“Perdone usted Cristóbal que me
entrometa en sus asuntos, pero acá no hace falta que nadie nos descubra;
nosotros ya nos hemos descubierto solitos y hace mucho tiempo”
Se conmemora un nuevo aniversario de la gesta que derivó en lo que la
historia ha dado en llamar “Día de la Hispanidad”, designación con la que se
conoce al descubrimiento de tierras y gentes que ya habían sido descubiertas, a
la fundación de ciudades que ya estaban fundadas, y al hallazgo de tesoros
anteriormente encontrados por quienes, hasta ese momento, eran sus dueños.
“Perdone usted Cristóbal que me entrometa en sus asuntos, pero acá no hace
falta que nadie nos descubra; nosotros ya nos hemos descubierto solitos y hace
mucho tiempo”, hubiese dicho el indio de haber existido diálogo entre hipotéticos
descubiertos y descubridores tardíos. Pero la historia –la verdadera, no la que
cuentan en los colegios primarios– indica que no hubo demasiadas posibilidades
de comunicación, sino una impostura salvaje por parte de quienes hacían gala de
un civismo improbable o, en cualquier caso, rayano con la barbarie. “¡Deteneos,
ignorantes, atrasados, desde hoy quedáis todos conquistados! ¡Mi honra está en
juego y de aquí no me muevo!”, exclama el adelantado Don Rodrigo Días de
Carrera en la libre interpretación que la troupe argentina Les Luthiers
hace del descubrimiento de América. “¡Nos descubrieron, por fin nos
descubrieron!”, cantan los indios al ver acercarse las embarcaciones españolas.
Hasta hace no tantos años, en América Latina se recordaba este día tal y
como la historia oficial pretende que sea recordado. Los homenajes al
descubridor se sucedían de la noche a la mañana en escuelas y plazas públicas.
Era el Día de la Raza, el Día de la Hispanidad, el Día del
Descubrimiento de América. “Tierra!”, gritábamos quienes –carentes
de elección– nos veíamos en la alegre obligación de recrear el episodio
histórico, emulando a Américo Vespucio, a Cristóbal Colón y a
esas otras personalidades de dudosa alcurnia que, un día como hoy, pisaron la
nueva tierra.
Sin embargo, a pesar de los
siglos que nos separan de aquel 12 de octubre y gracias al trabajo de algunos
historiadores a quienes la oficialidad pretende descalificar, en las últimas
décadas esta conmemoración fue tomando otro cariz; se alejó del espíritu
festivo para acercarse a su verdadera naturaleza. Relegó los méritos del
descubridor para destacar las consecuencias de su
descubrimiento. “No es a Colón a quien
debe homenajearse, sino a todas sus víctimas”, señalaba una maestra
argentina que desde hace varios años se opone a los actos oficiales previstos
para este día. “Los alumnos tienen que conocer la verdad. No se los puede
engañar diciéndoles que acá vino un tipo y nos descubrió y todos fuimos
felices. Hubo un genocidio, uno de los mayores de la historia de la humanidad”.
Maestras como la citada ya me hubiese gustado tener en mis años escolares.
Mi generación fue –al igual que las anteriores– objeto de imposiciones; y
entre ellas estaba el deber de tragarnos la historia tal y como se les antojara
a las autoridades de turno y a los editores del Manual del Alumno Bonaerense.
De modo que con todo gusto, aunque rebosantes de ignorancia, los alumnos de
entonces nos convertíamos en Colón cada 12 de octubre, así como en otros
horrendos y célebres personajes de la historia, según indicaran las diferentes
fechas del calendario lectivo. Desconocíamos por completo la deshumanización
que se hizo del indio, la violencia con la que se liquidaron sus tradiciones,
la prepotencia que debieron soportar antes de ser masacrados en nombre de dios.
Así habló Cristóbal Colón de los indios americanos en uno de sus diarios
de viaje: “Seres pecadores, solamente equiparables con simples animales”.
Y seguidamente, en otro de sus escritos para la posteridad, este genovés que
osó parar un huevo delante de un comité de nobles, expresa: "Yo os
certifico que, por el poder que la Iglesia me otorga, os haremos la guerra
mediante todas las formas y maneras que podemos, y os sujetaremos al yugo y
obediencia de vuestras Majestades”.
Pero nunca es tarde cuando la dicha es buena; y dichoso es quien pueda hoy
elegir entre celebrar una conquista o conmemorar el exterminio de 130 millones
de seres humanos. Este que escribe pretende elevar la voz de las víctimas de
una infamia llamada descubrimiento y cuyas consecuencias aún hoy continúan
pagando los descendientes de los “descubiertos”. Este artículo no honra la
pericia de los conquistadores sino el valor de los conquistados; y desacredita
la figura de los salvajes que hoy dan nombre a nuestras plazas, avenidas y
paseos marítimos. “¡Desagradecido!”, pensará algún ciudadano pro
hispanidad-raza-descubrimiento. “Si no hubiese sido por los españoles aún
llevaríais taparrabos”. Sí, es verdad. He ahí otro atropello, otra pérdida;
en este caso de la confortabilidad de la que gozaba el cojón americano con su
original atuendo.
Durante mucho tiempo nos contaron un cuento con final feliz. Sin embargo, y
como bien dice la canción....“Si la historia la escriben los que ganan, eso
quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oír que
oiga”. La conquista pertenece a los conquistados, a esos a los que la
historia oficial intentó sepultar, a esos a los que la muerte no pudo vencer.
Porque como bien dice la misma canción “inútil es matar, la muerte prueba
que la vida existe”. Demostración irrefutable de que la historia escrita
por vencedores no puede hacer callar a los cantores.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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