Xosé
Manuel Beiras formada por IU y una escisión nacionalista del BNG llega al
13,99% y 200.101 votos superando a BNG, que pasa de los 270.712
conseguidos en 2009 a 145.389 votos y 7 escaños.
A pesar de
que la suma de AGE y BNG supera en número de votos (345.490) al PSOE (293.671),
entre ambas formaciones sumarían 16 escaños por 18 del PSOE.
La
participación descendió levemente hasta el 63,80% (64,43% en 2009).
Cospedal se
ha apresurado a hacer una lectura muy diferente a la que hizo de las elecciones
andaluzas, entendiendo que los gallegos han premiado "las políticas de
austeridad" que lleva a cabo el gobierno central. Los sondeos electorales
a nivel estatal dicen otra cosa, sin embargo, pues el PP perdería casi un
tercio de su apoyo en menos de un año de gobierno, quedándose en el 30%.
Artículos de
Opinión | Juan Carlos Calomarde García * | 21-10-2012 |
El ser
humano nació en África, pero debido a su inicial estilo de vida nómada pronto
llegó a todas partes, siendo la generosidad de nuestro mundo quien lo alimentó.
Y es que los vínculos de la humanidad con nuestro planeta en un sentido global,
y no con un único trozo de tierra, son ancestrales. Sin embargo, la
introducción de la agricultura y la ganadería le obligó a adoptar el
sedentarismo. Este nuevo modo de vida trajo consigo dos elementos clave que
cambiaron, para siempre, las relaciones humanas: la necesidad de una
organización política compleja y la cuestión del reparto de los excedentes
agrícolas. Por ese motivo, entre los que ejercían de centinelas en aquellos
primitivos asentamientos, destacaría una élite que se acabaría encargando tanto
de la defensa del asentamiento, como del reparto de lo producido. La rueda de
la Historia había comenzado a girar; una minoría organizada se había impuesto
sobre la mayoría desorganizada. No obstante, para que esa mayoría se integrara
plenamente en la comunidad, que era gobernada por una minoría, debía lograrse
que se sintieran parte de la misma. Con ese objetivo pudieron surgir las
identidades colectivas, las cuales vinculan emocionalmente a una persona con el
lugar al que pertenece.
En este
sentido, las polis griegas fueron comunidades que incorporaban a sus ciudadanos
en ellas. En cambio, tanto en el feudalismo como en los posteriores tiempos de
los monarcas absolutistas, la tierra se entendía como propiedad de estas élites
y las personas que habitaban en ellas, súbditos. Esas tierras eran gestionadas
(y sentidas) como un negocio de cuyo éxito dependía la supervivencia de la
institución monárquica. Para ello, basta con recordar como el oro que se traía
de las Américas pasaba a enriquecer solamente las arcas de la Corona Española.
La Corona cambiaba de titulares (como la presidencia de un club de fútbol) y su
única preocupación es que la “empresa” adquirida resultara rentable. Así pues,
la Corona Española pasó de los Habsburgo a los Borbón sin mayor cambio para el
pueblo que los Decretos de Nueva Planta, que centralizaron la Administración
del Estado. Por todo ello, entonces se hablaba de reinos y no de naciones,
aunque ya faltaba poco para que éstas entraran en escena.
En 1789
irrumpió la Revolución Francesa, y las élites que la lideraron, introdujeron un
nuevo elemento para movilizar al pueblo: la <>. Fue todo un éxito, ese
novedoso lenguaje establecía que ya no eran súbditos pertenecientes a un reino,
cuya soberanía recaía en el rey; ahora la soberanía residía en la nación que,
pese a ser un ente abstracto, poseía un atractivo innegable. De este modo, se
construyó la nación, y con ella la identidad colectiva pasó a ser nacional. Ese
es el motivo, por el que se afirma que la nación es una construcción histórica,
y no algo que existiera naturalmente a la espera de ser descubierto. De esa
manera, se reformuló la realidad en términos de un “nosotros” y un “ellos”,
utilizando para ello un sistema basado en criterios comunes que podían ser, por
ejemplo, culturales o étnicos. Con ello floreció ese sentimiento de
pertenencia, adulación y defensa de una comunidad imaginada (como diría
Benedict Anderson) que es el nacionalismo. Un sentimiento que difícilmente puede
concebirse sin los mitos nacionales, aquellas concepciones idealizadas de un
pasado que pretende ser común y que generalmente atienden a gestas heroicas.
