Un viejo militante
del PSOE exiliado en Argentina relata su amistad con Bernhardt, general de las
SS y hombre de Goering en España
Bernhardt
con sombrero y Diego Álvarez, de blanco, en la boda de Eleuterio Contrí hijo y
su mujer Lissa, de negro. Atrás, el Mercedes del alemán.
Johannes
Bernhardt fue un jerarca nazi. Un militar que alcanzó el grado de general
honorario de las SS, un uniforme que solo vestía en ocasiones especiales. Un
astuto comerciante que erigió en silencio en Madrid un imperio económico alemán
al calor de la complicidad que Franco dispensó a Hitler. Un personaje poco
conocido, pero clave en el golpe de Estado contra la República y en la victoria
franquista. Johannes Bernhardt fue también un empresario afable, desprendido y
bromista. Un hombre llano al que durante la etapa más tranquila de su agitada
vida le gustaba comer paella con sus trabajadores, escuchar sus inquietudes y
debatir de política. Disfrutaba en su papel de discutidor, ejercer la esgrima
intelectual de situarse en el bando opuesto de su adversario de tertulia.
Bernhardt fue las dos cosas y otras más inquietantes y oscuras, en el terreno
económico y político, que se llevó a la tumba. Diego Álvarez, entonces un joven
militante socialista, conoció la segunda vertiente del personaje. Su cara
amable. Fue en 1957 en Argentina, donde se exilió desde Alicante para huir de
la miseria.
El destierro fue su vía de escape. Álvarez
arrastraba el estigma de rojo entre sus vecinos de la apacible partida de La
Xara en Dénia (Alicante). Su padre fue alcalde de esta ciudad por el PSOE
durante el ocaso de la Guerra Civil. Él se afilió en 1936 a las Juventudes
Socialistas y asistió como voluntario a contener la ofensiva del bando rebelde
por Castellón, en 1939. Cuatro meses después cayó Valencia, uno de los últimos
reductos republicanos. El joven socialista se sentía humillado. Su padre,
condenado a tres años de prisión tras la contienda. Él debía cuidar de su madre
y su hermana menor. También, olvidarse de un empleo estable en el cuerpo de
Correos y Telégrafos por el que aspiraba antes de la batalla. “La guerra
frustró mis planes”, lamentaba Álvarez, de 92 años, cuya voz decae por la
enfermedad terminal que acabó con su vida el pasado 15 de junio.
Diego
Álvarez ignoraba que su amigo y patrón en la finca La Elena había ayudado a
Franco a ganar la guerra
Dénia
se había convertido en una ratonera para el inquieto socialista que devoraba
periódicos desde los ocho años. La primera posguerra desató la represión. En la
comarca de La Marina Alta se ejecutó a 96 personas entre 1939 y 1942, según el
historiador Vicent Gabarda. Después, la miseria. Un amigo aconsejó a Álvarez
probar suerte en Argentina. En la finca La Elena de la ciudad bonaerense de
Tandil trabajaba desde hace seis años como casero Eleuterio Contrí, un vecino
de La Xara que se había convertido en la mano derecha de un adinerado hombre de
negocios alemán, Johannes Bernhardt, un tipo de apariencia afable que vestía
largos abrigos de espiga, tocaba su cabeza con un sombrero y hablaba un
perfecto español.
El
nazi se había instalado hacia 1952 en Tandil con su mujer, Ellen Wiedenbrüg,
hija del antiguo cónsul alemán en Rosario, y sus hijos. Buscaban la paz y
tranquilidad que habían perdido en España en 1945 tras la derrota de Hitler y
el final de la Segunda Guerra Mundial. Bernhardt figuraba en
el puesto número siete de una lista negra de 104 nazis residentes en España
elaborada por los aliados y entregada a Franco. Los vencedores reclamaban su
captura y lo definían así: “General de las SS y presidente de Sofindus,
institución perteneciente al Estado alemán. Responsable del envío clandestino
de suministros a las tropas alemanas cercadas en la zona occidental de Francia
durante y tras la liberación de ese país”. Sofindus, su criatura, era un
gigantesco grupo de 350 empresas alemanas en España al servicio del Tercer
Reich: mineras de hierro y cobre, navieras, agrícolas, aseguradoras, mataderos
y bancos, valoradas en más de 750 millones de pesetas de la época. “Sofindus
era la pinza de los nazis para explotar y satelizar la economía
española. Bernhardt era el hombre de Goering en España”, asegura Ángel Viñas,
el historiador español que más ha profundizado en su figura.
Franco
concedió al afable alemán la nacionalidad española para blindarlo de los
aliados, y el comerciante colaboró durante años con los norteamericanos para
desentrañar el complejo grupo Sofindus, un complejo y oscuro entramado plagado de testaferros españoles como José María
Martínez Ortega, conde Argillo, padre de Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de
Villaverde y yerno del dictador.
