Un
régimen democrático se sustenta en el principio de igualdad, reconociendo a
todos los ciudadanos la misma capacidad para los derechos. En los regímenes no
democráticos la igualdad se sustituye por el privilegio, que excluye cualquier
relación de igualdad.
No
se entiende, desde una posición independiente, la animadversión que provocan
palabras como libertad, igualdad y fraternidad esculpidas por la revolución
francesa. Quienes tratan de poner límites a la democracia lo hacen, sin duda,
por su adscripción al autoritarismo franquista basado en el viejo lema dios, patria y rey.
Ese
franquismo sociológico crea opacidad en el comportamiento de nuestras
instituciones, con su correspondencia lógica de corrupción y nepotismo. Cuanta
más democracia, más fiscalización, garantizando que el ejercicio del poder se
torne diáfano y limpio.
Cuando
conviene, se contrapone lo nimio a lo excesivo; la palabra pierde su genuino
sentido; el orden político se sobrepone al moral, convirtiendo al ciudadano en
sometido.
Es
aberrante la ley que, o no se cumple, o se tergiversa. La Constitución se queda
en pura declaración de principios en tanto estos no se desarrollan. Un ejemplo:
el art. 67 de la CE
establece que los miembros de las Cortes no estarán ligados por mandato
imperativo, pese a lo cual, se mantienen las listas cerradas que propician el
voto obligatorio al exigirlo así la disciplina de partido. O el art. 8º que
atribuye atrevidamente a las fuerzas armadas la misión de garantizar la
independencia e integridad territorial del Estado. O el art. 21 CE, que
reconoce el derecho de reunión pacífica, desvirtuado por leyes que lo
desarrollan (identificación de personas y cargas policiales).
El
rey, no solo tiene un tratamiento diferenciado en la CE, sino también en la actitud
silente de los partidos políticos, medios de comunicación e instituciones. Poco
importa que tal cargo esté vedado a los demás ciudadanos contraviniendo el
principio de igualdad, o se declare su persona inviolable y no sujeta a
responsabilidad como en toda dictadura que se precie.
La
soberanía del pueblo no admite a nadie por encima de la ley. Alfonso XIII,
abuelo de Juan Carlos, fue declarado culpable de alta traición por una ley
(26-09-1931) de las Cortes de la II
República (derogada por Franco en 1938). Se le degradó de sus
dignidades derechos y títulos; incautados sus bienes; declarándole fuera de la
ley y prohibiéndole la entrada en
territorio español.
La
actual familia Borbón, pese a la propaganda de cortesanos serviles y
aduladores, se comporta como sus antecesores
más perversos (Fernando VII, Isabel II y el mencionado Alfonso XIII). La
indignidad y falta de decoro es lo más relevante de estos personajes de sainete.
Juan
Carlos es rey por la gracia de Franco y no un salvador de la democracia. Esto
último se nos viene repitiendo cada vez que cae en tentaciones económicas,
cinegéticas, eróticas o deportivas, y así ayudarle a recobrar la vertical de su
perdido honor y respeto.
La
llamada transición aboca a su fin. Resultan insoportables los escándalos de
todo tipo que se han producido en los últimos años. La Constitución y las
instituciones se han corrompido hasta la médula, por lo que han de dar paso al
gobierno de la República,
como en aquel abril de 1931.
A Coruña, 14 de abril de 2013
Carlos Etcheverría
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