Greg Grandin / TomDispatch
Posted on 2014/12/27
Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
De cómo la guerra de Iraq empezó en Panamá
Introducción de Tom Engelhardt
Después de tantos años y tantas guerras, es fácil olvidar lo
que fue un éxito televisivo total: la primera guerra del Golfo, la de 1991. Si
acaso ya no os acordáis – ¿por qué deberíais recordarla?– aquella fue la guerra
en la que se enterró para siempre la derrota estadounidense en Vietnam y señaló
el advenimiento de la mayor Gran Potencia de la historia mundial después de la
desaparición de la Unión Soviética: Estados Unidos. La primera invasión
–parcial– de Iraq, con su millón largo de extras uniformados, sus enormes
decorados y los seis meses de su preproducción, llenos de milagros logísticos,
fueron algo digno de ser visto. Durante todo el invierno de 1990, la producción
nos adelantó sus “próximas atracciones”, las muchas variaciones sobre
“enfrentamiento en el Golfo”, con Saddam Hussein, el tipo con el ceño fruncido
y el bigote negro que hasta la noche anterior había sido el hombre de
Washington en Bagdad.
Esas imágenes anticipadas de las guerras por venir
acicatearon a los televidentes estadounidenses con la promesa de una posible
apertura en enero de una superproducción a escala nacional. Cuando esta llegó,
la producción no decepcionó. Tenía sus deslumbrantes gráficos al estilo de Star
Wars, sus propios temas musicales y logotipos, y su sorprendente inicio
programado para la hora de máxima audiencia (unos fuegos artificiales en le
cielo de Bagdad propios de Disneylandia). Como un show que era, fue calibrado
para controlar los estremecimientos, la ansiedad y el alivio con los primeros
misiles guiados por láser; un espectacular son et lumière que nos condujo hasta
el triunfal helicóptero descendiendo sobre la embajada de Estados Unidos en
Kuwait (que no era otra cosa que un replay –al revés– de las últimas e
indelebles imágenes de los helicópteros huyendo de Saigon).
¡Qué show fue esa guerra! Una especie de largo comercial
parecido a aquellos de los fabricantes de juguetes de la década anterior que
habían convertido los dibujos animados de la TV en catálogos animados de
juguetería. Fue como si toda la época posterior a Vietnam hubiera sido una
preparación para ese anuncio de 43 días de duración, un intento de vender –en
el mercado nacional y en el internacional– el renacimiento del poder
estadounidense y a la vez los distintos sistemas de armas que estaban renovando
ese poder. De este modo, la guerra del Golfo de 1991 pregonó los aspectos de
avanzada de los dos productos de exportación más importantes de EEUU: las armas
y el entretenimiento.
Casi un cuarto de siglo más tarde, en medio de los escombros
de un caótico Gran Oriente Medio, la tercera guerra estadounidense de Iraq se
dilata, y los funcionarios de Washington insisten en que aún quedan unos años
por delante. Mientras tanto, Iraq, después de haber sufrido dos invasiones
estadounidenses, una larga ocupación y un tiempo de “reconstrucción” (que ha terminado
siendo un tiempo de gran “deconstrucción”), así como –en medio de su propio
territorio– el nacimiento de un miniestado petrolero y yihadista, y últimamente
la amenaza de una división en tres cantones (shií, sunní y kurdo). Con todo lo
que ha pasado allí en los pasados 24 años, ¿quién se acuerda de las glorias
triunfalistas del primer conflicto armado en el Golfo? Sin embargo, hay una
certeza indudable: no importa cuántos puedan ser quienes todavía recuerden los
acontecimientos más destacados de ese momento. Son aún menos quienes recuerdan
la guerra de EEUU en la que, en cierto sentido, comenzó todo; la guerra que
Greg Grandin, colaborador de TomDispatch y autor de The Empire of Necessity:
Slavery, Freedom, and Deception in the New World nos trae hoy: la invasión de
Panamá.
