04
de abril de 2015
Ana
Barba
Vivimos
en un territorio, la Península Ibérica, asaltado, ocupado, esquilmado desde la
antigüedad. Somos un crisol de razas y culturas, supervivientes de un tirano
tras otro. Nuestros antepasados aprendieron que era adaptarse o morir, agachar
la cerviz y servir al señor o tirarse al monte. Siempre ha habido
gentes con facilidad para ser el perro del amo, como es bien sabido. Y siempre
ha habido quienes han querido rebelarse y buscar solos su destino. Las riquezas
naturales de la Península fueron saqueadas por todas las hordas invasoras a lo
largo de los siglos, sus pobladores esclavizados o aniquilados, sus tradiciones
aplastadas. La supervivencia aumentaba acatando las leyes del invasor y
operando bajo el radar de sus esbirros.
Durante cientos de años se ha cambiado
de religión si ha sido necesario, se ha sisado todo lo posible del diezmo, se
ha cazado furtivamente, se ha traficado con todo lo que ha sido posible. Era la
única manera de sobrevivir a invasores extranjeros, ser converso,
incluso hacerse fanático para evitar sospechas. Los afortunados se convertían
en sicarios de los poderosos, exigiendo rentas más feroces y aplicando leyes
más tiranas, si cabe. Traspasada la Edad Media, los modos salvajes fueron dando
paso a otro tipo de invasión, la de los banqueros y comerciantes del norte. La
resistencia civil tuvo su episodio épico con losComuneros, aunque
finalmente fueron vencidos y la resistencia volvió a ser pasiva: negocios bajo
cuerda, furtivismo, contrabando. Todo era lícito para restarle medios al
opresor. Las gentes acostumbraban a sellar sus negocios con un apretón de
manos, al margen del Estado. La economía de a pie funcionaba según códigos
éticos no escritos pero respetados al máximo. Se puede decir que los habitantes
de este territorio eran gentes honradas, que no se traicionaban entre si, pero
que evitaban cuanto podían incluir en sus negocios los derechos
reales. Frente a esto, el poder siempre ha intentado extender sus
tentáculos, aumentar su burocracia y sus funcionarios, sabedor de que cuantos
más filtros aplicase, menos riqueza se escaparía a su control. Cada nuevo
sistema de gobierno, con la corta excepción de nuestras dos Repúblicas, nos ha
traído más funcionarios para controlarnos, menos libertad. Por supuesto, la
reacción contra la opresión ha sido siempre operar al margen todo lo posible. Y
seguirá así mientras sigamos gobernados por indeseables.
La
función de un Estado no debe ser la de controlar y limitar la libertad, sino la
de garantizar todas las libertades y todos los derechos. El Estado debe estar
al servicio de la ciudadanía, no limitarla y ningunearla. El Estado debe ser,
sobre todo, controlado por las personas a las que debe servir, no al contrario.
Los
partidarios del modelo autoritario que sufrimos nos consideran a las personas
como menores de edad civil, sin capacidad de organizarnos o de decidir. Se
encargan, mediante un sistema educativo nefasto, de generar individuos con
pocos conocimientos, sin criterio, personas dependientes que permiten una
demostración de sus tesis. Es por eso que el Sistema no quiere
que nos auto-organicemos, que demostremos que otra vida es posible. Los CSOA son
un ejemplo peligroso para el Sistema, son un nido de solidarios,
auto-organizados, generadores de tejido social, de ideología. Son cuevas
de peligrosos anarquistas que se permiten vivir al margen
del statu quo. Y eso en tiempos de mudanza como los que
vivimos es muy peligroso para la supervivencia de dicho Sistema, ya
que muestra un camino a más gente y puede llegar a extenderse como una mancha
de aceite. No hay que olvidar nuestra tradición de resistencia civil a los
opresores, nuestras costumbres de operar bajo el radar como forma de hacer
oposición. Cuarenta años de franquismo y otros treinta y siete de falsa
democracia casi acaban con ello. Menos mal que siempre nos quedan los
anarquistas para recordarnos que podemos vivir de otro modo.
Sirva
este escrito como homenaje a la labor social y política que se realiza en todos
los CSOA y como protesta al acoso que están sufriendo por parte del Poder,
tanto los centros sociales como los compañeros y las compañeras anarquistas. En
todos y cada uno de los centros sociales que he visitado en mis años de
activismo solo he encontrado respeto a todas las personas, democracia,
responsabilidad y solidaridad. En ellos se acoge a gentes de toda procedencia,
se comparten saberes y trabajos. Quiero hacer especial mención a mi
querido Patio Maravillas, pendiente de un desahucio inminente, pero
sin olvidar otros muchos que formarán parte de la historia de estos tiempos de
cambio: la Tabacalera, La Dragona, La Morada, la Salamanquesa, Can Vies, la
Quimera, la Casika, la Traba y tantos otros. Todos ellos son la prueba de que
otro mundo es posible, pero está en este.
Fuente:
www.publico.es
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