08 de Abril de 2015 (16:26 h.)
Las instituciones comunitarias tienen un plan para el
reforzamiento industrial de la UE. Como alguien puede extrañarse al leer esa
afirmación, conviene recalcar que los continuos pronunciamientos de autoridades
e instituciones comunitarias resaltando la importancia de la industria y de la
política industrial son algo más que un lugar común, moda o expresión de buenos
deseos.
Ni todas las
políticas industriales son buenas ni todas las vías de reindustrialización
convienen al desarrollo económico o a los intereses y necesidades de la mayoría
social
Más aún, las ideas y propuestas reindustrializadoras de las
instituciones europeas se insertan en una estrategia de salida de la crisis
basada en la austeridad y la devaluación salarial que está especialmente
orientada a que los países del sur de la eurozona incrementen su base industrial
y la competitividad de sus industrias exportadoras, trasladando a los precios
la reducción de sus costes, y logren superar las restricciones externas y
fiscales que penden sobre sus respectivas economías. Nada en esa vía
conservadora de reindustrialización autoriza a pensar que los problemas que
afrontan las economías periféricas de la eurozona tengan algo que ver con la
propia lógica de funcionamiento del mercado único, la mala gestión de la crisis
realizada por las instituciones europeas en beneficio de unos pocos países,
empresas y sectores sociales o las insuficiencias y debilidades institucionales
de la moneda única. Y si esas posibles causas de problemas están ausentes del
diagnóstico conservador a nadie puede extrañar que su estrategia reindustrializadora
no entre a considerar las medidas orientadas a solucionar tales problemas.
El imperativo de fortalecer la industria europea responde,
en todo caso y en cualquiera de las vías de desarrollo del tejido industrial
que se propongan, a dos tipos de necesidades que la crisis ha puesto en
evidencia. Y que el frágil y anémico proceso de reactivación que desde hace dos
años vive la eurozona, tras superar la segunda fase recesiva, está
contribuyendo a realzar.
En primer lugar, necesidades de carácter interno que surgen
de una creciente fragmentación financiera y productiva de la eurozona, que ya
existía antes de 2008 pero que la crisis ha intensificado, y de las debilidades
institucionales de la UE para gestionar esas fracturas. El mejor tratamiento para
esos problemas sería avanzar en una vía federal que implique mutualización de
parte de la deuda soberana de los Estados miembros y un impulso de la inversión
productiva comunitaria destinado a crear empleo y recuperar el crecimiento
potencial perdido. Esa vía federalista está por ahora cerrada porque Alemania y
los otros países que conforman el núcleo duro de la eurozona se niegan a que un
avance formal y suficiente en esa dirección debilite sus instrumentos de
presión sobre los socios periféricos.
En segundo lugar, necesidades de origen exterior. Por un
lado, la reaparición de la restricción externa que con la creación del euro se
había dado por desaparecida al pensar que los Estados miembros de la eurozona
estaban a resguardo de ataques especulativos; sin embargo, la restricción
externa ha vuelto a hacerse presente, en un primer momento asociada al alto
endeudamiento privado y a la negativa de los países excedentarios del norte de
la eurozona (Alemania en primer lugar) a seguir financiando los déficits corrientes
de las economías periféricas, posteriormente a la crisis de la deuda soberana y
la ampliación de las diferencias en las primas de riesgo y, actualmente, tras
la reducción sustancial de las diferencias entre las tasas de interés a largo
plazo de los Estados miembros, imponiendo un equilibrio traumático e
insostenible de las balanzas por cuenta corriente. Por otro lado, la industria
sigue siendo la base esencial de los intercambios comerciales internacionales y
juega un papel de primer orden en la posición de la UE como potencia mundial.
Sin embargo, las economías europeas experimentan desde hace más de una década
un desplazamiento significativo de actividades y empleos industriales hacia los
países emergentes de bajos salarios. La crisis no ha frenado un desplazamiento
de actividades y empresas industriales fuera de la UE que, de proseguir, podría
dejar bajo mínimos la masa crítica industrial de buena parte de los Estados
miembros y, como consecuencia, del conjunto de la UE. Músculo industrial que es,
sigue siendo, la principal garantía de desarrollo de la innovación, el aumento
de la productividad global de los factores, el mantenimiento de empleos
estables cualificados y bien remunerados y, en definitiva, el fortalecimiento
de las especializaciones productivas que proporcionen ventajas
competitivas asociadas a productos complejos de mayor calidad y más alto valor
añadido.
La economía española debe afrontar, además, una problema
específico de enorme gravedad: la lógica de funcionamiento del mercado único y
el euro alimentó e impulsó una especialización productiva inadecuada, basada en
las ventajas comparativas que ofrecían las actividades a resguardo de la
competencia exterior (servicios a las personas y construcción), que provocó una
pérdida del peso relativo del sector manufacturero y aumentó la presencia de
actividades de bajo valor añadido y escasa densidad tecnológica que requerían
fuerza de trabajo poco o nada especializada y, por tanto, asociada a las bajas
remuneraciones y los empleos precarios.
