martes, 14 de octubre de 2014

EL CONTRATO SOCIAL




Pilar Alberdi | Escritora y Psicóloga
nuevatribuna.es | 13 Octubre 2014 - 14:11 h.
"El hombre es bueno por naturaleza" Jean Jacobo Rousseau
Me pregunto: ¿qué filósofo no habrá leído el Contrato Social de Jean Jacobo Rousseau? Entiendo que han sido numerosos, aunque tengo dudas sobre cuántos políticos lo han leído, porque si lo hubieran hecho tendrían otra conciencia de su mandato, la de que sólo son los representantes de quienes les han elegido.
Así como en cualquier ciudad puede reconocerse a través de antiguas ruinas la ciudad que fue en otros tiempos, lo mismo sucede con la filosofía. Recordaba Freud (1856-1939) en El malestar de la cultura que aunque en el cuerpo del adulto ya no se pueda vislumbrar al niño que fue, si se lo puede encontrar en su psique. Y en el pensamiento de los filósofos sucede lo mismo. Si detrás de Albert Camus (1913-1960) podemos encontrar a Rousseau, el primero dirá que antes que el Contrato Social de Rousseau está el de Hume (1711-1776), y tiene razón en varios sentidos, no solo el de que aquella obra le preceda, sino que Hume, buen amigo, ayudó a Rousseau cuando este se exilió en Gran Bretaña. «Somos hijos de nuestras obras» como dijo Cervantes, pero aún más de las de los demás. También lo somos de nuestro pasado.
En aquellos tiempos y aún después, cien páginas les bastaban a aquellos filósofos para decir lo esencial, hoy parece que necesitamos muchas más, y seguro que no decimos tanto.
Del Contrato Social de Rousseau salen muchas de las frases más conocidas del autor, esas que podemos encontrar por diferentes webs de Internet, un tanto solitarias, un tanto encadenadas unas a otras, como nacidas de no se sabe dónde. Pero en sus tiempos, los temas eran claros, aún los más difíciles, a la guerra se la llamaba «guerra», para qué menos, un conjunto inacabable de guerras entre nobles, reyes, Papas, etnias diversas, ansias libertarias, los tenía acostumbrados a ese holocausto, y pese al horror que significaba y continúa representando, se la declaraba, incluso se guerreaba de verano en verano, todavía no había llegado el cínico y espantoso tiempo de los eufemismos dispuestos para encubrir matanzas de civiles por doquier.
Se asombraba el filósofo francés de que los hombres nacieran libres y vivieran en todas partes encadenados. Me pregunto qué diría de estos tiempos de desinformación permanente, de estas cadenas invisibles. Quizá reflexionaba sobre esto Rosa de Luxemburgo (1871-1919), cuando escribió aquello de «Quien no se mueve no escucha sus cadenas». Yo escucho las mías cada vez que intento informarme, es cuando mejor las escucho. Y si me muevo un poco, si paso de la televisión a las redes sociales, si escuchó las necedades que dicen tantos, porque son tantos, políticos, y representantes de Organismos internacionales y empresariales, entonces reconozco la cárcel en que nos movemos, pero no necesariamente a los verdaderos carceleros. Encadenados, sí, por enculturación, por etnocentrismo y patriarcalismo, por la constante desinformación, por los cantos de sirenas, por la relación entre los grupos poderosos y el discurso que imponen, pero también por el horror, el temor y la impotencia.
Sabía Maquiavelo, que la otra parte, el opresor, que siempre es el más fuerte «no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber». Y ahí esta el problema, la ley, siempre es la del más fuerte. La ley capaz de desahuciar a las personas y dejarlas en la calle, la ley que impide al inmigrante el acceso a la sanidad universal, la ley que juzga rápidamente a los pobres y a los que se atreven a señalar algunas grandes verdades y demora los juicios por largos años cuando se trata de gente cercana o que es parte del poder. Ese que hace posible que aún moviendo la rama, no se caigan las hojas o que logra que si se caen sean invisibles. Pero que tengamos casi que pedir permiso para vivir, para tener un trabajo, una casa, para soñar que nuestros descendientes vivan dignamente, eso, resulta imperdonable. El tiempo de los esclavos ha pasado y si otro nuevo llega, será el de los robots: la antihumanidad, la humanitas de unos pocos ricos, por primera vez, terrible decirlo, la imprescindibilidad del resto, de aquellos que siempre fueron la mano de obra, se llamasen esclavos, siervos o trabajadores.
