Por:
Antoni Gutiérrez-Rubí | 18 jun 2013
Último intento. Los estrategas de SM el Rey Juan Carlos I
han diseñado un milimetrado plan de rehabilitación: física e institucional. La
salud del monarca, afortunadamente, se recupera más pronto y rápidamente que su
salud política, y ahí, precisamente, parece radicar el reto y el problema. Los
recientes datos demoscópicos publicados acreditan el poderoso desgaste de la
institución y el profundo deterioro de su imagen pública personal.
Este nuevo plan se centra en una interpretación activa de
la función de «arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones» (Artículo 56 de la Constitución Española) y el
impulso a los «grandes acuerdos de estado entre las principales fuerzas
políticas», tal y como así lo airean permanentemente fuentes de la Zarzuela.
Pero esta función, y conviene recordarlo, no se puede ejercer discrecionalmente
sino a través de los procedimientos previstos en la propia Constitución. Por
ejemplo, entre las competencias reguladas del Rey (art. 62g CE) está la de ser «informado de los
asuntos de Estado» y, eventualmente, puede «presidir, a estos efectos, las
sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo considere oportuno, a petición del
Presidente del Gobierno». Una lectura rígida de esta norma reduciría esta
potestad informativa a la canalizada por el Presidente y el Consejo de
Ministros. Nada más. Nada menos.
Esta precisión constitucional, en la regulación de la
Corona, se enmarca en la voluntad de los constituyentes para que el Rey no
tuviera margen político autónomo. Muy diferente, por ejemplo, del Reino Unido,
donde la función más importante de la Corona es «advertir, animar y ser
consultada» en los asuntos de Estado, como se solemniza semanalmente en las
reuniones entre la Reina y el Primer Ministro británico.
En este contexto, sorprende la inusual iniciativa del Rey
de «presidir un almuerzo» ofrecido a los miembros del
consejo permanente del Consejo de Estado, supremo órgano consultivo del Gobierno
(art. 107 CE). Nunca antes, en 38 años de reinado,
había sucedido. La cita de hoy, a la que asistirá Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del
Gobierno, es –cuando menos– excepcional y novedosa. Es cierto que un almuerzo
no es formalmente una reunión…, pero a nadie se le escapa el profundo
significado político de esta decisión. Si el encuentro es una gentileza real,
quizá no hay discusión. Pero si es realmente una sesión de trabajo y consulta,
se debe advertir que ni en la Constitución ni en la Ley Orgánica que regula el
Consejo de Estado está previsto que pueda aconsejar o informar al Rey. Tampoco
recibir indicaciones. Y si, además, como se ha filtrado desde la Zarzuela, lo
que se propone el Monarca es seguir «impulsando el espíritu pactista»,
entonces, tenemos un problema.
Desconozco si el Rey, en una ofensiva relacional para
garantizar una ampliada y renovada función de servicio público a través del
impulso «a los grandes acuerdos», necesita consejo o asesoramiento adicional. O
si bien cree que debe, por el contrario, darlos él. Pero abrir el melón de una
mayor autonomía política de su figura, para mejorar su imagen o para
desbloquear diálogos políticos, es entrar en un terreno difuso –y peligroso–
con precedentes históricos nefastos. Una «charla distendida para tomar el pulso
al país», con estos distinguidos consejeros, no es una nimiedad simpática,
cordial y campechana: es una iniciativa política encaminada a reubicar la
función del Rey. El «borboneo» –tradición y tentación– debe quedar desterrado
políticamente, definitivamente, si no queremos que el destierro sea el
institucional.
Los problemas de comunicación y de imagen del Rey no pueden resolverse forzando
las costuras institucionales, ni atribuyéndole funciones no previstas por
nuestras leyes. Es una cuestión muy seria. La coincidencia de este almuerzo en
la misma semana que el PP y el PSOE suscriben su acuerdo político para mantener
una posición común en el próximo Consejo Europeo permite escribir un guión
perfecto: el acuerdo entre el Gobierno y la oposición es fruto del buen hacer
del Monarca, en su renovada etapa de servicio a la democracia española. De
verdad, ¿esta es la estrategia? ¿Apuntalar la monarquía sobre los dos partidos «que tienen la mayoría del voto
de los españoles y, por tanto, la responsabilidad de sacar adelante el país?»
¿No hay otras ideas?
El rescate del Rey −acordado y pactado,
instrumentalizado mutuamente− puede dividir al país, aún más, respecto a su
figura, a la institución y a su papel en la sociedad y democracia españolas. Y
este acuerdo ya ha crujido, hace poco, cuando se ha forzado un
relato propagandístico sin sutilezas, como en el reportaje de TVE sobre el día a día del Rey y sus iniciativas
«políticas». En vez de apuntar a las reformas imprescindibles de toda nuestra
arquitectura institucional (incluida la Monarquía), parece que vamos a
apuntalarla, y a vivir de la renta histórica y emocional de la figura del Rey
en la historia reciente de España.
La rehabilitación del Rey no puede ser percibida como la
rehabilitación del cuestionado bipartidismo, y viceversa. España es hoy mucho
más plural, diversa y rica. Los retos territoriales, muy serios. Y los debates
están más abiertos que nunca. Esta opción estratégica puede beneficiarse,
inicialmente, de la necesidad que tiene el país de acuerdos y pactos… pero si
estos son a costa de las reformas y cambios inaplazables de la Monarquía,
sus protagonistas solo ganarán un tiempo que, en política, no siempre resuelve
los problemas, sino que los empeora.
Fuente: www.elpais.com
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