Mujica, con sus ideas de renovación, es hijo de la cultura cívica de Uruguay
En sus
tiempos de tupamaro, José Mujica se entregó a la vida clandestina para cambiar
el mundo desde las catacumbas. Participó en acciones guerrilleras espectaculares,
resultó herido de seis balazos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad,
salía de la cárcel y lo volvían a meter, logró fugarse dos veces y pasó quince
años en prisión. La dictadura militar lo declaró rehén dentro de la cárcel, de
modo que en cualquier momento podía ser ejecutado en represalia de lo que sus
compañeros hicieran en la calle.
Lo
encerraron en un pozo subterráneo, donde apenas tenía espacio para moverse, tan
aislado del mundo que era fácil perder el sentido del tiempo y de la realidad.
A veces podía leer fragmentos de periódicos de los que le daban para ir al
excusado, y entonces atisbaba, como a través de una rendija, algo de la vida
que bullía afuera, aunque se tratara de anuncios clasificados o una cartelera
de cine. Su única compañía eran unas ranitas a las que daba de comer miguitas
de pan. Y allí descubrió que las hormigas gritan. Si uno tiene la constancia, y
la paciencia, de llevárselas al oído, es capaz de escucharlas. Para esos
experimentos tenía todo el tiempo del mundo, y también para tratar de fijar en
la memoria fragmentos de libros leídos años atrás.
En la novela
El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Edmundo Dantés sufre en las
mazmorras subterráneas una suerte parecida, y cuando al fin logra la libertad, ya
en sus manos el tesoro que lo hará rico y poderoso, su dedicación sagrada es la
venganza. Arruinar y afligir a quienes lo habían enviado a prisión. Y entonces
aprende que el desquite es una pasión que nunca se sacia. En las novelas, el
camino de la venganza está lleno de atractivos para el lector, que siempre
quiere ver a los malvados castigados a cualquier precio. En la vida, hay otras
escogencias que son las que al final perduran porque tienen una sustancia
ética, y es esa la sustancia de la que están hechos los verdaderos estadistas.
Un prisionero puede llegar a ser un estadista, como el
presidente uruguayo, pero ha debido escuchar mucho
Cuando un
viejo guerrillero, un día encarcelado y humillado, llega al despacho
presidencial, debe saber que la venganza sólo puede ser un estorbo para
gobernar por encima de las pasiones, así que el primer paso es desterrarlas, la
primera de ellas el sentimiento de venganza. Es lo que ocurrió con Nelson
Mandela, y lo que ocurre también con José Mujica, el presidente de Uruguay. Y
si nos quedamos en la vecindad, allí está la antigua guerrillera Dilma
Rousseff, la presidenta del Brasil, encarcelada y torturada, y Michele
Bachelet, que vuelve a la presidencia de Chile, su padre asesinado por la
dictadura de Pinochet.
Mujica
declara sin tapujos que cuando empuñó las armas lo hizo porque luchaba por una
sociedad sin clases, por establecer en Uruguay la dictadura del proletariado.
Hoy, sentado en la silla presidencial, menos cómoda que el taburete en su casa
de Rincón del Cerro, donde vive como el modesto finquero que siempre fue,
declara, igualmente sin tapujos, que no cree en ninguna clase de dictadura, ni
siquiera en la vieja y obsoleta dictadura del proletariado.
La venganza
no es más que uno de los aspectos de la personalidad de Edmundo Dantés.
Destella como una joya maligna con resplandores de justicia, pero en el alma
del personaje se hace acompañar de la soberbia del poder, del orgullo y de la
arbitrariedad. Si soy rico, si soy poderoso y antes me humillaron y encarcelaron,
mi única manera de tener paz es hacer justicia por mi propia mano, viene a ser
la lección de este prisionero al que tomamos como héroe porque sacia nuestro
propio apetito de venganza.
Nuestros
caudillos latinoamericanos, de la vieja y de la nueva cosecha, parecen haber
sido mejores lectores de El conde de Montecristo que dé El espíritu
de las leyes de Montesquieu, pues fueron y han sido capaces de establecer
la arbitrariedad como sistema; un sistema que destruye las instituciones porque
parte de la voluntad personal y no del interés de la nación. El poder que
satisface los instintos, y no los ideales.
Pero hay
algo de por medio que conviene no descuidar. La dictadura militar en el Uruguay
rompió la tradición institucional, firmemente asentada en una cultura cívica
que a su vez se fundamentaba en un sistema escolar de alta calidad. Una vez que
se restableció la democracia, las instituciones estaban allí y solo hacía falta
echarlas a andar de nuevo. De modo que Mujica es hijo de esa tradición que hoy
sirve para cimentar sus propias ideas de cambio y renovación, en busca de
convertir a su país en una nación moderna y equitativa. Un socialista
íntimamente cercano a la democracia y lejano a los eslóganes.
La cárcel y
las salas de torturas no son necesariamente purificadoras. Un prisionero puede
llegar a ser un estadista, como José Mujica lo ha demostrado, pero tiene que
haber aprendido a entender lo que le dicen las hormigas y las ranitas en lo
hondo del pozo. Jamás malinterpretarlas, o malversar sus voces. En eso
consiste, en verdad, la sabiduría.
Sergio Ramírez es escritor.
Fuente: www.elpais.com
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