La madrugada
tenía olor salitre cuando se los llevaban
Martes, 9 de
diciembre de 2014
Por FRANCISCO GONZÁLEZ TEJERA / CANARIAS-SEMANAL.ORG.- Esa
noche se tuvieron que meter rápido en las literas de madera del campo de
concentración de Gando, los “cabos de vara” pegaban más que nunca, como
siempre, cumpliendo órdenes del sanguinario teniente Lázaro. Los
hombres corrieron como pudieron convertidos en sacos de huesos por la mala
comida con chinches, la ausencia casi total de agua para beber, la escasa
higiene de una ducha masiva y breve por semana.
Los camaradas del consejo de guerra del municipio
de San Lorenzo (Gran Canaria), dormían muy cerca en la misma zona de El
Lazareto, la antigua leprosería que hacía las veces de infierno fascista,
donde cada día se producían muertes por hambre, tifus, gripe o las patadas y
palos de los falangistas y sus chivatos.
Aquella tranquila nocturnidad de julio
era ventosa, Juan Santana Vega y Pancho González Santana conversaron en
baja voz, el indulto de Franco no llegaba y pasaban los días. En
el fondo sabían que nunca llegaría, que si llegaba lo ocultarían, eran
conscientes de que la patronal jamás les perdonaría las huelgas desde los años
20, las acciones sindicales en las fincas de los terratenientes, el haber
ganado unas elecciones municipales por mayoría absoluta, el triunfo de la clase
trabajadora en aquel rincón empobrecido del archipiélago.
El chiquillo Valencia les
susurró algo desde la litera del fondo, iba bien con sus clases de
alfabetización, don Manuel Monasterio, lo tenía adoptado, le enseñaba
junto a otros compañeros las cuatro reglas, el alfabeto y algo de historia de
España.
Antonio Ramírez Graña no podía conciliar el
sueño, daba vueltas en el colchón duro como una piedra, trataba de ver algo por
la ventana y la noche era oscura, con un viento atronador removiendo la arena
de la cercana playa cercada por alambradas. Al final se le cerraron los
ojos y en ese momento escuchó un sonido atronador, pisadas de botas, puertas
que se abrían y cerraban, voces rudas que gritaban los nombres de “los cinco
de San Lorenzo”. En ese momento supo que había llegado la hora, que
el fusilamiento era inminente. Trató de dormirse de nuevo, que todo fuera
un sueño, mientras alguien le destapó la sabana sucia. Era Manuel
Hernández Toledo, que lo miró con lágrimas en los ojos: “Nos llevan
hermano, nos llevan para matarnos…”.
Todos se levantaron, se agruparon en
torno a sus lechos, eran como 50 hombres, presos, desnutridos, sucios, con
miradas perdidas y ojos llenos de lágrimas. Pancho consiguió pedir por
sus hijos, por su mujer, que se encargaran de ellos desde el “Socorro rojo”,
que no los abandonaran. Juan repartía lo poco que tenía entre los presos,
el cinturón, la boina, el lebrillo vacío de gofio. Los demás estaban como
petrificados, eran minutos, quizá segundos, que envejecían como un niño ante un
horno crematorio, como el final de una historia interminable, un latido de
furia, como aquella noche del triunfo ahora perdida en la nebulosa de los
meses.
Los llantos inundaron el recinto, Gando
sabía lo que pasaba, los miles de hombres apresados intuían que se los llevaban
para fusilarlos, ya lo habían hecho antes con los de Telde, con los cinco de La
Isleta. Tantas almas masacradas, arruinadas en vida por parte de un
ejército traidor, una oligarquía corrupta incapaz de perdonar la lucha del
pueblo por sus derechos.
En ese momento terrible se formó una
especie de pasillo humano que los despedía, varios gritaban palabras
ininteligibles, el resto lloraban, no podía ser que los mataran. No
habían hecho nada, solo defender la democracia, la legítima república de los
sueños.
El alcalde comunista de San Lorenzo alcanzó a
decir unas breves palabras, el joven Juan Santana Vega se despidió de
sus camaradas, tantas caras amigas y ojos rojos de sangre, miradas nobles que
pudo ver antes de subir al camión de la carne humana, el que llevaba los reos
al campo de tiro y luego los cuerpos a la fosa común del cementerio de Las
Palmas.
Cuando salieron encadenados se cerró la
puerta. Solo escucharon lamentos, gritos de los militares y falangistas,
el sonido de un motor oxidado, viejo, el olor a gasoil y virginio, una partida
para no verlos más, el final triste de una historia rebelde, fraterna, que
comenzaba en la alborada de un verano invencible.
Fuente. http://canarias-semanal.org/
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