* * *
El 25º aniversario de la olvidada invasión de Panamá
Conforme terminamos otro año de interminable guerra en
Washington, es posible que sea el mejor momento para reflexionar sobre la “La
guerra que fue el comienzo de todas las guerras”, o al menos la guerra con la
que Washington empezó la sucesión de guerras posterior a la Guerra Fría: la
invasión de Panamá.
Hace 25 años, en la mañana del 20 de diciembre de 1989, el
presidente George H.W. Bush lanzó la operación “Causa justa”, y envió decenas
de miles de soldados y cientos de aviones a Panamá para cumplir la orden de
detención cursada contra Manuel Noriega, acusado de narcotráfico. Las tropas
controlaron rápidamente todas las instalaciones estratégicas, incluyendo el
principal aeropuerto del país, varias bases militares y los puertos. Noriega se
escondió pero el 3 de enero se rindió y entonces fue extraditado oficialmente a
Estados Unidos para iniciarle juicio. Poco tiempo después la mayor parte de la
fuerza invasora estadounidense abandonó el país.
Entrada y salida. Rápido y sencillo. Un plan de invasión y
una retirada estratégica en un solo paquete. Y funcionó, haciendo de la
operación Causa justa una de las acciones militares más exitosas de la historia
de Estados Unidos. Al menos en sus aspectos tácticos.
Hubo bajas. Murieron más de 20 soldados estadounidenses y
entre 300 y 500 miembros del ejército panameño. No hay acuerdo en relación con
el número de civiles muertos. Washington sostiene que fueron unos pocos. El
Comando Sur del Pentágono dice que fueron “unos pocos centenares”. Pero otros
acusan a los oficiales estadounidenses de no haberse molestado en contar los
muertos en El Chorrillo, un barrio pobre la ciudad de Panamá bombardeado
indiscriminadamente por los aviones de EEUU porque se suponía que era un
bastión de apoyo a Noriega. Organizaciones de base de derechos humanos reclaman
que los civiles de civiles muertos fueron miles y los desplazados, decenas de
miles.
Tal como escribió Human Rights Watch, incluso con las
estimaciones más prudentes, las cifras de víctimas civiles sugerían “que el
principio de proporcionalidad y el deber de minimizar el daño a civiles… no
fueron escrupulosamente observados por las fuerzas de invasión de EEUU”. Esta
es una manera demasiado suave de explicar los hechos cuando se trata del
bombardeo indiscriminado de una población civil, pero al menos se hizo la
puntualización. Los civiles no fueron advertidos. Los helicópteros Cobra y
Apache que llegaron volando sobre las colinas no se molestaron en anunciar su
inminente arribo haciendo sonar a todo volumen La cabalgata de las valquirias
de Wagner (como en Apocalipsis now). El sismógrafo de la Universidad de Panamá
detectó 442 explosiones mayores en las primeras 12 horas de invasión,
aproximadamente una bomba cada dos minutos. Los incendios envolvieron las casas
del barrio, la mayor parte de madera, y destruyeron unas 4.000 viviendas.
Algunos residentes del lugar empezaron llamar “Guernica” o “Pequeña Hiroshima”
a su barrio. Poco acabadas las hostilidades, llegaron unas máquinas topadoras
que excavaron fosas comunes y empujaron los cuerpos dentro de ellas. “Los
enterraron como si fueran perros”, dijo la madre de uno de los civiles muertos.
En el medio del periodo que va de la caída del Muro de
Berlín –9 de noviembre de 1989– al inicio de la primera guerra del Golfo –17 de
enero de 1991–, la operación Causa justa podría ser tomada como una curiosidad
de una época casi olvidada, y su efemérides apenas merecería una mención. Desde
entonces han ocurrido muchos acontecimientos que sacudieron el mundo. Sin
embargo, la invasión de Panamá debería ser recordada como un hecho importante.