No me conformo, y lo digo. Contrato como Pacto Social, como garantía, contrato para ser cumplido. ¿Cumplido? Por tanto, la ley de ayer no tiene por qué ser aceptada hoy. De ahí la importancia del despertar. «Desde que al tratarse de los negocios del Estado, hay quien diga: ¿qué me importa? El Estado está perdido». Y eso que él no conoció las tarjetas opacas, pero sí las reuniones de salón, la entrega feroz de una nación a los sicarios de turno. Lo que sabía Rousseau, nosotros lo vamos descubriendo ahora, toda esa piratería de guante blanco, la de las «puertas giratorias» que van de lo público a la empresa privada, la pandilla de amiguetes, los invitados de turno a la mesa del poder... ¿Nada nuevo bajo el sol? Nada. Realmente, hasta nos parece increíble que las palabras del filósofo mantengan tal vigencia hoy en día, al margen de que siendo aquel un tiempo de Revolución e Ilustración, abriese las ventanashttp://cdncache-a.akamaihd.net/items/it/img/arrow-10x10.png a nuevas realidades. No tenemos, pues, más que mirar a nuestros alrededor, la corrupción cruza el Estado de una frontera a otra, de un mar a otro; de este continente a otros, en donde los paraísos fiscales como grandes huchas inmoderadas, devoran en gran medida lo que podría haber sido parte del bienestar de la mayoría.
¡Que razón tenía, Rousseau! «Por este fácil medio [el de la representación ya sea elegida o no],todos los gobiernos del mundo, una vez que poseen la fuerza pública usurpan tarde o temprano la autoridad soberana». Vamos a pagar, porque así lo especifica un contrato, el descalabro de una empresa de fracking frente a la costa murciana, peor nos irá con el contrato comercial entre Europa y USA. Cuando Rousseau describe el mundo del siglo XVIII, nos retrata sin pretenderlo. No imaginaba que su mensaje podía llegar tan lejos, que sería leído con placer y sorpresa al mismo tiempo, en futuros siglos. Incluso me parece que alguna de sus frases las dirige de forma directa a nuestro gobierno: «cuando a pesar de su esplendor un país se despuebla no es verdad que todo marche bien». Y me deja pensando en el exilio de la juventud española que no encuentra trabajo, porque nadie lo creará, porque no hay más que darse un paseo por los polígonos industriales para ver los carteles de «Se alquila» o «Se vende», mientras el crédito no fluye y sigue salvando a los bancos. No está de más decir que este golpe mortal, ya lo vivió con dictaduras incluidas, Latinoamérica, en los años setenta del s. XX. Y el FMI pidiendo todavía más moderación en los salarios, y el Banco Central Europeo dando dinero a los bancos, y Estados Unidos imprimiendo dólares a diario, continuarán con su cantinela de que no se hace lo suficiente, cuando los que se benefician y se ríen de los demás son siempre los mismos. El poder, de eso se trata. Mandar, sentirse importante, más que otro, de eso trata el poder. Pero no es lo mismo un año para un anciano que para un joven. A un joven le corre más rápido el tiempo, lo empuja a actuar, incluso a irse. ¡Lástima de juventud que tiene que marcharse! Pero, ¿y a los mayores que les queda? El temor a lo que vendrá: ¿podrán cobrar sus jubilaciones, les alcanzarán para vivir, para comprar sus medicamentos? Platón en su República, planteaba que el nivel básico para vivir de todos los ciudadanos debía ser la posesión de una casa y tierra para cultivar con el fin de sustentarse. Era una época en que había esclavos. Hoy, hablamos de una «renta básica», necesaria, y algunos se sorprenden.