El estallido de las burbujas inmobiliaria y crediticia puso
de manifiesto las debilidades de un modelo de crecimiento y una especialización
productiva que han facilitado que los impactos de la crisis sobre el empleo, el
tejido productivo y empresarial y el crecimiento potencial hayan sido tan
destructivos. El modelo de crecimiento de la economía española que prosperó
durante el decenio anterior al estallido de la crisis puede darse por liquidado
y ha dejado de ser viable. Hoy y en un futuro previsible. La salida de la
crisis requiere, en el caso de la economía española y las otras economías del
sur de la eurozona, de la reinvención de un modelo económico sostenible que
para emerger debe contar con el impulso, entre otros factores, de una
estrategia de reindustrialización o, en un sentido más amplio, de políticas
encaminadas a modernizar las estructuras y especializaciones productivas.
La crisis ha contribuido decisivamente a que las posiciones
opuestas por principio a toda intervención pública hayan perdido la batalla de
las ideas y, más aún, de la práctica política. La reindustrialización es hoy un
imperativo que casi nadie discute o que sólo cuestionan los economistas más
dogmáticos adscritos a las corrientes más ultraliberales que siguen
sosteniendo, frente a toda evidencia, que los mercados siempre asignan
eficientemente los recursos y que hay que dejar en sus manos la determinación
de las especializaciones que más convienen a cada economía y la decisión
exclusiva de qué sectores y empresas deben crecer o desaparecer. A partir de
2008, todos los gobiernos de todos los países capitalistas desarrollados
intervinieron para evitar que la recesión desembocara en el colapso de la
actividad económica y el hundimiento de sectores (los casos del sector bancario
y la automoción han sido especialmente llamativos y generalizados) y empresas
especialmente golpeados por la crisis, mostrando el carácter imprescindible de
la acción pública. También es verdad que las políticas de austeridad
generalizadas y, en el caso de las economías del sur de la eurozona, extremas
que se impusieron a partir de mayo de 2010 por las instituciones europeas
provocaron una segunda fase recesiva y siguen acogotando las posibilidades de
recuperación económica.
La crisis, en todo caso, ha revalorizado la importancia del
sector industrial y el papel esencial que juega la actividad manufacturera en
múltiples terrenos que definen la capacidad de decisión y la posición de cada
economía nacional en la división internacional del trabajo o su inserción en la
globalización: la innovación, las ganancias de productividad, el impulso de la
investigación y el desarrollo, el efecto tractor sobre los servicios a las
empresas o el empleo de calidad. El debate se ha trasladado así desde una
dicotomía simplificadora, el sí o el no a la intervención pública que supone
toda política industrial, hacia el análisis de alternativas complejas que
afectan a qué combinación de herramientas y acciones pueden utilizar las
Administraciones Públicas (AAPP) para favorecer la reindustrialización, qué
ventajas competitivas debe impulsar la acción de las autoridades económicas, en
qué temas u objetivos conviene que la intervención pública sea europea,
nacional o regional y cómo evitar que el necesario impulso político implique
trabas a la competencia, suponga la creación de posiciones dominantes en
determinados mercados o entre en conflicto abierto con la política europea de
competencia.
A principios de mayo de 2014, las más grandes empresas
españolas agrupadas en el Consejo Empresarial para la Competitividad fueron a
La Moncloa a expresar su apoyo a Rajoy y solicitar al presidente del Gobierno,
entre otras cosas, un “renacimiento industrial de España”. Es solo un botón de
muestra de lo ocurrido durante el mandato que acaba este año de Rajoy. Las
grandes empresas españolas pensaban por aquellas fechas, con razón, que el
deterioro del viejo escenario político, el alto grado de involucración del PP
en prácticas corruptas y el largo ciclo electoral que se iniciaba ese mismo mes
con las elecciones al Parlamento Europeo abría una ventana de oportunidad para
lograr del Gobierno del PP medidas aún más amigables con los intereses de sus
compañías. Acertaron de pleno y sus cuentas de resultados han seguido
engordando en la misma proporción que disminuían los costes laborales y
fiscales de las grandes empresas, se seguía avanzando en la desregulación del
mercado de trabajo, se abrían nuevos campos de negocio con la privatización y
el deterioro de los bienes públicos y se incrementaba el dominio empresarial
sobre las condiciones de trabajo, contratación y despido de sus
empleados.