Después de todo, ayuda a explicar muchos de esos acontecimientos. De hecho, es
imposible captar la substancial deriva del militarismo estadounidense en los
tiempos que siguieron al 11-S –cómo la unilateralidad y la prevención del
“cambio de régimen” se convirtió en una opción aceptable de política exterior,
cómo la “promoción de la democracia” se convirtió en el ingrediente fundamental
de la estrategia de defensa y cómo la guerra se convirtió en una marca de
espectáculo público– sin entender la invasión de Panamá.
Nuestro hombre en Panamá
La operación Causa justa se realizó de forma unilateral, sin
la sanción de Naciones Unidas ni de la Organización de Estados Americanos
(OEA). Además, la invasión fue la primera operación militar después del fin de
la Guerra Fría que se hizo en nombre de la democracia: “democracia militante”
iba a llamar George W. Bush a lo que el Pentágono instalaría unilateralmente en
Panamá.
Sin embargo, la campaña para capturar a Noriega no empezó
con unas metas tan ambiciosas. Durante años, mientras Saddam Hussein era el
hombre de Washington en Iraq, Noriega también era una baza de la CIA y aliado
de Washington en Panamá. Era una pieza clave en la oscura red de
anticomunistas, tiranos y narcotraficantes que pusieron en pie lo que se
convertiría en la “Contra”. Que, por si lo habéis olvidado, fue una
conspiración en la que estaba involucrado el Consejo de Seguridad Nacional del
presidente Ronald Reagan para vender misiles de última generación a los
ayatollahs iraníes y luego desviar los dineros obtenidos hacia la ayuda de los
rebeldes anticomunistas de Nicaragua [la Contra] con la intención de
desestabilizar el gobierno sandinista. La utilidad de Noriega para Washington
se agotó en 1986, después de que el periodista Seymour Hersh publicara una
investigación en el New York Times que le vinculaba con el tráfico de drogas.
Se descubrió así que el autócrata panameño trabajaba a dos bandas. Noriega era
“nuestro hombre”, pero aparentemente también informaba sobre nosotros a la
inteligencia cubana.
De cualquier modo, cuando en enero de 1989 George Bush padre
se hizo cargo de la presidencia de EEUU, Panamá no era un asunto importante en
su agenda de política exterior. Refiriéndose al proceso por el cual, en menos
de un año, Noriega se convertiría en el autócrata más perseguido, el asesor en
seguridad Nacional Brent Snowcroft decía: “En realidad, no puedo describir la
sucesión de acontecimientos que nos llevó por ese camino… ¿Estaba Noriega
traficando con drogas y esas cosas? Seguro que sí, pero mucha gente hace lo
mismo. ¿Le estaba tocando las narices a Estados Unidos? Sí, claro”.
‘Keystone Kops’…
La política nacional proporcionó el punto crítico para la
acción militar. Aunque con poco entusiasmo, durante la mayor parte de 1989, los
funcionarios de la administración Bush estuvieron pidiendo un golpe contra
Noriega. Aun así estaban completamente desprevenidos cuando en octubre
empezaron a darse los primeros pasos para ese golpe. En ese momento, la Casa
Blanca estaba notablemente a ciegas. No tenía una información clara de lo que
en realidad estaba sucediendo. “Para entonces, todos estábamos de acuerdo en
que sencillamente teníamos muy poco para ir avanzando”, informó tiempo después
el secretario de defensa Dick Cheney. “En ese momento había mucha confusión
porque en Panamá había mucha confusión.”
“Estábamos viviendo una especie de Keystone Kops”, así recordó
Snowcroft la situación, “sin saber qué hacer ni a quién apoyar.” Cuando Noriega
recuperó la iniciativa, Bush fue muy criticado por el Congresos y los medios.
Esto le animó a actuar. Snowcroft recuerda el ímpetu que llevó a la invasión:
“Es posible que estuviéramos buscando la posibilidad de mostrar que no
estábamos tan liados como decía el Congreso constantemente, ni éramos tan
tímidos como mucha gente expresaba”. La administración tenía que encontrar una
forma de responder a aquel “factor pelele”, como dijo Snowcroft.
