Los esfuerzos alternados entre PP y
PSOE para minusvalorar al Congreso en beneficio del Ejecutivo, han sido
llevados al paroxismo por el férreo control de la actual mayoría
“Nadie puede comprender la política británica
si no comprende el funcionamiento de la Cámara de los Comunes (...) en
ocasiones especiales, se convierte en el centro casi místico del sentimiento
nacional”. Las Memorias de Margaret Thatcher recogen esas palabras al
relatar la jornada de su dimisión, el 22 de noviembre de 1990, tras 11 años y
medio al frente del Gobierno británico. Nadie reconocerá algún rasgo similar en
el Congreso de los Diputados. No es una avería del sistema, sino el resultado natural
de los esfuerzos alternados entre PP y PSOE para minusvalorar al Parlamento en
beneficio del Ejecutivo, llevados al paroxismo por el férreo control de la
actual mayoría.
Mariano
Rajoy no es el mandatario directo de las urnas. En realidad, fue elegido por el
Congreso de los Diputados. Parece un formalismo (¿a quién iban a elegir, sino
al jefe de la mayoría?), pero la democracia se diferencia de los regímenes
autoritarios por el respeto a las reglas y a los buenos usos. Un presidente
elegido en el Congreso puede ser destituido por esa misma Cámara, que a su vez
corre el riesgo de ser disuelta por aquel para provocar nuevas elecciones. De
modo que existe un juego que los protagonistas no deben saltarse a la torera.
Gran parte de la enorme desafección ciudadana hacia los partidos políticos se
debe a haber reducido a los votantes a la impotencia, no solo a base de
escándalos, sino de constreñir a los representantes a la condición de personas
que han de ganarse el favor de sus jefes y no el de los ciudadanos.
Es verdad
que las campañas electorales se montan en torno a los candidatos a presidente
del Gobierno, lo cual contribuye a la sensación de vivir en un sistema
presidencialista. Pero es falso. Los presidentes de Estados Unidos o de Francia
sí están investidos directamente por las urnas. La posición de Rajoy (como
antes la de Zapatero, Aznar, González, Calvo Sotelo, Suárez) es equiparable a
la del canciller en Alemania o a la del primer ministro británico: dependen de
sus respectivos Parlamentos. No al revés.
No es mala ocasión de poner bajo
los focos el funcionamiento de una democracia que es muy poco transparente
Si los jefes
de las mayorías y de las minorías se llevan mal, es su problema. La Dama de
Hierro nunca dejó de despreciar al jefe de su oposición, el laborista Neil
Kinnock (“Jamás me decepcionó. Hasta el final mismo, siempre pronunció las
palabras menos apropiadas”). Probablemente, Rajoy siente parecida antipatía por
Alfredo Pérez Rubalcaba, pero no comparte con los jefes de Gobierno británicos
el respeto al Parlamento. Solo por eso hay que valorar la iniciativa del líder
de la oposición socialista, en recordatorio de que la moción de censura también
existe.
Todo cuanto
se ha dicho de que Rajoy puede ganar esa votación sin bajarse del autobús es
más que cierto. También lo es que desempolvar el Gran Berta, solo para intentar
que el presidente del Gobierno acuda al Parlamento, puede parecer un
desperdicio. La situación ilustra el bloqueo al que el partido mayoritario
somete a las minorías. Si la democracia representativa queda reducida casi a la
incapacidad, porque la mayoría entiende que la soberanía es del presidente del
Gobierno, se comprende que las minorías rebusquen el modo de rearmar al
Parlamento. No es mala ocasión de poner bajo los focos el funcionamiento de una
democracia que abusa de los decretos-ley, niega comisiones de investigación, es
muy poco transparente y donde nadie se hace responsable político de finanzas
partidistas más que dudosas.
La debilidad económica de España
empuja hacia las prudencias conservadoras para tratar la crisis institucional.
Esa oposición que desempolva el gran cañón está dividida: unos piden elecciones
ya, otros quieren una sucesión ordenada en el seno de la mayoría y hay quien se
conformaría con una explicación. Pero hace 26 años que portavoces de la
oposición (uno de ellos, el candidato a nuevo jefe de Gobierno) no
tienen la oportunidad de subir a la tribuna y plantear sin limitación de
tiempo cuanto quieran decir, si finalmente se presenta la moción. La perderán,
pero los mecanismos democráticos no deben oxidarse.
Fuente: www.elpaís.com
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