Publicado por Alfonso Vila Francés
Detalle de Carlos IV a caballo, Francisco de Goya,
1801.
Que el pueblo no quisiera a Carlos IV era algo
totalmente lógico. A fin de cuentas, ¿qué había hecho por ellos? Nada. Nada en
absoluto. Los historiadores, cuando se ven obligados a resumir su reinado, lo
despachan con una frase: «su política estuvo condicionada por la Revolución
francesa». Y la verdad es que poco más se puede decir en su defensa. Como es
sabido a los franceses les dio por montar una revolución y eso obligó a frenar
todas las reformas ilustradas y a entrar en guerra con nuestros vecinos. Aunque
en realidad las reformas eran más que necesarias y el único motivo para entrar
en guerra era tratar de salvar la cabeza del rey de Francia, que para eso era primo
del rey español. Los intereses dinásticos estaban por encima de los intereses
nacionales, nada nuevo en el Antiguo Régimen.
A lo largo del siglo XVIII España se había metido en una
serie de guerras, algunas más justificables que otras. En la guerra de los
Siete Años perdimos la Florida pero los franceses nos cedieron la Luisiana. En
la guerra de independencia de las trece colonias norteamericanas recuperamos
Florida, además de Menorca. También nos vimos metidos en una guerra con
Portugal que se solucionó con el canje de la colonia de Sacramento, en el Río
de la Plata, por la llamada «banda oriental» del río Paraná, donde se
encontraban las importantes reducciones jesuitas guaraníes, lo que provocó a su
vez una rebelión indígena que condujo finalmente a la expulsión de los
jesuitas. La peor y la más evitable de todas las guerras del siglo XVIII fue la
guerra contra la Convención. Esa guerra fue un desastre y obligó a la Paz de
Basilea de 1795. Perdimos la isla de Trinidad y Santo Domingo, pero podía haber
sido mucho peor ya que las tropas francesas entraron por los Pirineos y se
temió que los catalanes y vascos aprovecharan la situación para rebelarse
contra la corona española, cosa que finalmente no pasó. Además tuvimos suerte y
pudimos recuperar Santo Domingo.
De momento la integridad del territorio de los reinos
hispánicos estaba a salvo. Pero tener que enfrentarnos a nuestro aliado
tradicional, Francia, y tener que aceptar una alianza con los ingleses era muy
arriesgado. Por eso, en cuanto la guillotina dejó de segar cabezas, los
ministros españoles se alegraron de volver a reanudar las viejas alianzas con
Francia. Mientras, los ingleses, a los que el Tratado de Utrecht les abrió una
grieta en el monopolio español con el navío de permiso y el asiento
de negros, estaban más intrigantes y pendencieros que nunca y volvieron a
lo de siempre, el contrabando y la piratería, además del ataque directo cuando
era posible, como ya habían demostrado con la ocupación de las Malvinas en 1740
y 1765.
Retrato de Manuel Godoy como Caballero del Toisón, | Agustín Esteve, ca. 1807. |
Carlos IV, a quien su propio padre le había reprochado un
«mira que eres tonto» que debió de retumbar por el palacio pero que al
susodicho le entró por una oreja y le salió por la otra, siguió a lo suyo, es
decir, a irse a cazar todos los días, mientras su esposa se metía en política
para beneficiar a hijos y parientes y, de paso, se entregaba a quién sabe qué
indecorosas pasiones delante de las narices del rey. Y así llegó Godoy.
Y Godoy se encargó de los asuntos del país. Que necesariamente pasaban por Napoleón.
Hasta ese momento Carlos IV, sin mérito alguno, había evitado el peligro de
contagio de la Revolución francesa y había conseguido conservar su real cabeza.
Pero Napoleón resultó ser más peligroso que Robespierre. Y aún le surgió
otro problema, el problema que iba a desencadenar todas las tormentas: las
ambiciones y las prisas de su primogénito.
Porque, y vamos al meollo del asunto, si el padre era tonto
el hijo era peor. Carlos IV podía ser un inepto y un calzonazos, pero no era
tan mezquino, cobarde, egoísta, ambicioso, hipócrita y miserable como su hijo Fernando
VII. Y sin embargo, al joven Fernando el pueblo lo quería. Lo quería del
mismo modo que soportaba a su padre y que odiaba a Godoy, no se sabe bien por
qué. Bueno, al menos a mí me cuesta bastante saberlo. Y mira que leo y leo y
releo pero no llego a averiguar quién de todos era más inútil y quién lo hizo
peor. Ahora, una cosa está clara: el más mentiroso, falso, hipócrita, egoísta y
ambicioso fue Fernando VII, que empezó conspirando contra su padre en El
Escorial, y como la cosa le salió mal no dudó en mentir, suplicar, humillarse,
delatar y hacer todo lo posible para salvar el pellejo. Pero no desistió en su
empeño. Siguió conspirando y a la segunda va la vencida: después del Motín de
Aranjuez logró que su padre abdicara en su nombre. ¿Pero para qué? Ese no era
un momento cualquiera, Murat, el cuñado de Napoleón, estaba muy cerca de
la capital. Los franceses habían ocupado media España sin el menor problema y
nadie sabía qué hacer con ellos. Todos esperaban que alguien decidiera algo.