Me parece importante recalcar la pregunta clave del libro de Rousseau, que a mi juicio, es: ¿a cambió de qué vende el pueblo su libertad, por qué está dispuesto a nombrar representantes que usurparán su mandato? ¿Por qué está dispuesto a conformarse cuando le dicen que hay Bienestar Social y luego cuando no hay, o cuando le anticipan que cada día habrá menos?. Y una piensa en la respuesta típica: orden, seguridad, que la maldad de uno o más quede sometida para el mayor bien de todos...
La respuesta, es una idea utilitarista en el fondo, también comunitarista. Apela a la justicia social. Viajera en el tiempo, la idea, nos llega desde la época feudal, de aquellos señores y aquellos vasallos, del clero y su inmenso poder. De ahí que Rousseau afirme ya en plena Ilustración, que «un rey, lejos de proporcionar la subsistencia a sus súbditos, saca de ellos la suya, y según Rabelais, un rey no vive poco».
Si releemos, y lo hacía yo estos días a Ernst Bloch (1888-1975) y su obra sobre Thómas Münzer y el decálogo de «la rebelión de los campesinos» en Alemania, el sentido de la lucha social es la misma para todas las épocas, la exigencia de derechos mínimos. Exigían que las extensas tierras de los señores no estuviesen acotadas, que se pudiese cazar, cruzar lindes, beber de los ríos, dar el diezmo sí, pero a los más pobres de entre los suyos, y no a los príncipes ni al clero. La desesperación les obligó a ofrecer la vida en esa lucha, que inexorablemente perdieron. Después vinieron algunos cambios, con los mismos en el poder, por supuesto. Acabar con el que exige más, en eso consiste el poder, dejar al que se doblega y acepta menos. ¿Entroncaríamos aquellas prioridades con los temas ecológicos de hoy? Incluso, con eso se podría. El respeto al ser humano, comienza por el necesario a la naturaleza, sin cuya vida, así como con el respeto a las demás especies, la humanidad no es nada.
Pero de todas las frases de este libro de Rousseau, quizá la más terrible, al menos para mí, es esta: «la especie humana, dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos». ¡Tantas guerra como ha habido! ¡Tantas injusticias! ¡Tantas como seguirá habiendo! Si pudiera conocer los datos que hoy sabemos, se asombraría de lo que fue capaz en malignidad el siglo XX, y de lo que está dando ya de sí el XXI. Cada día se mueren de hambre 17.000 niños. Aumenta la producción de armamentos, que enriquece, por supuesto, a numerosos países. ¿Cómo se puede escribir esto sin sentir dolor y, al mismo tiempo, vergüenza? Es imposible. ¿Tan terribles somos, tan imperfectos? ¿Nunca cambiaremos?
Jean Jacobo Rousseau fue, como todos nosotros, un ser con grandes luces y sombras en su vida. Tuvo una infancia y una juventud difíciles, que le facilitaron sentir empatía por el sufrimiento de los más débiles y desamparados. Fue pintor, músico, relojero, grabador, esos oficios le permitieron sobrevivir. Sus hijos acabaron en hospicios por su propia decisión. Con la publicación del Contrato Social y otras obras, muy especialmente con Emilio o De la Educación sufrió persecución. Conoció el destierro, vivió pobremente, incluso enamorado, y los últimos años de su vida se sostuvo económicamente haciendo lecturas públicas de sus memorias. ¿No es ingrato que quién ve y denuncia tenga que pasar por estas iniquidades? Lo ingrato sería ver y no decir.
Ocurrió hace 235 años, fue un 9 de octubre, cuando la Asamblea Constituyente surgida de la Revolución francesa (1779), derrocado ya el «Antiguo Régimen», ordenó el traslado de los restos de Jean Jacques Rousseau al Panteón de Hombres Ilustres. Marcado por su época y a la vez opuesto a ella, atrás quedaban sus libros proscritos y quemados en la hoguera. El Contrato Social de Rousseau, tan actual.



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