De aquel imperio
inepto, pero soberbio en la literatura, queda ahora un país de ínfima categoría
moral e intelectual, esquilmado por los trapicheos y los tráficos de
influencias de los políticos y sus secuaces
EULOGIA
MERLE
Estábamos
por la mañana en Valdezate y Haza, y por la tarde en Lerma. Por motivos
diversos, los tres pueblos de Burgos nos hicieron pensar en el hundimiento de
la economía, que asolaba nuestro suelo y nuestras mentes, y en Luis de Góngora.
Ese domingo de finales de mayo, en Valdezate solo se veía a mediodía una
familia con perro que, en medio de la calle, se disponía a asar unas costillas;
lo demás, las bodegas excavadas en la montaña que, tras años de abandono, daban
al lugar un aire espectral, de catacumba siniestra, más cercano a una película
de muertos vivientes que a una realidad española del siglo XXI. Por la tarde,
tras atravesar el portentoso refugio de las águilas (los “raudos torbellinos de
Noruega” gongorinos) en los fabulosos vestigios de la loma amurallada de Haza y
recorrer bellísimas extensiones de retorcidos viñedos primero y de verde cereal
después, nos pusimos en el centro histórico de Lerma, donde la majestuosidad
del recinto antiguo invitaba a un brindis por la herencia arquitectónica de don
Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, el poderoso valido de
Felipe III.
En
la plaza mayor de Lerma, la consabida tienda de productos típicos estaba
regentada por un matrimonio catalán de la Barcelona periférica, que había
abandonado Cataluña de resultas de la crisis y no parecía sentir nostalgia.
Mientras el periódico regurgitaba por todas sus columnas el expolio económico y
la extenuación social, Félix de Azúa declaraba con pompa que “escribir
literariamente es una tarea extenuante y hermosa” y anunciaba el papel del
Quijote como génesis o Génesis literario de nuestra lengua vernácula castellana.
Estábamos
a punto de perecer, engullidos por las arenas movedizas de la burbuja
inmobiliaria, de la crisis económica, de la vergüenza política y de la
esterilidad literaria; demasiado concentrados en nuestro desventurado destino
personal para recordar que el descrédito político y la inanidad institucional
no arrastran necesariamente en su grupa un vacuo serón cultural. En la plaza
mayor de Lerma, con un refulgente sol primaveral, pero con un cielo azul raso y
unos aires cortantes más propios de febrero, proclives a una cierta lucidez,
cerré los ojos con la taza de café en la mano y recordé que en 1913, en la
antesala de la I Guerra Mundial, Juan Ramón Jiménez estaba alumbrando Platero
y yo; que en 1813, entre los restos de las últimas bayonetas de mariscales
franceses y generales españoles, moría una de las cabezas más cultivadas que
había dado España, la de un catalán que adoraba Madrid y que atendía al nombre
de Antonio de Capmany y de Montpalau; que en 1713, cuando Cataluña casi
doblegaba la cerviz rebelde, se fundaba la Real Academia Española; y que en
1613, cuando el duque de Lerma por acción y Felipe III por inacción convertían
la política y la sociedad españolas en un sarao colosal de influencias, dádivas
y prerrogativas sin disimulos ni máscaras, en un trapicheo en beneficio propio
muy superior al que vivimos ahora, comenzaban a circular copias y copias
manuscritas de las Soledades, de Luis de Góngora, y se estaba fraguando
así una de las grandes y escasas revoluciones literarias de los últimos 20
siglos.