Un impulso hecho para la acción; así actuaron las presiones
para, dados los hechos, encontrar una justificación apropiada para la acción.
Muy poco después del fracasado golpe, Cheney declaró en Newshour, de la cadena
PBS que el único objetivo de Estados Unidos en Panamá era “salvaguardar la vida
de los estadounidenses” y “proteger los intereses de EEUU” mediante la defensa
de ese crucial vía de navegación entre el Atlántico y el Pacífico: el canal de
Panamá. “No estamos allí”, enfatizó, “para cambiar el gobierno de Panamá.”
Señaló también que la Casa Blanca no tenía planes para actuar unilateralmente
contra los deseos de la Organización de Estados Americanos y sacar a Noriega
del país. “El clamor y la indignación que percibimos de un extremo al otro del
hemisferio”, dijo,”… despierta serias dudas acerca de la evolución de la
acción.”
Esto se daba hacia la mitad de octubre. Qué diferente sería
todo dos meses después. El 20 de diciembre, la campaña contra Noriega había
pasado de ser algo incidental –los policías de Keystone Kops trastabillando en
la oscuridad– a ser una acción transformadora: la administración Bush acabaría
rehaciendo el gobierno panameño y, de paso, la ley internacional.
…. encienden un fuego arrasador
Cheney no estaba equivocado cuando hablé de “clamor e
indignación”. Todos los países de la Organización de Estados Americanos
–excepto Estados Unidos– votaron en contra de la invasión de Panamá, pero en
ese momento nada podría haber importado menos.
Lo que cambió todo fue la caída del Muro de Berlín justo un
mes antes de la invasión. Paradójicamente, mientras la influencia de la Unión
Soviética en su “patio trasero” (la Europa oriental) se deshilachaba,
Washington se vio con más margen de maniobra en su propio “patio trasero” (América
latina). Además, el colapso del comunismo soviético brindó a la Casa Blanca una
oportunidad para avanzar en una ofensiva de contenido ideológico y moral. Y
sucedió que en ese momento la invasión de Panamá estaba en primera línea.
Como pasa en la mayor parte de las acciones militares, los
invasores tenían un abanico de justificaciones para esgrimir pero, en esa
coyuntura, el objetivo de instalar un régimen “democrático” en el poder volvió
locos a las altas esferas. Al adoptar ese motivo para ir a la guerra,
Washington estaba en efecto modificando radicalmente las condiciones de la
diplomacia internacional. En el centro mismo de sus argumentos estaba la idea
de que la democracia (tal como la definió la administración Bush) estaba por
encima del principio de la soberanía nacional.
Las naciones latinoamericanas reconocieron inmediatamente la
amenaza implícita. Después de todo, de acuerdo con el historiador John
Coatsworth, entre 1898 y 1994 el gobierno de EEUU derribó 41 gobiernos en
América latina y muchos de esos cambios de régimen se realizaron con el
pretexto, como Woodrow Wilson lo dejó claro en relación con México, para que
los latinoamericanos aprendieran “a elegir buenos hombres”. La resistencia de
los latinoamericanos solo sirvió para que el embajador de Bush ante la OEA,
Luigi R. Einaudi, redoblara la apuesta ética. Rápida y explícitamente vinculó
el ataque contra Panamá con la ola de movimientos democráticos que había
recorrido la Europa Oriental. “Hoy día estamos viviendo tiempos históricos”, les
dijo enfáticamente a sus colegas delegados de la OEA dos días después de la
invasión, “unos tiempos en los que un gran principio se extiende por el mundo
como un fuego arrasador. Ese principio, como todos sabemos, es la idea
revolucionaria de que el pueblo es el soberano, no los gobiernos”.
Las palabras de Einaudi tocaron todos los puntos que pronto,
en el siglo siguiente, serían tan conocidos en la “Agenda por la Libertad” de
George W. Bush; la idea de que la democracia definida por Washington era un
valor universal, de que la “historia” era el movimiento hacia la realización de
ese valor y de que cualquier país o persona que se interpusiera en el camino de
esa realización sería destruido.
