José Ángel Fernández Villa, en una
marcha en 2012. (Efe)
Carlos
Sánchez
12.10.2014
A Margaret
Thatcher se le atribuye una frase ingeniosa muy repetida en los años 80:
“Ser poderoso” -sostenía- es como ser una dama: si tienes que decir que lo
eres es que no lo eres".
A la
política española le pasa lo mismo. Tiene tan poca credibilidad que si
hoy el presidente del Gobierno dijera que España es un país situado al sur de
Francia, nadie le creería. Sin duda, por los errores y desmanes cometidos en
los últimos años, en los que el sistema político no ha sabido entender que una corriente
de fondo -que empuja necesariamente el cambio- se movía por debajo de sus
escaños. En su lugar, antes el PSOE y ahora el PP, optaron por encerrarse en su
propia precariedad. Y lo que es todavía peor, en la indigencia
intelectual y en la soberbia.
La
consecuencia, como no podía ser de otra manera, es una degradación general
de las instituciones, como se ha puesto de manifiesto en la crisis del ébola.
El problema no es que Ana Mato sea una calamidad. O que el
presidente y la vicepresidenta se hayan puesto de perfil en los primeros días de la
crisis. O que se haya producido una cadena de despropósitos que tiene más que ver con la molicie y
la improvisación que con la profesionalidad de quienes han
participado en un sainete trágico. El problema es el descrédito general
de la clase política, desnuda de toda autoridad ante los ciudadanos.
Hoy el
problema de España es que ha desaparecido el prestigio de la política. La
autoridad en el sentido clásico del término. En palabras de Jovellanos, España
sigue siendo una nación sin cabezaNadie cree lo que diga un ministro ni
mucho menos un ridículo consejero de Sanidad que asegura ser médico,
pero que lleva 30 años viviendo de la cosa pública (fue durante seis años,
seis, consejero de Telemadrid). Nadie se cree nada. Ni siquiera lo que digan
esos humildes parlamentarios o concejales -que los hay- que
hacen bien su trabajo con honestidad y decencia. Una vez más, la vieja
dicotomía entre poder (vinculado al ejercicio de la fuerza) y autoridad
(una cuestión de legitimidad).
Hoy el problema de España es que ha
desaparecido el prestigio de la
política. La autoridad en el sentido clásico del término. En palabras de Jovellanos, España sigue siendo una
nación sin cabeza.
La
desconfianza, obviamente, tiene que ver con la corrupción y la
ineptitud, que al unísono han acabado por liquidar toda comunicación -salvo
algunas excepciones- entre los políticos y sus representados. Hoy un político
-da igual el escalafón- es un bulto sospechoso que en ocasiones, ni
siquiera, puede acudir a un restaurante por miedo a ser increpado o agredido.
Nadie -o casi nadie- se salva de la quema. Y es que el sistema surgido de la
Transición es, en realidad, lo que está en entredicho. Y casos como el del exdirigente minero José
Ángel Fernández Villa son sólo un episodio más en la tragedia de corrupción
que vive España.
La caída a
los infiernos
La
corrupción, sin embargo, no tiene que ver sólo con la cleptocracia modelo
Caja Madrid, sino, sobre todo, con la utilización de la mentira como
instrumento de la acción política. Hay, en este sentido, un tramo de la vida de
Fernández Villa verdaderamente singular que resume la caída a los infiernos
de aquellos que algún día se presentaron como salvadores de la patria y que en
realidad son vulgares saqueadores de la cosa pública atrapados por su
propia impostura.
El
exboxeador asturiano José Ramón Gómez Fouz -fue campeón de Europa-
documentó en un libro el papel desempeñado por el capo de los mineros como confidente
de la policía franquista en los años más negros de la represión. Gómez Fouz,
hijo de un policía, pudo acreditar en su libro Clandestinos que Fernández
Villa había sido confidente de Claudio Ramos, el siniestro jefe de la
Brigada Político Social de Asturias. Nunca nadie dijo que aquella información
fuera incierta, ni el propio interesado.