Diego
Álvarez a la puerta de su casa en La Xara. / Natxo Francés
El
casero alicantino Eleuterio Contrí conoció tras la Guerra Civil a Bernhardt
cuando el alemán se instaló en Dénia, en el número 17 del Tossalet de Oliver,
una elegante villa de inspiración francesa en la que él trabajaba de empleado.
Durante la estancia de Bernhardt, la casa figuró a nombre de Juan Barber
Aladente, director gerente de Transportes Marion S.A., una de las empresas del
imperio Sofindus, encargada entre otras vidriosas misiones de trasladar a la
Francia ocupada miles de toneladas de wolframio, el mineral de color ébano que
se extraía de los montes de Galicia y Salamanca y se enviaba a Berlín para
blindar los carros de combate alemanes. Cuando Bernhardt
decidió marcharse a Argentina, se llevó a Contrí, y este, años después, a Diego
Álvarez y a otros hombres de su confianza. En la finca La Elena trabajaban como
braceros otros cinco españoles.
¿Quién
era el importante hombre alemán que le contrataba para trabajar en Argentina?
Álvarez ignoraba el pasado nazi de su patrón, no sabía que estaba sirviendo al
hombre en España de Goering. Tampoco conocía que el alemán listo y ambicioso
había ayudado a Franco a ganar la Guerra Civil.
El
pasado de Bernhardt estaba ligado al nazismo. Había ganado la cruz de hierro
combatiendo en los frentes ruso y francés durante la Primera Guerra Mundial,
ingresó en el partido nazi, se hizo colaborador del Servicio de Seguridad SD
(Sicherheitsdienst), entró en las SS. Pero no era un militar, sino un
negociante, una pasión que había heredado de su padre. A los 25 años ya era
millonario y tras una etapa como agente de Bolsa en Hamburgo compró dos
pequeños bancos, el Johannes Bernhardt y el Freifrau. Hizo negocios con Brasil
y se casó con Ellen. En los años veinte lo perdió casi todo a causa de la
crisis económica que azotó Alemania. Muchos alemanes salieron de su país
buscando fortuna, y él se trasladó con su mujer y su hija a Larache, en el protectorado español en Marruecos. Allí
comenzó a vender material a la Legión y Regulares y se hizo amigo de sus
mandos. Así estrechó lazos con el general navarro Emilio Mola, el coronel
burgalés Eduardo Sáenz de Buruaga y otros destacados militares en Marruecos que
ya conspiraban contra la República. Unas amistades que cambiaron su vida.
El
23 de julio de 1936, un avión de Lufthansa trasladó a Berlín a Bernhardt, a
Adolf Langenheim (jefe del partido nazi en Marruecos) y al capitán Francisco
Arranz Monasterio. A sus 39 años, el astuto comerciante se había decidido a
tomar parte en una arriesgada misión: pedir a Hitler que ayudara a Franco en la
guerra civil española. Dos días después, Bernhardt se entrevistaba con el
dictador en Bayreuth y le entregaba la carta de Franco en la que le pedía 10
aviones de transporte, 6 cazabombarderos Heinkel, 20 baterías antiaéreas,
fusiles, ametralladoras y munición. La misión fue un éxito y el auxilio llegó. Los 10
aviones se transformaron en 20.
"¿Quieres
algo del tío Paco?", le espetaba el alemán cuando viajaba cada año a
España desde su finca argentina
Álvarez
apenas recabó información antes de cruzar el Atlántico sobre el enigmático
empresario alemán para el que trabajaría en Argentina. No se hizo muchas
preguntas porque ese país suponía para él una oportunidad. Solo sabía que el
hombre del sombrero residió hasta inicios de los cincuenta a cinco kilómetros
de su casa en Dénia. Y que en el pueblo recordaban un truculento episodio de un
extranjero que llegó tras la victoria franquista a una villa conocida como Casa
de los Alemanes. De la finca partió el coche que arrolló a un adolescente. “El
chico murió, pero nunca se condenó al culpable”, relata Álvarez.
El
socialista recaló con 36 años en la finca argentina de Tandil,
donde cinco braceros cultivaban maíz y trigo. Corría 1957. Pronto hizo amistad
con el matrimonio Bernhardt y sus tres hijos, que cada domingo degustaban una
paella con los empleados. Tras la comida, la tertulia de la sobremesa, el
momento predilecto del alemán, que propiciaba con su perfecto castellano las
discusiones sobre política española.
Bernhardt
se presentaba como “amigo” de Francisco Franco. Nunca negó el Holocausto.