Con la caída del Muro de Berlín, dijo Einaudi, la democracia
se ha hecho con la “fuerza de la necesidad histórica”. Era innecesario aclarar
que, un año después de su victoria oficial en la Guerra Fría y en su calidad de
“superpotencia única” del planeta Tierra, Estados Unidos sería el encargado de
ejecutar tal necesidad histórica. El hecho de que los luchadores
latinoamericanos por la libertad hubieran estado peleando durante largo tiempo
contra estados y escuadrones de la muerte apoyados por EEUU y la derecha
anticomunista estadounidense no mereció la menor mención del embajador.
En el caso de Panamá, la “democracia” subió rápidamente en
la lista de preseleccionados candidatos de casus belli.
En el discurso del 20 de diciembre en el que el presidente
Bush anunció al país la invasión puso la “democracia” como la segunda razón
para ir a la guerra, justo por detrás de la salvaguarda de la vida de los
estadounidenses, pero por delante del combate contra el narcotráfico o la
protección del Canal de Panamá. El día siguiente, en una conferencia de prensa,
la democracia había trepado a lo más alto de la lista; entonces el presidente
empezó diciendo que “Nuestros esfuerzos para favorecer un proceso hacia la
democracia en Panamá y para garantizar la seguridad de los ciudadanos
estadounidenses están ahora en su segundo día”.
George Will, el experto conservador, se dio cuenta
rápidamente de la importancia de esta nueva justificación post-Guerra Fría para
la acción militar. En una columna titulada “Las drogas y el Canal son algo
secundario; la restauración de la democracia fue razón suficiente para actuar”,
alababa la invasión por “hacer hincapié en la restauración de la democracia”, y
agregó que, al hacerlo, “el presidente se sitúa plenamente en una tradición que
tiene un distinguido historial. Una tradición que sostiene que el interés nacional
fundamental de Estados Unidos es ser Estados Unidos y que la identidad nacional
(su sentido de sí mismo, su peculiar determinación de ser) es inseparable del
compromiso de extender, no una agresiva universalización sino un avance
civilizador, la propuesta a la que nosotros, únicos entre todas las naciones,
estamos consagrados, como decían los grandes estadounidenses”.
Esto era pasar de Keystone Kops a John Paine en apenas dos
meses, el tiempo que necesitó la Casa Blanca para adueñarse de la modificación
radical de los términos con los que Estados Unidos comprometía al mundo entero.
En esta tarea, no solo derribaba a Manuel Noriega, sino también los hasta
entonces cimientos del orden multilateral liberal: la noción de la soberanía
nacional.
Oscuridad hasta la luz
En comparación con las operaciones militares del pasado, la
forma en que se informó de la invasión fue un salto cualitativo en cuanto a
escala, intensidad y visibilidad. Pensad en el bombardeo ilegal de Camboya
ordenado en 1969 por Richard Nixon y su asesor en Seguridad nacional Henry
Kissinger, y mantenido con total secretismo durante más de cinco años, o en la
demora –a menudo, de un día entero– que había entre las acciones en Vietnam y
el momento en que se informaba sobre ellas.
Por el contrario, la cobertura de la guerra de Panamá se
hizo con una inmediatez total, prácticamente presencial. Un notable estallido
de periodismo de conmoción y pavor (antes de que se inventara la frase
“conmoción y pavor”) cuya intención era atrapar y mantener la atención del
público. La operación Causa justa fue “uno de los conflictos armados más breves
en la historia militar de Estados Unidos”, escribió el brigadier general John
Brown, historiador del Centro de Historia Militar del ejército de EEUU. También
fue “extraordinariamente complejo, ya que implicó el despliegue de miles de
personas y equipos desde instalaciones militares distantes y el ataque contra
casi dos docenas de objetivos en un lapso de 24 horas… Causa justa representó
la inauguración de una nueva época de la proyección del poder militar
estadounidense: velocidad, cantidad y precisión, todo ello junto con la
inmediata visibilidad pública”.
