La ‘ley Wert’ hace estallar otra disputa
por los pactos firmados en los setenta con el Vaticano
Los obispos reciben privilegios que no
otorga la Constitución y perpetúan el concordato de 1953
Un crucifijo preside una clase en un
colegio de Burgos. / CÉSAR MANSO (AFP)
La primera
cosecha del llamado Año de la Fe y de la Nueva Evangelización, lanzado la
Navidad pasada por el cardenal Antonio María Rouco, ha llegado antes de que
maduren las cerezas en el valle del Jerte. Es la polémica ley Wert
de reforma del sistema educativo, que prevé elevar la enseñanza del
catolicismo a la misma categoría académica que las Matemáticas. Los
obispos llevaban 30 años clamando por esa reforma y denunciando el
incumplimiento de los Acuerdos firmados el siglo pasado entre España y el
Estado de la Santa Sede. Por fin, tienen lo que pedían, y con creces, de la
mano del proyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa
(LOMCE), aprobado ya en Consejo de Ministros. Antes, representantes del
episcopado español han celebrado reuniones con el Gobierno para exponer sus
exigencias, como si se creyeran en poder de una función colegisladora en virtud
de estos Acuerdos. Paralelamente, se han alzado protestas por el nuevo sistema,
también en el mundo católico y entre las otras confesiones. Sobresale la
promesa del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, de que los socialistas “denunciarán”
los Acuerdos con la Santa Sede cuando regresen al poder.
Hay varios
puntos de confusión en esta disputa religiosa, que vuelve de vez en cuando,
como si por España no pasaran los años. En primer lugar, es la Conferencia
Episcopal Española, y no el Vaticano, quien negocia con el Ministerio de
Educación, en una supuesta representación de un Estado extranjero, por minúsculo
o ficticio que sea este. Cuando Pérez Rubalcaba y los obispos apelan a los
Acuerdos, se refieren a lo negociado en 1976 y 1979 entre el Gobierno de Adolfo
Suárez y el Estado vaticano, con Pablo VI como pontífice. Se firmaron en Roma
el 28 de julio de 1976 (el primero) y el 3 de enero de 1979 los otros cuatro,
por el entonces ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, propagandista católico
confeso, y el secretario de Estado del Papa, el cardenal francés Giovanni
Villot. El primer acuerdo adjudica al Rey el nombramiento del vicario castrense
con graduación de general de División y gran parafernalia de asistentes
uniformados. Los otros cuatro mantienen incontables privilegios del franquismo
en asuntos jurídicos, económicos y en la enseñanza, además de regular la
asistencia católica a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de los
clérigos.
Cristianos de Base piden a Rajoy que se deje de
privilegiar a la Iglesia
Lo que se
hizo entonces fue reformar (que no derogar) el Concordato nacionalcatólico de
1953. Los cinco acuerdos se han considerado siempre de dudosa
constitucionalidad. En todo caso, el primero es preconstitucional (el de 1976),
y los demás orillaron la Carta Magna al cerrarse antes de culminar la redacción
de la Constitución de 1978 y, por tanto, sin conocer lo que iba a regularse en
la misma. ¿Por qué cinco Acuerdos, y no un Concordato, como en siglos pasados?
Muerto Franco, la palabra concordato estaba manchada de sangre y oprobio, tras
los firmados por El Vaticano con dictadores como Hitler, Mussolini y el mismo
dictador español. Además, se pensó entonces que, ante futuros cambios de la
sociedad, serían más fáciles revisiones por separado, sin poner en discusión
todo el sistema.
A efectos de
una futura reforma e incluso para juzgar la regulación de las relaciones con la
Iglesia romana en temas de dinero o de enseñanza, la Constitución de 1978 no
rema en favor de los obispos. Eso demuestra hasta qué punto los Acuerdos se
negociaron en Roma por el ministro Oreja sin saber cómo iba a quedar la Constitución
Española o, si lo sabía, para precipitar unos pactos que con el texto
constitucional consensuado por los partidos eran de dudosa viabilidad.