Apenas hay controversia hoy en torno a un tema, la
reindustrialización, que en el pasado absorbió mucho tiempo y suscitó numerosas
y enfrentadas opiniones. La intervención pública a favor de la
reindustrialización ha sido legitimada en la práctica. La política industrial
es un concepto y una herramienta aceptada por la inmensa mayoría de los
partidos políticos y los agentes económicos y sociales, aunque sigan
manteniéndose reticencias e importantes diferencias sobre el alcance de la
política industrial, sus contenidos o los agentes que deben participar en su
diseño, aplicación y seguimiento. Y hay que incluir en esa gran mayoría
favorable a la expansión del sector industrial a un Ministerio de Industria que
ha confundido durante toda la legislatura la imprescindible modernización
productiva del sector con la aprobación de ayudas generosas a los grandes
grupos empresariales y patronales de la industria.
El debate debe avanzar, por tanto, en terrenos de más
concreción. Más aún, tras constatarse en las elecciones europeas y en las
autonómicas de Andalucía que el cambio político es posible y que es factible el
acceso de fuerzas progresistas y de izquierdas a posiciones de poder institucional
desde las que tendrán que lidiar con las presiones reindustrializadoras que van
a seguir manteniendo las grandes empresas y a las que tendrán que contraponer
una alternativa y una vía de fortalecimiento industrial que beneficien al
conjunto del tejido empresarial, formado esencialmente por pequeñas y medianas
empresas, y a la mayoría social.
Para avanzar en ese debate, convendría detenerse un momento
para intentar responder al siguiente interrogante: ¿las propuestas de
reindustrialización y modernización productiva pueden desligarse de las
diferentes estrategias de salida de la crisis que se propongan o deben estar en
consonancia con la estrategia concreta de la que forman parte?
Valga un ejemplo como muestra del dilema práctico que
encierra el interrogante anterior. En octubre de 2013 el Pacte +Indústria,
formado por sindicatos, organizaciones patronales, universidades y colegios
profesionales de Cataluña, presentaba al President de la Generalitat y al
conceller de Empresa i Ocupació el documento “Propostes per a un nou
impuls a la Indústria a Catalunya” donde se desgranaban 138 propuestas
sobre financiación, formación, energía, infraestructuras, I+D+i, clusters
e internacionalización destinadas a reactivar la actividad industrial en
Cataluña.
El documento es sólido, sus promotores configuran el más
extenso compromiso de la sociedad catalana que pueda imaginarse, las propuestas
que se plantean abordan con rigor los problemas que afronta la industria
catalana y los objetivos que se pretenden son tan necesarios como convenientes.
Como se ve por el alto número de propuestas que propone dicho pacto, resulta
difícil abordar de una forma más completa los múltiples aspectos que supone la
tarea de impulsar la reindustrialización de la economía catalana. Y sin
embargo, el documento adolece de una limitación central. No se aborda en ningún
momento el análisis de la estrategia conservadora de salida de la crisis.
Probablemente porque muchos de sus promotores están de acuerdo con las
políticas que caracterizan a la estrategia de austeridad y devaluación interna
que está en vigor desde 2010. Y ello impide tratar asuntos de importancia
capital, como la necesidad de una reforma fiscal progresista, la lucha contra
el fraude, la condena a la fea costumbre de tener cuentas en paraísos fiscales
o la crítica a una reindustrialización basada en la competitividad vía precios
que lleva años aplicándose y que descansa, como todo el mundo sabe, en factores
como la contención salarial, la presión sobre la demanda doméstica, la
desregulación del mercado laboral o la pérdida de derechos, que perjudican
fundamentalmente a las clases trabajadoras.
Puede argüirse, con razón, que la virtud de ese tipo de
documentos y pactos reside precisamente en poner de acuerdo al conjunto de la sociedad
(en este caso la sociedad catalana) o a una parte notable de sus fuerzas vivas
en el respaldo a medidas concretas que, de llevarse a cabo, alentarían la
reindustrialización y modernización productiva. Y es cierto que abordar temas
en los que las discrepancias son claras y de importancia más que notable podría
impedir todo acuerdo. El problema, por tanto, no es el de hacer primar las
discrepancias, sino el hacer saber que tales discrepancias existen y cómo
plantearlas a la ciudadanía para su conocimiento y para que pueda sopesar las
alternativas que existen y, más allá o más acá de cada pacto que sea
conveniente o forzado realizar, en qué dirección se pretende avanzar y qué
líneas trojas no se pueden sobrepasar al negociar esos pactos.
Conviene tener claro que no cualquier propuesta o medida de
impulso industrial es buena o, simplemente, eficaz para conseguir lo que se
pretende y que cada vía o programa de reindustrialización responde a unos
intereses particulares y supone unos costes que no recaen por igual en los
diferentes sectores, empresas y actividades afectados por las ayudas,
incentivos o restricciones que forman parte de la política industrial. Ni todas
las políticas industriales son buenas ni todas las vías de reindustrialización
convienen al desarrollo económico o a los intereses y necesidades de la mayoría
social.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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