Artículos de
Opinión | Mailer Mattié | 04-03-2013 |
Vivir en el
mundo sin conocer las leyes ocultas de la naturaleza, es como ignorar la lengua
del país en que uno ha nacido.
Hazrat
Inayat Khan
Es bueno que
la gente de una nación no entienda el sistema bancario y monetario, porque si
así fuera habría una revolución antes de mañana por la mañana.
Henry Ford,
1922
Creo que el
porvenir aprenderá más de Gesell que de Marx.
J.M. Keynes
Los
principios del usurero
Somos
mayoría y alcanzaremos la unidad para poner en práctica acuerdos globales: la
Madre Tierra es sagrada; ha llegado el momento de emancipar la vida social de
la codicia del dinero; necesitamos fuentes de inspiración, porque no confiamos
en las ideologías que falsean la realidad y ocultan la verdad a través de la propaganda,
cercenando la paz mundial y el bienestar humano: la inspiración de la
experiencia y de la inteligencia colectivas para cambiar todo aquello que
envilece nuestra relación con el planeta, la convivencia comunitaria, el
trabajo y los medios para satisfacer nuestras necesidades.
Una visión
artificial de la naturaleza, del trabajo y del dinero nos ha conducido hasta la
precaria situación social que enfrentamos hoy; origen, a su vez, de todos los
privilegios de la minoría que nos gobierna. Los pilares de la sociedad
económica que surgió en Europa en el siglo XVIII de la mano de los mercados
autorregulados, a partir de un complejo y dramático proceso histórico que Karl
Polanyi describió y analizó magistralmente en su obra La gran transformación.
Crítica del liberalismo económico, publicada en Nueva York en 1944. Proceso que
configuró, de hecho, la imagen y el funcionamiento de la sociedad moderna,
estableciendo por primera vez en la historia de la humanidad el dominio de una
esfera económica autónoma y diferenciada en el contexto social.
Para
conseguir semejante metamorfosis, resultó imprescindible desarticular la unidad
que constituían la tierra y el trabajo –la sustancia de la sociedad- y
reducirlos a la categoría de mercancías ficticias; es decir, a objetos
destinados al intercambio mercantil. La sociedad económica se construyó, pues,
sobre la base de lo que Polanyi llamó la ficción de la mercancía, cuya
consolidación se produjo en el siglo XIX a causa precisamente del desarrollo
del mercado de trabajo, a su juicio “la más poderosa de todas las instituciones
modernas”. Una proyección de la realidad edificada y avalada por el pensamiento
económico: elaboración ideológica que adquirió forma definitiva durante los
últimos doscientos años mediante leyes, instituciones e identidades colectivas
a medida que se expandía el sistema industrial.
La ficción
de la mercancía, en consecuencia, subordinó la naturaleza a los intereses de la
economía y redujo los móviles de la conducta humana a factores materiales: el
homo oeconomicus al que Adam Smith atribuyó en el siglo XVIII un natural
egoísmo y la innata inclinación a la propiedad privada y al intercambio;
significativa abstracción para perfilar la identidad humana, vinculada al
trabajo como mercancía y a su hipotética facultad de otorgar valor económico a
todas las cosas. Curiosa definición, por lo demás, que ignora, sin complejos,
los modos de vida de milenarias civilizaciones favorecidos principalmente por
las relaciones de cooperación y de reciprocidad en sus comunidades.