En cambio,
el debate sobre la constitucionalidad está condenado al fracaso por
aburrimiento de las partes. Hay un argumento para acallarlo: nadie ha
presentado en 34 años recurso contra el fondo de los Acuerdos ante el Tribunal
Constitucional. Un experto tan destacado como Gregorio Cámara Villar,
catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada, subraya “la
complejidad del tema” y ese cansancio. Prefiere fijarse en el desarrollo de los
Acuerdos “con la Santa Sede” que están imponiendo los obispos en la LOMCE.
Sostiene el
profesor Cámara: “Si la necesidad económica, la capacidad y el mérito del
rendimiento académico explican la existencia de becas, cuyo carácter es
socialmente compensatorio, es incomprensible que los resultados de una
enseñanza confesional catequética y dogmática con programa y profesorado
dependiente de la confesión respectiva, cuenten para medir tanto el rendimiento
académico como cuando se accede o no a aquellas becas. Tampoco se prevé en los
Acuerdos el carácter necesariamente evaluable de la asignatura de Religión. El
Ministerio de Educación confirmó tras el paso de la ley Wert por el Consejo de
Ministros que su nota volverá a contar como la de cualquier otra materia,
incluso, para hacer media en el expediente para obtener becas, algo que no
ocurría desde 1990. De momento, es un cambio que no está en el texto de la ley.
De materializarse —ahora el Gobierno dice que está por decidir—, debería
hacerse en decretos de desarrollo posteriores.
“La educación en valores cívicos no puede sustituirse
por la religiosa”
“Esta medida
supondrá, si se aprueba así la ley, plegarse por completo a las presiones de
los obispos para reforzarla en su designio evangelizador. Es muy penoso que
tengamos que estar todavía recordando lo obvio: un Estado democrático y laico
respetuoso del pluralismo no debe promover ni incentivar las enseñanzas religiosas
sino que ha de mantenerse neutral ante la concurrencia en la sociedad de ideas,
doctrinas y religiones”.
Partiendo de
la supresión de la materia Educación para la ciudadanía y los derechos humanos,
Cámara Villar opina sobre “la alternatividad religión/ Educación en valores”.
Dice: “Pese a que se introduce el matiz tramposo de que quien quiera puede
estudiar las dos asignaturas optativas, algo inverosímil, se está desvirtuando
la Constitución porque la educación en valores cívicos, que nace de los fines de
la educación concretados en el artículo 27.2 de la Constitución, no puede ser
sustituida por la educación religiosa. Los alumnos que realizasen esta única
opción por la religión no serían formados en valores sociales y éticos comunes.
La educación en valores debe ser obligatoria para todos en tanto que ciudadanos
en formación, no una alternativa a la religión, cuya naturaleza es obviamente
particular”.
El artículo
16 de la Constitución, “garantiza” la libertad ideológica, religiosa y de
culto. Afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Dice también que
“los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
Católica y las demás confesiones”.
Algunos obispos
exigieron en 1978 que la Constitución debía citar a Dios, no solo a la Iglesia
católica. Los constituyentes se resistieron. Pero sí citan a la Iglesia
católica, con una tesis episcopal que no dice la verdad. Escribió entonces el
arzobispo de Zaragoza y futuro presidente del episcopado, Elías Yanes: “No
tendría sentido que en nuestra Constitución se mencionaran expresamente los
partidos políticos, los sindicatos o cualquier otro tipo de asociaciones, y que
se desconociera a la Iglesia católica, con la que el diálogo es ineludible”. De
sobra sabía ya que en la Constitución no se cita a ningún partido por su nombre
(habría sido un escándalo), ni a sindicato alguno.