Fernández
Villa no es, por supuesto, el único que ha construido un discurso sobre la
mentira. El propio José Antonio Moral Santín -el cooperador
necesario para el saqueo de Caja Madrid como principal apoyo de Blesa-
justificaba a comienzos de los años 80 el golpe de Estado de Jaruzelski en
Polonia con un argumento demoledor: ‘No se pueden supeditar ni la moral ni
las convicciones a la realpolitik’. Con razón, posteriormente, se
hizo prosoviético -si algún día dejó de serlo- a las órdenes de Ignacio
Gallego. De ahí, sin solución de continuidad, a la vicepresidencia de Caja
Madrid de la mano del Partido Popular y de CCOO, con quien pactó el asalto al
poder de la caja de ahorros. Fernández Villa o Moral Santín no son más que
vulgares usurpadores de la democracia.
Sin embargo,
a veces, de forma injusta, se culpa a la propia democracia de amparar a
los corruptos, pero son éstos en realidad quienes emponzoñan la vida política.
Y sólo cuando tanta basura se convierte en estructural se puede hablar
de un problema sistémico. Pero la culpa no la tiene la democracia, sino
quienes la pisotean con comportamientos deleznables a partir de la peor de las
corrupciones, la corrupción intelectual basada en la mentira. Y muchos
de quienes hoy se llenan la boca de democracia no son más que farsantes.
Fernández Villa, Moral Santín o Vicenç Navarro -en el lado de la izquierda-
no son más que la trágica caricatura de una democracia agujereada de
demócratas, lo que explica el hartazgo de la opinión pública ante tanta basura Pese
a ello, nunca hay que olvidar aquel viejo latinajo que se estudiaba en las
facultades de derecho: Societas
delinquire non potest.
O lo que es lo mismo, las sociedades no pueden delinquir, son las personas.
Democracia
burguesa
Hay, en este
sentido, un texto del economista Vicenç Navarro escrito en los años 80 en el que
el ahora ideólogo económico de Podemos recelaba de los sistemas públicos
de salud -ponía como ejemplo el modelo británico- porque, en su opinión,
suponían un aparato de legitimación de la burguesía y del propio Estado. En un
párrafo impagable escrito en la revista Mientras Tanto, incluso,
cuestionaba el valor de la democracia. “Considerar las luchas parlamentarias
como el foco básico de la transformación”, sostenía, “es algo ya de por sí contraproducente”.
Y para remachar su idea aseguraba Navarro que “medir el poder político
fundamentalmente en base a los votos o escaños obtenidos en el
parlamento, significa no comprender la naturaleza del poder”. Ni qué decir
tiene que Navarro defendía la superioridad de la dictadura del proletariado
frente a la democracia burguesa.
Fernández
Villa, Moral Santín o Vicenç Navarro -en el lado de la izquierda- no son más
que la trágica caricatura de una democracia agujereada de demócratas, lo que
explica el hartazgo de la opinión pública ante tanta inmundicia. Y cuyo
comportamiento no difiere mucho de esos falsos liberales que
asaltan sin pudor el poder envalentonados por su sintonía con el
Partido Popular. Hijos de esa podredumbre que ha amamantado con primor Esperanza
Aguirre durante años.
¿O es que la
Comunidad de Madrid no tiene ninguna responsabilidad en el saqueo de Caja
Madrid? O en el ‘caso Gurtel’. O en la ruina de Telemadrid. O en
la colocación de advenedizos en puestos clave de la Administración (la propia
Aguirre puso a su secretaria como miembro del comité de auditoría de BFA/Bankia
sin tener repajolera idea). O es que no es corrupción intelectual nombrar como presidente de RTVE a alguien que ha
cobrado del PP mientras trabajaba en ABC como cronista parlamentario.
Sin duda que la degradación de las ideas es la peor de las corrupciones y el
origen del descalabro.
No es un
problema económico. Ni siquiera legal, como quieren hacer creer los
ventajistas. Es, sobre todo, moral. O ético. Y cuando Aristóteles inventó
el concepto de corrupción tomándolo de la biología -los serios vivos tienden a
corromperse- lo que hacía era advertir que el poder arrastra
necesariamente a la putrefacción de los sistema políticos si no hay autoridad.
Pero ésta, ni está ni se la espera.
Fuente: www.elconfidencial.com
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