Era
evidente que nadie se iba a acordar, en serio, de los 100 años de Platero y
yo, ni (qué risa) de los 200 de la muerte de Antonio de Capmany y de
Montpalau, ni tampoco de los 400 años de la convulsión poética gongorina. Mucho
menos de las circunstancias históricas que rodearon la atribulada existencia de
esos hombres geniales, de sus miserias más que de sus grandezas, de sus
sufrimientos más que de sus alegrías. Poco sabemos de sus biografías, incluso
de la de Juan Ramón y, lo que es peor, no parece que nos haya de interesar: Platero
y yo se cruza en nuestro camino por su reblandecimiento, especialmente
indicado en dietas infantiles; Capmany es demasiado erudito y díscolo,
demasiado catalán para su soberbio castellano; y Góngora, ¡pobre Góngora!,
sigue siendo ese laberinto críptico que nos hicieron leer y aborrecer en
nuestra disipada y aborregada adolescencia. Poco o nada sabemos de lo que estos
tres peregrinos, dentro o fuera de su (y nuestra) patria, tuvieron que hacer
para malvivir y sobrevivir; y con todo, a pesar de un entorno adverso u hostil
en muchos momentos de sus vidas, nos dejaron un fruto excelso, que deberíamos
estar conmemorando con todos los honores este año redondo de 2013, en lugar de
chapotear con gusto en la chanca de la actualidad, convertida en bochornoso
espectáculo diario de masas.
No
sé si la España de hoy se parece a la de 1913, a la de 1813 o la de 1713. Sin
duda, es un calco político de la de 1613, y que los historiadores de la época
(Antonio Feros, Bernardo José García García, Patrick Williams o Alfredo Alvar)
me desmientan si disienten. De la estrangulada redoma social de la España de
hace cuatro siglos, de las ansias depredadoras del duque de Lerma, que miraba
para él y para los suyos, pero también, a sabiendas o no, para la posteridad,
estamos disfrutando de un beneficio cultural de proporciones descomunales. Ese
legado se concreta en lo literario en las Soledades de Góngora, esta sí
la verdadera Biblia para un país sin Biblia, que alcanza un reconocimiento
inmediato y fulgurante, a través de su legión de imitadores y comentaristas,
que intuyen al punto el alcance de ese monstruoso engendro poético, capaz de
provocar un intenso y tenso debate cultural que traspasará con amplitud el coto
de los vates.
Ese
Góngora de 1613, al que el pusilánime Cervantes teme entonces agraviar en sus
alabanzas aunque las suba al grado más supremo, cuenta en las Soledades
un viaje imaginario como forma de evasión del mundo circundante; la gente más
informada se lo agradece, porque en 1613 pocas son las vías para escapar del
estanque putrefacto de la política, habida cuenta de que no existen el fútbol,
las drogas, los viajes transoceánicos o la informática. Sin embargo, solo
cuatro años más tarde, ese mismo Góngora, ese altivo señorito y racionero
cordobés, acuciado por las deudas y por las estrecheces pecuniarias, arrastrará
su pluma más mendicante en prosecución de un cargo institucional, hasta el punto
de pergeñar en 1617 las 69 octavas reales del Panegírico al duque de Lerma,
que, como su título indica, es una loa desaforada del primer ministro de Felipe
III, a la sazón el hombre más poderoso y corrupto del reino.
Cuatrocientos
años después, ¿qué queda de aquella España imperial, inepta en la política,
pero soberbia en la literatura? Una España de ínfima categoría moral e
intelectual, esquilmada por los trapicheos y los nudos y tráficos de
influencias de los políticos y sus secuaces. Esa misma España jactanciosa que
desconoce orgullosamente la trascendencia histórica y literaria de 1613, de
Luis de Góngora y de las Soledades. Mucho me temo que, por motivos
antagónicos, 1613 y 2013 son dos años climatéricos de nuestra historia. Hace
400 años gobernó nuestro país el duque de Lerma, un arribista de la peor
estofa, un déspota que trabajó para amasarse una inmensa fortuna para vivir una
vida mullida y regalada, de lujo y comodidad máximos según los estándares de la
época; pero, pese a ello y todos sus defectos, el duque tenía también su punto
de conciencia histórica y quiso y supo invertir algo de su tiempo y de su
dinero en ser inmortalizado por algunos de los grandes genios de las artes y
las letras, como Rubens y Góngora.
Por
contra, ¿qué están haciendo quienes nos gobiernan hoy para que dentro de 400
años los españoles no se avergüencen de nuestra paupérrima y depauperada
actividad cultural, de qué cohorte artística se han rodeado y cómo los
inmortalizará?
José
Manuel Martos es director editorial de Gredos.
Fuente: www.elpais.com
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