Esos mitos cuanto más remotos sean mejor, porque harán parecer a la nación más
antigua. El nacionalismo español alude a las batallas de Sagunto, Numancia,
Cádiz, Covadonga, etc. Mientras que el nacionalismo catalán presume de la
Guerra dels Segadors. Empero, en ninguno de esos casos existía España ni
Cataluña como nación.
Por tanto,
este proceso no fue casual, sino alentado por unas élites, que observaron en la
nación al caballo de Troya ideal para proteger sus intereses o para reforzar al
propio régimen político, tal y como hicieron los revolucionarios franceses del
XVIII. Pero, para estudiar el nacionalismo hay que comprender que es un
fenómeno atrayente, que incluso ha engullido diversos enclaves ideológicos,
obligando a éstos a adaptar su discurso para hacerlo compatible con los
postulados que, en principio, defendían. Tuvo mérito el intento de armonizar
dos identidades antagónicas como la nacional y la de clase, máxime cuando los
fundamentos de la segunda descansan sobre los pilares del solidario
internacionalismo, y que si bien su lucha conviene desarrollarse en el marco de
los Estados, no debería seducirse por el nacionalismo, ya que éste fue
concebido como instrumento de movilización de oligarquías territorialmente
definidas.
En el Estado
español (por utilizar el término más aséptico posible) conviven varias
identidades, entre ellas el nacionalismo centralista español y el nacionalismo
periférico catalán. El nacionalismo catalán parece que ya desea alcanzar una de
las metas fundamentales de todo proyecto nacionalista, es decir establecerse
como Estado. Un fin que choca con la apuesta política del nacionalismo español.
Frente a ello el nacionalismo español reacciona aludiendo, en primer lugar, a
que hay que respetar la Constitución (la cual puede tocarse para limitar el
déficit pero no para otras cosas) y si ésta falla sugieren sutilmente otros
mecanismos más propios de tiempos ya superados. Mientras tanto, su oligarquía
pone en marcha el aparato mediático para promocionar la idea de España; como,
por ejemplo, aquella afortunada “casualidad” de que el ganador del Premio
Planeta pronunciara un discurso en favor de la unidad. Tienen tan idealizada a
España que la conciben como un ente orgánico, y temen que si a éste se le
“desmiembra” pueda sentir dolor. Por otra parte, es obvio que no quieren dejar
de percibir el suculento dinero que les llega de Cataluña, cuya capacidad para
amasar riquezas, podía convertirles en los judíos de la península.
El
nacionalismo catalán por su parte, más bien su oligarquía, también han pasado
al ataque mediático (aunque no con tantos medios como el español) vendiendo un
escenario idílico en el que una Cataluña independiente sería poco más que el
paraíso en la tierra. En realidad, a las élites catalanas les entusiasma la
idea de un Estado propio, pues siempre es más gratificante aspirar a gobernar
un Estado (aunque sea pequeño) que ser un oligarca territorial de un Estado
mayor. Asimismo, tampoco se olvidan de las ventajas, para sus intereses, que se
derivarían del nuevo marco competencial con el que gozarían si Cataluña fuera
Estado.
De esta
manera, ambos bandos se han visto enfrascados en una trifulca en donde discuten
cual de las dos naciones es más antigua, porque eso dota de legitimidad a un
proyecto nacionalista; sin embargo, paradójicamente, no dejan de debatir cual
de los dos nacionalismos es más ilustrado o más moderno. Esto se ha convertido
en una batalla absurda en la que siempre el nacionalista es el “otro”. Eso sí,
una batalla en la que el pueblo son meras piezas en un tablero de ajedrez,
cuyos problemas cotidianos quedan en un segundo plano, porque la “nación” está
por encima de todos nosotros. Una batalla, en la que están en juego los
intereses de aquellas élites políticas, como las que pudieron aparecer en
aquellos primitivos asentamientos neolíticos descritos al principio del texto,
y que en competencia con otras, tratan de arrogarse el favor del pueblo
apelando a identidades artificiales que solo benefician a sus proyectos y
ambiciones.
* Es
licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración.

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