Los obispos pretendían
con aquellas campañas contra el borrador de la Constitución calentar el
ambiente de la negociación de los Acuerdos, que se llevaba en silencio (en
realidad, en secreto), en Roma, lejos de filtraciones. Tenían motivos para ser
discretos. Cuando se desveló el contenido de lo firmado, más de 250 católicos,
la mayoría teólogos y sacerdotes, se concentraron ante la nunciatura apostólica
en Madrid (que es como se llama la embajada del Vaticano) para protestar por la
sola existencia de tales acuerdos. Afirma el teólogo Juan José Tamayo, que
estaba entre los manifestantes: “Eran unos acuerdos que venían negociándose
desde mucho antes de la Constitución y seguían siendo un Concordato encubierto
que, amparándose en la confesionalidad encubierta del artículo 16.3, llena de
privilegios a la Iglesia católica”.
Los
incontables privilegios del catolicismo romano en España también molestan al
colectivo Cristianos de Base, que agrupa a cientos de comunidades y parroquias,
y a Redes Cristianas y la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIIII. El
disgusto lo plasman en una carta al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy,
pidiendo que denuncie los Acuerdos porque “consagran para la Iglesia católica
numerosos privilegios y lastran de forma grave el genuino sentido del
cristianismo”.
También
están en contra las confesiones con notorio arraigo (protestantes, judíos,
musulmanes, budistas, etc.). Esto afirma la Alianza Evangélica: “La enseñanza
religiosa es un derecho y deber de los padres, que pueden compartir con la institución
confesional que consideren más adecuada: parroquia, mezquita, sinagoga, iglesia
o el lugar que considere más idóneo. Es básico el principio de la
aconfesionalidad del Estado. De acuerdo con este principio de separación entre
el Estado y las diferentes confesiones, la escuela pública no debería impartir
ningún tipo de enseñanza confesional. Sin embargo, mientras se permita hacerlo
a la Iglesia católica, se debe ofrecer impartirla a las demás confesiones.
Dicho esto, consideramos un retroceso convertir la enseñanza religiosa
confesional en evaluable”.
Más radical,
Europa Laica ofrece un estudio detallado de la situación, con severas críticas
a la actitud de los partidos, sobre todo al PSOE. Afirma su presidente,
Francisco Delgado: “Siempre me ha extrañado que se dé por supuesto que son los
artículos 16.3 y 27.3 de la Constitución el punto de partida de los privilegios
que otorgan los Acuerdos a la Iglesia católica. No hay nada en esos artículos
que obligue a los Gobiernos ni siquiera a la existencia de los Acuerdos, mucho
menos a pagar los salarios de obispos, sacerdotes y capellanes y el sueldo de
los profesores de religión, y mucho menos a financiar la enseñanza católica.
Eso estaba en el Concordato de 1953, no está en la Constitución de 1978. Es urgente
acabar con tales anomalías democráticas”.
Afirma el
otro artículo de la Constitución que se refiere a la libertad religiosa y de
conciencia, el 27.3: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a
los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté
de acuerdo con sus propias convicciones”. Nada se dice sobre que ese derecho
debe atenderse en las escuelas y, mucho menos, que los alumnos que no escojan
religión deben estudiar una asignatura alternativa igualmente obligatoria.
También la
asignatura alternativa a la religión ha sido motivo de polémica. Por ejemplo,
la jerarquía católica recurrió ante el Tribunal Supremo un decreto del Gobierno
de Felipe González creando una alternativa casi de entretenimiento, como el
juego del parchís (dijo José María Aznar, líder entonces de la oposición). La
tesis episcopal es que una alternativa “fácil” dejaría sus clases doctrinales
sin alumnos. Pero tampoco ha sido posible una asignatura “seria”. Las razones
del Supremo fueron que se vulneraba el principio de igualdad: mientras quienes,
libre y voluntariamente, y ejerciendo su derecho a la libertad religiosa,
empleaban su tiempo en instruirse en los dogmas católicos, quienes no lo
deseaban empleaban obligatoriamente su tiempo en estudiar. Por tanto,
estudiaban más que quienes asistían a clase de religión. “Eso les llevaría a
aprender más y, por lo mismo, a obtener mejores calificaciones. Se trataba de
una intolerable discriminación. No se podía consentir que quienes no deseasen
estudiar religión empleasen libremente su tiempo, pero menos aún podía
tolerarse que dedicaran esa hora a estudiar”, escribió entonces en EL PAÍS, con
ironía, el catedrático de Derecho Constitucional, Joaquín García Morillo.