Pero lo que hace Fernando VII es ir a Bayona a ver a
Napoleón. Allí se encuentra con una sorpresa desagradable: su padre y su madre
han tenido la misma idea. Se pelean entre ellos y Napoleón se divierte un rato
con el espectáculo. Y mientras el pueblo de Madrid decide que si nadie hace
nada tendrán que empezar a hacerlo ellos solos. Napoleón se cansa y los envía a
todos al exilio, cada cual a una parte de Francia, y le da la corona de España
a su hermano José. Y hasta ahí todo le va de maravilla. Luego aparecen
las Juntas y el pueblo empieza a degollar a todo francés que pilla
desprevenido. Pero mientras los ingleses vuelven a hacer lo que les da la gana
en América y ahora encima los necesitamos otra vez como aliados. Y aquí
conviene que repasemos lo que nos ha costado la alianza con Francia, renovada
varias veces desde la época del Directorio: varias derrotas navales, la mas
importante la derrota de Trafalgar, y por si esto fuera poco (porque cada
derrota naval pone en peligro los territorios americanos), los ingleses se han
permitido el lujo, puesto que como enemigos nuestros no tienen que ir con
disimulos, de robar y saquear todo lo que han podido, llegando incluso a
invadir y ocupar la ciudad de Buenos Aires en 1806. Eso es un mal precedente. Y
los criollos tomarán buena nota.
Pero volvamos a la metrópoli. Y tratemos de explicar por qué
odiaba el pueblo tanto a Godoy. ¿Acaso era por ser el supuesto amante de la
reina? ¿O era por el Tratado de Fontainebleau de 1807, por creer que Napoleón
iba a darle un trozo de Portugal para él solito? ¿Lo odiaban por el gran poder
que había acumulado, por ser un reformista, por iniciar la primera
desamortización de la Iglesia? ¿Por sentar en la misma mesa, para escándalo de
todo el mundo, a su mujer, la condesa de Chinchón, y a su amante, Pepita
Tudó? En fin, que Godoy era todo un elemento… Pero hay que decir que al
menos Godoy comprendió que no podía fiarse un pelo de Napoleón y quiso que la
familia real embarcara hacia América, lo mismo que había hecho con rumbo a
Brasil la familia real portuguesa. Y ese era un plan coherente y que tal vez
hubiera frenado, si no la guerra de independencia contra los franceses, sí las
guerras de independencia de las colonias americanas. Tal vez, digo, porque
nunca lo sabremos. Y nunca lo sabremos porque Fernando VII frustró el plan con
el Motín de Aranjuez. ¿Y todo para qué? Vuelvo a decir. ¿Todo para qué? ¿Para
hacerse cargo con energía de los asuntos del Gobierno, justo cuando todo el
país estaba desesperadamente necesitado de una dirección que tomar? Me da la impresión
de que Fernando VII no tenía en la cabeza otra idea que llegar a ser rey pero
que en realidad no sabía para qué servía reinar. Ni le importaba un pito
saberlo…
Retrato de Fernando VII con uniforme de capitán general,
Vicente López Portaña, ca. 1815.
Si Carlos IV se había mostrado indulgente con su hijo al
descubrirse la conspiración del Escorial, Fernando VII, una vez se libró de
Godoy y se quedó con la corona de su padre, pareció quedarse tan satisfecho que
no hizo nada más. Con los franceses en Madrid se dedicó a esperar a que
Napoleón reconociera que él era el legítimo rey de España. Pero lo cierto es
que Napoleón le ignoró por completo. Ni siquiera mandó a Murat a reunirse con
él. Mientras, el rey destronado se arrepintió de su abdicación y volvió a
reclamar la corona. Y Fernando VII siguió sin hacer nada y continuó esperando a
Napoleón.
Para entonces Napoleón ya tenía su propia solución al
problema español. De pensar en quedarse con el norte de la península había
pasado a pensar en quedarse con la península entera. Y el rey cayó
estúpidamente en su trampa. ¿Cómo fue tan tonto de ir a Bayona? Fernando VII
nunca reconoció sus errores, pero lo cierto es que varias veces se le dijo que
no debía salir del país, pero él decidió marcharse, dejando una nación a merced
de un enemigo que no es que estuviera a las puertas de la muralla, sino que ya
estaba dentro, y que era más que evidente a estas alturas que no estaba de paso
hacia Portugal, sino que pensaba quedarse.