Apenas mencionaba a Adolf Hitler. Y tanto su villa de Dénia como la
finca argentina carecían de simbología nacionalsocialista. “Eran muy simpáticos
y buenas personas”, relata María Contrí, hija del casero y hermana de un
trabajador de la finca, ya fallecido, que se casó en Tandil con una empleada de
la familia del jerarca alemán, Lissa. Contrí zanja la conversación cuando se le
pregunta por la conexión entre Bernhardt y el Führer, promotor del exterminio
de seis millones de judíos.
Álvarez
recuerda con una media sonrisa las apasionadas conversaciones de sobremesa con
su “amigo” alemán. En una de ellas, el nazi llegó a hablar bien de Fidel Castro. El antiamericanismo del artífice de
la revolución cubana de 1959 pesaba más que su marxismo. En otra criticó la
“excesiva represión” de Franco durante los primeros años de la posguerra
española. Poco a poco, las conversaciones pasaron de la banalidad a un cariz más
serio. Bernhardt le confesó que mantenía contactos comerciales con gobernantes
ultraderechistas latinoamericanos y dirigentes fascistas —que nunca concretó— y
que el éxito de su conglomerado empresarial en Madrid respondía a un trato
directo con el dictador.
“¿Quieres
algo del tío Paco?”, espetaba con sorna el magnate a su amigo socialista cuando
viajaba anualmente a la capital. El trabajador relata que el dictador instó a
Bernhardt a la discreción durante su estancia en España. Prudencia a cambio de protección. No debía
despertar sospechas entre el apacible vecindario de Dénia. Y no lo hizo. “Los
domingos, los alemanes nos invitaban a su villa a los niños del barrio”, relata
María Castells, de 81 años, que destaca el gimnasio de la propiedad “amplia y
ordenada” donde jugaba con su amiga Marion, la hija del nazi.
Álvarez
nunca pidió un favor al alemán, pero sospecha que
si lo hubiera hecho, su amigo habría accedido. Su relación con Bernhardt se
rompió en 1960 cuando dejó de trabajar en La Elena, que tomaba el nombre de la
seria esposa del magnate nacionalsocialista, Ellen, una mujer que mantenía una
posición más distante y fría con sus empleados.
Una
discusión con Eleuterio, el casero que le recomendó tres años antes para
trabajar, precipitó su salida de la finca. Álvarez permaneció en Buenos Aires hasta 1967. Trabajó en
la agricultura. Antes de regresar a Dénia se encontró en una oficina de Correos
de la capital argentina con Bernhardt. El socialista le abordó por detrás. Tocó
con el dedo índice su espalda como si de una pistola se tratase. El nazi se
giró. Se fundieron en un abrazo. Fue su último encuentro.
Bernhardt
regresó a Alemania hacia los años setenta. “Debió de gustarle Alemania porque
ya no volvió a Argentina. Era un hombre sin problemas de dinero y vivía de las
rentas”, señala Viñas. En su próximo libro Las armas y el oro (Pasado
& Presente, septiembre 2013), el historiador relata cómo en 1943 Klaus
Franke auditó las empresas de Bernhardt en España y descubrió que existían
inversiones sospechosas que no redundaban en beneficio de Alemania. El
empresario, para zafarse de él, denunció que Franke tenía contactos con agentes
británicos y el auditor acabó en Berlín detenido. Salvó su vida por los pelos
al terminar la guerra.
El 14 de febrero de 1980, el diario Abc
publicó la esquela del hombre del abrigo y el sombrero. En la misma
se recoge que falleció en Múnich.
Álvarez
sostiene que el abismo genera extrañas amistades. Pero matiza que su buena
relación con el nazi no le alejó del PSOE, donde milita desde hace más de 75
años. Insiste en que defendió el socialismo en su periplo argentino aunque sin
mantener contacto con sus compañeros de filas en el extranjero. Con la
reinstauración democrática refundó el PSOE en Dénia. Fue presidente y
secretario general. Siempre rechazó cargos públicos. Dedicó sus esfuerzos a una
cooperativa agraria que empleó a una decena de mujeres. No ha seguido la
evolución de la Casa de los Alemanes, que fue adquirida en los cincuenta por
Ramón Girona Busútil, según el archivo municipal. Su hijo declina dar detalles
sobre la compraventa y reclama que no se relacione su nombre con el pasado
nazi.
Entretanto,
el viejo socialista apura su vida junto a su hermana, de 89 años. Ambos están
solteros, “por ahora”. Y residen en una humilde casa, donde su padre fue
arrestado hace más de siete décadas tras una guerra que ayudó a ganar el nazi
afable del sombrero.
FE DE ERRORES
Hasta
este domingo a mediodía, momento en el que ha sido corregida, la noticia no
incluía la muerte de su protagonista, el pasado 15 de junio.
Fuente:
www.elpais.com
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