El día siguiente al asesinato de
los Cinco de San Lorenzo
Lunes, 6 de abril de 2015
Por JOSÉ
FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA / CANARIAS-SEMANAL.ORG.- Al día siguiente del fusilamiento
de los cinco de San Lorenzo llegó la noticia a Tamaraceite.
El cojo Acosta lo comentó en la barbería de la entrada del pueblo: “Por
fin mataron a esos hijos de puta, rojos de mierda a Pancho “La
Mahoma” le entró por el ojo uno de los tiros”.
Juan Dionisio Santana, escuchó la conversación entre el falangista con fama
de pederasta y el cura que había participado en la revelación de secretos de
confesión, cuando hicieron las listas negras en aquel pueblo de las medianías
de Gran Canaria, las que sirvieron para asesinar impunemente a miles de
canarios, simplemente por pensar diferente.
El pobre Juan no sabía cómo decírselo a las familias, que todavía
después de seis meses de encarcelamiento en el campo de concentración de Gando,
esperaban que llegara el ansiado indulto. Incluso se pensaba que había llegado,
pero que la patronal del municipio de San Lorenzo se dirigió por escrito
al Capitán General, García-Escámez, para que los fusilaran cuanto
antes. No les perdonaban sus acciones sindicales en la fincas de los
terratenientes, el trabajo silencioso en todos aquellos años de heroica lucha,
que les llevó a ganar por abrumadora mayoría las elecciones municipales del 23
de abril de 1.933.
"Lola
se encerró en la casa con los desharrapados chiquillos. Dabía que jamás podría
encontrar el cuerpo de su amado marido, que la fosa común del cementerio de Las
Palmas le esperaba, que era allí donde tiraban a quienes no podían permitirse
un entierro digno o no interesaba que se viera el cadáver torturado y masacrado
a golpes"
El
hombre, jornalero de profesión y buen amigo de los fusilados, aunque nunca
estuvo metido en política, le temblaban las piernas cuando se acercó a la casa
de Lola García, en la carretera general del norte, a unos doscientos
metros de una de las sedes del ayuntamiento comunista, donde estaba la casa
consistorial y el salón de plenos. Tocó en la puerta y desde dentro se
escuchó la voz de uno de los chiquillos, era Diego, el mayor, de apenas once
años, que salió a la puerta descalzo, con un pantalón corto raído y una camisa
blanca que le quedaba muy grande, abotonada hasta el cuello: “¿Está
tu madre chiquillo?”, le dijo, a lo que el niño contestó que estaba
acostada, que le dolía mucho la cabeza: “Dile que salga, que
Juan el hijo de Pinito Martel quiere decirle algo”.
Pasaron unos minutos y Lola apareció en la puerta, su mirada la
delataba, solo de ver al amigo de su marido sabía lo que había pasado: “¿Los
mataron verdad?”. Juan agachó la cabeza, la mujer se derrumbó
en sus brazos, una especie de desmayo entre llantos. Desde dentro los niños
miraban asombrados: “¿Por qué, por qué coño, por qué, si no
hicieron nada, si no hicieron daño a nadie?”, gritaba la
viuda.
La escena era terrible, los vecinos miraban, no se acercaban por miedo, ya
sabían todo. El cojo Acosta lo había difundido por todo el pueblo en un
alarde de celebración, del fin de una etapa donde la izquierda gobernaba para
todos y todas, con unas inmensas esperanzas de futuro, de emancipación de las
mujeres, de consecuciones sociales históricas, de libertad y verdadera
democracia.
Lola se encerró en la casa con los desharrapados chiquillos, sabía que jamás
podría encontrar el cuerpo de su amado marido, que la fosa común del cementerio
de Las Palmas le esperaba, que era allí donde tiraban a quienes no
podían permitirse un entierro digno o no interesaba que se viera el cadáver
torturado y masacrado a golpes.
Al momento apareció Rosa corriendo, la hermana de Lola. Los niños
se le abalanzaron encima, todo eran llantos en aquella humilde casita. “El
circo de Toti”, como le llamaban por ser solo una habitación con los techos
muy altos para los seis miembros de la familia, ahora cuatro, desde que un
falangista del pueblo asesinó en su cuna, en uno de los brutales registros, al
bebé Braulio de solo cuatro meses, ahora que habían fusilado a Pancho aquel 29
de marzo de 1.937 a las cuatro de la tarde.
Las dos mujeres acostaron a los niños aquella noche, Diego no dejaba de
llorar, Lorenzo, el más pequeñito, abrazado a un peluche, Paco, el
mediano, con los ojos abiertos mirando al techo, recordando los años felices
con su padre y su hermanito asesinados por “aquellos hombres malos”.
Rosa se sentó en la mesa que tenían afuera, en el pequeño patio, donde
estaba la pileta para lavar la ropa, Lola vestida de negro ya no era
ella, nunca recuperó la bella sonrisa que siempre iluminaba su rostro, un
silencio sepulcral inundaba cada espacio de aquel hogar empobrecido, solo
Lorenzo dormía, sus dos años de vida no le hacían consciente de lo que estaba
sucediendo, sus hermanos se abrazaron en la cama, lloraban en silencio, no
querían alarmar a su madre, un olor a estiércol y tierra mojada entraba por la
ventana que daba hacia la montaña de San Gregorio, marzo se tornaba en
primavera, la luz de una luna casi llena creaba sombras mágicas en movimiento
en el viejo techo de caña y barro.
(*) Francisco González Tejera es
colaborador habitual en distintos medios de comunicación como Canarias Semanal,
Tercera Información, Diario Octubre, Periodismo Alternativo, Unidad y
Resistencia,o Blogueros y Corresponsales de la Revolución. Analista
político y económico en Russia Today TV. Implicado en la lucha por la
ecología, la memoria histórica, la cultura popular y la consecución de un mundo
mejor.
Fuente: http://canarias-semanal.org/
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