Pero mira tú por dónde el pueblo no le reprochó esto a su
vuelta, en 1814, después del Tratado de Valençay. No le reprochó su increíble
torpeza política, ni todo lo que había tenido que padecer mientras él estaba
ausente. No. El pueblo continuó queriéndole. Le seguían llamando «el deseado».
En realidad, ¿qué había hecho Fernando VII por su pueblo? Nada. Peor que nada: los
había llevado a una guerra terrible. Y cuando parecía que lo malo había pasado
se tuvo que enfrentar a otro problema: la independencia de los territorios
americanos. No era un problema de fácil solución, es cierto, pero en ningún
caso Fernando VII se planteó que se pudiera solucionar más que enviando un
ejército. No quiso dialogar, pactar, ceder en algún punto, usar la diplomacia y
la astucia, mantener y dejarse aconsejar por los buenos colaboradores que le
quedaban, buscar aliados internos. Algunos territorios, Argentina o Venezuela,
podían parecer perdidos, pero otros como Perú o México se mantenían fieles a la
metrópoli. En el Virreinato de Nueva España la propia élite criolla había
desmantelado la revuelta campesina de los curas Hidalgo y Morelos
y en Perú el virrey Abascal estaba reconquistando los territorios
sublevados sin prácticamente ayuda alguna. Inglaterra y las excolonias
americanas apoyaban descaradamente a los libertadores y se frotaban las manos:
el mercado colonial estaba por fin a su alcance. Que el mapa político se
llenara de nuevos países era para ellos algo secundario. Lo principal, la única
razón, era el comercio. Pero las élites locales tenían miedo de las posibles
revoluciones populares. Y tampoco deseaban romper todos los lazos con la
metrópoli. En algunos casos se hablaba de crear reinos con un rey español, un
pariente de Fernando VII. En otros lugares surgieron partidarios de la hermana
de Fernando VII, la infanta Carlota Joaquina, que estaba emparentada con
la familia real portuguesa y en ese momento se hallaba refugiada en Brasil. Los
portugueses también preocupaban a los sublevados, y con razón, puesto que desde
Brasil era muy fácil aprovechar el desconcierto general para lanzar
expediciones militares hacia Argentina, Uruguay y Paraguay, como de hecho
sucedió.
Retrato de Isabel II, Federido de Madrazo, 1844. |
Así pues, la situación era confusa y cambiante, pero
Fernando VII no hizo nada. Como no resolvió el problema colonial, ni resolvió
los problemas económicos del país, se le juntaron los problemas y se tuvo que
enfrentar a la sedición de Riego y al triunfo de los liberales. Y es que
Fernando VII no se había enterado, porque no había querido enterarse, de que
los que lucharon contra los franceses no eran todos absolutistas. No se había
querido enterar de las Cortes de Cádiz. No se había querido enterar de que su
nación ya no era la nación que había heredado su padre. Y entonces volvió a
demostrar hasta qué punto era falso e hipócrita y dijo aquello de «Marchemos
todos juntos, y yo el primero, por la senda constitucional». Tres años tuvo que
fingir que era un rey parlamentario, constitucional, un rey moderno, de los que
pedían los nuevos tiempos. Pero solo fue porque la Santa Alianza tardó un poco
en responder a su secreta petición de ayuda. Luego, tan pronto entraron los
Cien Mil Hijos de San Luis, se olvidó de sus juramentos y volvió a lo de
siempre, lo que más cómodo le resultaba, a mandar a la Santa Inquisición a
perseguir a los enemigos políticos, a fusilar a los que se sublevaban y a que
todo siguiera igual en todas partes, aunque todo se hundía por todas partes. ¿Y
el pueblo, mientras, le seguía queriendo? Pues por desgracia parece que sí. Y
eso explica por qué dejaron entrar sin grandes problemas al ejercito francés
que venía en su rescate. O cómo consiguió llegar a viejo y morir en su cama,
como rey, después de haber recurrido a sus viejos enemigos, los liberales, para
que estos aceptaran como reina a su hija, la futura Isabel II, frente al
candidato absolutista, su hermano Carlos María Isidro. Y el plan le
salió bien. Los liberales aceptaron a la niña reina. Y corrieron un tupido velo
sobre su padre. El juicio de la historia lo dejaron para más adelante.
«Un pueblo que ha soportado a reyes como estos tiene alma de
esclavo», cuentan que dijo una vez Napoleón refiriéndose a Carlos IV y su
familia. Luego reconoció que había subestimado al pueblo español, que resultó
mucho más orgulloso e indomable de lo que se esperaba. Pero el daño ya estaba
hecho.
Fuente: http://www.jotdown.es/
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