Las revelaciones de Snowden han
puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la
intimidad, apatía y sumisión. Ignorábamos que esto llegaría a ocurrir con
nuestra participación activa
ENRIQUE FLORES
El verano
pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para
explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El
vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del
ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la
altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba
en la pantalla y dijo: “Como usted mide metro ochenta y siete…”. Me quedé
perplejo. Comenté: “¿Cómo sabe mi estatura?”. El hombre, al inicio, no
reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró
desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del
desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo
de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su
ordenador: “Lo dice aquí”.
El resto de
nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de
un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me
dejara ver “lo que decía allí”. Alegó débilmente el carácter confidencial de
aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba
precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente.
Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su
establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que
él era un mero empleado.
Siempre
había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los
ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre
todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían.
Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había
sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los
ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el
aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer
informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas
recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con
bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.
Tras el asesinato de Palme, Suecia alegó la
importancia de preservar la privacidad de los ciudadanos
Desde el
despacho en el que había estado recluido para la frustrada compra de un coche
hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí varias cámaras de
vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado mis movimientos. Era lo
mismo que ocurría en cualquier local. Me había acostumbrado, como mis
conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran mis pasos. En esta ocasión
reparaba en su presencia porque mi ánimo había sido golpeado por lo sucedido en
el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero
mañana me acordaría de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos
centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de
los otros ciudadanos.
Hubo un
tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la concesionaria de
automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando cámaras de vigilancia y
me fue fácil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un
acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de estudiante: el asesinato de
Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una
calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que había acudido, como
siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento
de Suecia, planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle
peatonal. La inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una
sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros
tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar,
de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles. Faltaba
bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001,
impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una proclamada seguridad.
Estos días
me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso
Snowden. Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es
siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la
realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches
nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información sobre mí para
conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después de conocer el sistema
de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control
concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se espía a individuos,
entidades o instituciones; se espía, y de manera global, la intimidad misma de
las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y
lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten
impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a
la libertad ofrecer este tipo de resistencia.
Ni Aldous
Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron a una percepción de
este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensión, la forma ni
tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos,
ni prácticamente ningún otro escritor, fuesen capaces de intuir los
instrumentos técnicos decisivos del futuro. La imaginación, aunque sea potente,
es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un
modelo clásico: un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los
hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en
el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde
estilizados rascacielos de poder.
Pero las
profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente
por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni Orwell podían intuir que sería el
propio hombre el que pondría en pie gigantescos engranajes de control, no bajo
la amenaza de los dioses o por la aplicación de ideologías totalitarias, sino
por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como
Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte de los
poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad con que los
ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.
Las
revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de
relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este
agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le
reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo
XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la intimidad,
apatía, sumisión. Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y
Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al
espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en
nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos es
nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual
gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a
empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos
impunemente encerrados en cárceles de sospecha.
La magnitud
de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede
extraerse una conclusión más radical: toda la humanidad es casi culpable. Por
eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del
ser humano. Pero aún lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por
servilismo, se presten alegremente como víctimas del sacrificio.
Rafael Argullol es escritor.
Fuente: www.elpais.com
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