La LOMCE
vuelve sobre aquel camino ya desechado, e intenta salvarlo con la idea de que
los alumnos pueden estudiar las dos asignaturas —religión y valores cívicos— a
la vez ¡y a la misma hora! Lo ha dicho en voz alta el ministro de Educación,
aunque no consta en el proyecto de ley.
En cien
años, España ha pasado de ser la nación más católica del mundo a un país
devastado por los jabalíes del laicismo y el relativismo. Así lo cree el
Vaticano y lo predica el cardenal Rouco. “España, un país de misión”, sostiene
el prelado. Ha llamado a la Conferencia Episcopal a movilizarse para la
reconquista. Es el reconocimiento de un fracaso. Los obispos tienen en las
escuelas a decenas de miles de profesores de catolicismo pagados por el Estado,
pero dicen que los chicos no saben nada de religión. “Más de la mitad ignora
quién es Jesucristo”, afirma el obispo de San Sebastián, Munilla. Todo ello,
pese a siglos de poder sobre la enseñanza.
El
Concordato de 1953 se publicó en el BOE con este encabezamiento: “En el nombre
de la Santísima Trinidad”. El Estado franquista reconocía “a la Iglesia
católica el carácter de sociedad perfecta” y ponía a su disposición los medios
para “asegurar el sostenimiento del culto y la congrua sustentación del clero”.
Carrero Blanco le hizo las cuentas en 1973 al cardenal Tarancón (300.000
millones de pesetas) para afearle que, oportunista, abandonase al régimen a su
suerte cuando el dictador estaba a punto de morir.
Son los
antecedentes de los Acuerdos de 1976 y 1979. Por mucho que se solapen el
Vaticano y la Conferencia Episcopal en las negociaciones con el Gobierno, los
asuntos que regulan son una cuestión española. Sus incontables privilegios se
pagan con el dinero de los españoles, sean católicos, budistas, judíos o ateos.
El católico no paga ni un euro más de impuestos que el resto de los
contribuyentes. Es tan claro que hasta lo dice la propaganda episcopal. “Ni
pagas más, ni te devuelven menos”, proclama uno de sus anuncios. Suele insistir
el portavoz de Rouco, el jesuita Martínez Camino, que la Iglesia no está en la
Ley de Presupuestos. Está tantas veces que aburre contarlas. Figura incluso en
el Acuerdo económico de 1979. Dice el artículo II.4: “En tanto no se aplique un
nuevo sistema, el Estado consignará en sus Presupuestos la adecuada dotación a
la Iglesia católica, actualizada anualmente”. Este año, la Ley de Presupuestos
fija esa cantidad en 247 millones, que Hacienda ingresa por meses en una cuenta
de la Conferencia Episcopal, de donde los obispos cobran su salario y pagan el
de los sacerdotes, como probos funcionarios.
Uno de los incumplimientos más
evidentes de los Acuerdos de 1979 se refiere a la financiación, que en 30 años
ha sufrido varios avatares. Entre la inicial “dotación” (dote) hasta la
“asignación” actual (señal con cruz en el IRPF), se alza un artículo que suena
como un trallazo a la realidad. Es el II.5: “La Iglesia católica declara su
propósito de lograr por sí misma recursos suficientes para la atención de sus
necesidades”. Lejos de hacer cumplir el compromiso de autofinanciarse, firmado
por el Vaticano en 1979, el Gobierno Zapatero liberó a los obispos (pero no a
Roma) de esa carga y, además, incrementó un 37% el porcentaje de dote estatal.
Fuente: www.elpais.com
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