Bueno, al menos cierta dosis de visibilidad. La devastación
en el barrio de El Chorrillo, por supuesto, fue ignorada por los medios
estadounidenses.
En este sentido, la invasión de Panamá fue el olvidado
precalentamiento para la primera guerra del Golfo que tuvo lugar poco más de un
año después. Este ataque fue específicamente diseñado para que fuera visto por
todo el planeta. Las “bombas inteligentes” iluminaron el cielo de Bagdad y las
cámaras de TV lo estaban grabando en tiempo real. Aparecieron los nuevos
equipos de visión nocturna, la comunicación satelital en simultáneo y la
televisión por cable (lo mismo que algunos ex comandantes estadounidenses
preparados para relatar la guerra en el estilo de los comentaristas de fútbol,
con profusión de repeticiones al momento). Todo esto permitió el consumo
generalizado de un tecno-show aparentemente omnipotente que, al menos durante
un breve tiempo, ayudó a consolidar una aprobación masiva; además, la intención
era dar una lección y al mismo tiempo una advertencia al resto del mundo. “Por
dios”, dijo Bush en tono triunfal, “de una vez por todas, le hemos dado una
patada al síndrome de Vietman.”
Fue una embriagadora forma de triunfalismo que habría de
enseñar, a aquellos que estaban en Washington, exactamente lo que no se debía
hacer en relación con la guerra y el mundo.
La Justicia es nuestra marca
En la mitología del militarismo estadounidense que se ha
hecho fuerte desde las desastrosas guerras de George W. Bush en Afganistán e
Iraq, su padre –George H.W. Bush– es visto frecuentemente como un paradigma de
prudencia –sobre todo cuando se le compara con la locura incansable del más
tarde vicepresidente Dick Cheney, del secretario de defensa Donald Rumsfelf y
del subsecretario de defensa Paul Wolfowitz. Al fin y al cabo, la agenda de
estos personajes sostenía que la mesiánica misión de Estados Unidos no solo era
librar al mundo de los “hacedores del mal” sino también del mismísimo “mal”.
Por el contrario, Bush padre –nos han dicho– reconocía los límites del poder de
Estados Unidos. Era un realista, y su acotada guerra del Golfo fue “una guerra
de necesidad”, mientras que la invasión de su hijo (en 2003) fue una
catastrófica “guerra de elección”. Pero fue el padre el primero en fabricar una
“agenda para la libertad” para legitimar la ilegal invasión de Panamá.
De la misma manera, la moderación de Colin Powell, el
secretario de defensa de George W. Bush, fue frecuentemente contrastada
–favorablemente– con la precipitación de los neocon en los años que siguieron
al 11-S. En 1989, mientras era presidente da la junta de comandantes, Powell
estaba impaciente por capturar a Noriega. En las discusiones que condujeron a
la invasión, él abogaba vigorosamente por una acción militar en la creencia de
que brindaba una oportunidad para probar lo que luego llegaría a ser “la
doctrina Powell”. Con la intención de garantizar que nunca volvería a haber
otro Vietnam o derrota militar estadounidense del tipo que fuera, esta doctrina
se basaría en un conjunto de preguntas clave que debían hacerse antes de
cualquier operación en la que se emplearan fuerzas de infantería y limitarían
las operaciones militares a unos objetivos definidos. Entre ellas estaban: ¿La
acción que se emprenda será en respuesta a una amenaza directa a la seguridad
nacional? ¿Tenemos una meta clara? ¿Existe una estrategia de salida?
