28 de enero
de 2013
Por Alicia Murillo Ruiz, activista
feminista, ama de casa y artista multi-INndisciplinaDA.
Un día se escapó de casa. Una noche, para ser más
exactas. Unas horas antes del amanecer se deslizó de la cama sin hacer ruido y
huyó de las palizas de su madre adoptiva, que era además su hermana biológica.
Tragedias de esas de todas las familias, de todas las mujeres, de esas que de
tan trágicas ya ni se nombran. Son tragedias menores, tragedias femeninas, nada
que ver con las postguerras masculinas, tan importantes que dan nombre a las
calles y a las plazas.
Su madre de verdad murió pariendo, ya si eso os cuento
otro día esa otra tragedia. El caso es que mi abuela tenía 12 años de palos en
las espaldas y le dijo a su noviete que la esperara en la esquina, que esa era
la noche. El muchacho, que era bueno, la acompañó hasta la puerta del convento
y allí se despidieron. Mi abuela cruzó la puerta y volvió a salir siete años
después. Pasó su adolescencia recluida en ese internado para niñas, donde
trabajó como bordadora de hilo blanco, a cambio de comida y techo. Nunca
recibió una peseta por su trabajo y, a pesar de su minoría de edad, nadie le
enseñó a leer ni a escribir. Le cambiaron el nombre y le prohibieron hacer
cualquier referencia verbal a su vida anterior. Raras veces le permitían
recibir visitas. Me contó que, una vez al año, todos los jueves santos se
escogían a 12 niñas, a las que habían sido más obedientes, y se les permitía
salir a la calle a ver procesiones de Semana Santa acompañadas por una monja.
Por lo demás no había excepciones, la reclusión era total.
Había dos tipos de alumnas: las ricas y las pobres. La
diferencia básicamente consistía en que las ricas pagaban por estar allí con
dinero y las pobres con trabajo. Vestían uniformes diferentes y comían en mesas
separadas.
Eran las propias niñas las que se ocupaban de la
limpieza y mantenimiento de la escuela: fregaban, limpiaban, cocinaban, lavaban
la ropa, planchaban etc. Además de eso cada una trabajaba en el taller que le
hubiese sido asignado. El convento vendía costosos bordados en oro, bordados en
hilo blanco y era además famoso su delicioso chocolate, elaborado por las
inocentes manos de centenares de niñas que perdieron su infancia y adolescencia
trabajando en una situación de esclavitud permitida y legalizada por el régimen
franquista.
De pequeña ella me enseñaba a bordar y mientras yo la
acribillaba a preguntas sobre su vida. Poco a poco, con el paso de los años,
fui haciéndome de todo un catálogo de anécdotas impresionantes, como la de
aquel día en que mi abuela se asomó al cristal de una ventana y se pasó la
manita por la cabeza, para peinarse. Una monja la vio y mandó inmediatamente
que la raparan, por vanidosa. Y así muchas más.
Aunque mi abuela entró en el convento por propia
voluntad (para huir de una situación de maltrato infantil, recuerdo), pasado un
tiempo quiso salir de allí pero le fue denegado el permiso. Es decir, mi abuela
fue literalmente secuestrada y solamente se le volvió a permitir la salida a
las 19 años, cuando murió su padre, para que siguiese su labor de esclava del
patriarcado fuera del convento, haciéndose cargo de dos sus hermanillos
menores.
Mi bisabuelo siempre se opuso a que mi abuela
estuviese allí. Cuando ella se escapó de casa tardaron varios días en dar con
su paradero. Siempre me contaba como su padre la abrazó, en la sala del
convento donde se vieron tras encontrarla, susurrándole entre sollozos: hija
mía, me has matado. En las historias de la vida de mi abuela siempre había
cosas que yo no entendía, eran cosas de autoridades, de jerarquías, de
costumbres. En mi mundo, nadie más que mi padre o mi madre podía decidir sobre
donde estar escolarizada, por ejemplo. Solo con el paso de los años he
entendido la desesperación de mi bisabuelo que vio como la institución
religiosa más poderosa del país le arrebataba a su hija sin que él pudiese
hacer nada.
Pero lo más triste de esta historia ha sido para mí la
manera en la que mi abuela me lo contó. Ella nunca fue consciente su
explotación, estaba agradecida con las monjas y cuando yo me enfadaba y le
decía cosas como “¡Pero abuela, te dejaron analfabeta, te encerraron!” ella me
contestaba “Pero al menos comía todos los días”. El trabajo de esas monjas fue
redondo.
Fuente: A través del espejo
No hay comentarios:
Publicar un comentario