Powell fue el primero que permitió que el nuevo estilo
estadounidense de guerra se instalara en su cabeza e insistiera en un nombre
más exaltado que fuera la marca de las futuras guerras, uno que acabara con la
propia idea de esos “límites” que teóricamente él estaba tratando de
establecer. Tal como lo venía haciendo el Pentágono, los planes operacionales
para la detención de Noriega llevarían el nombre –sin significado alguno– de
“Cuchara azul”. Eso, escribió Powell en My American Journey, “no tiene nada que
ver con un entusiasta llamado a las armas… [Entonces] le dimos vueltas a unas
cuantas ideas y finalmente nos quedamos con Causa justa. Además de que la
expresión sonaba inspiradora, había algo que me gustaba: hasta nuestros
críticos más duros tendrían que decir ‘Causa justa’ cuando nos denunciaran”.
Dado que el anhelo de justicia es ilimitado, es difícil ver
cuál puede ser tu estrategia de salida una vez que la has convertido en tu
“causa”. Recordad que el nombre que George W. Bush le dio a su primera Guerra
Total contra el Terror fue el tan poco modesto de Operación Justicia Infinita.
Powell dijo que en la víspera de la invasión titubeaba y se
preguntaba si en realidad ese era el mejor rumbo de acción, pero que “lanzó un
grito” cuando supo que habían encontrado a Noriega. Unas horas antes de la
invasión ya había jurado un nuevo presidente de Panamá en Fort Clayton, una
base militar de EEUU en la Zona del Canal.
He aquí la lección que Powell extrajo de Panamá: la
invasión, escribió, había confirmado todas “sus convicciones sobre los 20 años
precedentes, desde los días de dudas relativas a Vietnam. Tener un objetivo
político claro y ceñirse a él. Usar toda la fuerza necesaria, y no pedir
disculpas por haberse excedido si eso había funcionado… Mientras escribo estas
palabras, casi seis años después de Causa justa, con el señor Noriega condenado
por tráfico de drogas y preso en una celda de una cárcel de EEUU. Después de
eso, Panamá tiene una nueva fuerza de seguridad y el país sigue siendo una
democracia.
Esta apreciación es de 1995. Desde un mirador más tardío,
los juicios históricos no son tan optimistas. Como dijo Thomas Pickering,
embajador estadounidense en Naciones Unidas en tiempos de George H.W. Bush,
sobre la operación Causa justa: “Habiendo usado la fuerza en Panamá… en
Washington había una propensión a pensar que la fuerza puede proporcionar una
solución más rápida, más eficaz y más quirúrgica que la diplomacia”. La fácil
captura de Noriega significó que “la noción de que había que implicar a la
comunidad internacional… fue ignorada”.
“Iraq 2003 fue toda esa falta de visión de futuro al ciento
por ciento”, dijo Pickering, “Íbamos a hacerlo todo por nuestra cuenta.” Y lo
hicimos.
Para decirlo de otro modo: el camino de Bagdad pasaba por la
Ciudad de Panamá. Fue la invasión –realizada por George H.W. Bush– de ese
pequeño y humilde país hace 25 años lo que inauguró la época del unilateralismo
preventivo, utilizó las expresiones “democracia” y “libertad” tanto para
justificar la guerra como para elaborar una oportuna marca. Más tarde, después
del 11-S, cuando George W. insistió en que la idea de soberanía nacional era
una cosa del pasado y dijo que nada se iba a interponer –ni siquiera,
ciertamente, la opinión de la comunidad internacional– en el camino de la
“gran misión” de Estados Unidos, que era “extender los beneficios de la
libertad por todo el orbe”, lo que él estaba haciendo era derramar más
combustible sobre el “fuego arrasador” encendido por su padre. Un fuego
arrasador que algunos en Panamá compararon con una “pequeña Hiroshima”.
Greg Grandin, colaborador regular de TomDispatch, es autor
de numerosos libros, el más reciente de los cuales es The Empire of Necessity:
Slavery, Freedom, and Deception in the New World –finalista del Premio Samuel
Johns–, que fue ungido por Maureen Corrigan, de Fresh Air, como el mejor libro
del año. También fue el “mejor de” en las listas de Wall Street Journal, Boston
Globe y Financial Times. Escribe en el blog de la revista de The Nation y
enseña en la Universidad de Nueva York.
Fuente: https://dedona.wordpress.com/
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