La
conversión de la naturaleza y del trabajo en mercancías ficticias supuso, en
suma, la mercantilización del conocimiento, de las habilidades humanas y de los
bienes comunes como los bosques y el suelo, tradicionalmente gestionados a
nivel colectivo; significó, por tanto, la desintegración de la comunidad tras
la destrucción de sus principales elementos de cohesión. Así, la desaparición
de antiguas formas de vida y la creación de las nuevas instituciones económicas
constituyeron, en conjunto, los dos movimientos opuestos de la gran
transformación que generó en la sociedad la aparición de los mercados
autorregulados: la fábrica del diablo, como decía Polanyi. No obstante, mantener
esa peligrosa mutación social ha incluido siempre riesgos que sobrepasan la
esfera de la economía, amenazando la propia existencia social; es por ello que
la sociedad económica ha tenido que defenderse constantemente creando
instituciones sociales. Desde el siglo XIX, de hecho, ha sido posible
identificar momentos de extraordinaria tensión entre las fuerzas del mercado y
la acuciante exigencia social de protección; comprometidos callejones sin
salida a los que Polanyi atribuyó, por ejemplo, el ascenso del fascismo en
Europa y la Segunda Guerra Mundial en el siglo XX.
El
desarrollo de la sociedad económica, en efecto, ha consistido en la continua
sucesión de períodos de prosperidad y de crisis. La causa –como afirmó Simone
Weil en un artículo titulado L’Engagement syndical, publicado en Francia en
1931- es que los beneficios generados por la explotación de las mercancías
ficticias terminan finalmente en poder del sector financiero de la economía,
cuyo objetivo es precisamente aumentar su riqueza a través de actividades
ajenas a la producción y al trabajo. Es decir, debido a que la actividad
económica responde cada vez más al incentivo de la ganancia a la que no
corresponde trabajo alguno: la especulación que viola la ley de la oferta y la
demanda; en consecuencia, cuando ésta se detiene, la economía en su conjunto se
paraliza.
Según Weil,
entonces, las crisis no se generan en el sistema productivo –como sostienen
muchos economistas y los seguidores de Marx, cegados por la ideología-; surgen
debido al crecimiento incontrolado y la sobreproducción en la esfera
financiera. En realidad, ponen de manifiesto que el fin último de la economía
en la sociedad moderna es el aumento de la ganancia parasitaria: por tanto, es
preciso centrar la atención en el sistema monetario y en la institución del
dinero.
Silvio
Gesell –teórico, pacifista y comerciante, nacido en Sank Vith (antes Alemania,
ahora Bélgica), aunque durante varios años vivió en Argentina- publicó en 1916
un estudio acerca del dinero titulado El orden económico natural; allí explicó
en detalle el funcionamiento del sistema monetario en la sociedad contemporánea
y la dinámica que conduce a las crisis económicas, análisis con el que
coincidió Simone Weil en sus conclusiones. Para Gesell, el propósito de la producción
económica no es la plusvalía, la ganancia comercial o la satisfacción de las
necesidades humanas; su fin último es el interés que genera el dinero. El hecho
de que éste se pueda acumular sin consecuencias materiales –al contrario de lo
que sucede con la mayoría de los bienes-, permite a sus propietarios
interrumpir el libre funcionamiento del mercado de bienes y servicios que
requiere de un medio de cambio. De esta manera, quienes acumulan el dinero
adquieren también el poder de exigir un interés, un tributo para ponerlo a
circular de nuevo en el mercado; el interés, por tanto, es la traba a la libre
circulación de la moneda: así funciona la acumulación especulativa, la fuente
de la riqueza ajena al trabajo.
Sin embargo,
el problema aparece si la cantidad de dinero acumulado impide absorber un
elevado porcentaje de la producción, ocasionando el cierre de empresas que no
pueden pagar o adquirir nuevas deudas y la espiral social del desempleo. De
esta forma estallan las crisis, cuando la especulación monetaria arruina a la
economía productiva y se desmorona todo lo que está vinculado al interés,
asumiendo la sociedad el precio y no quienes las generan, tal como sucede con
las actividades industriales que externalizan los costos de sus efectos
colaterales –humanos y ecológicos, entre otros-. La sociedad económica, pues,
depende por completo del funcionamiento de un sistema monetario que se basa en
dos formas contradictorias de emplear el dinero: como medio de cambio y como
medio de acumulación.
La
producción, entonces, debe crear una ganancia suficiente que cubra el interés,
lo que es posible si se mantienen bajos los salarios y se eleva el precio de
las mercancías: el tributo que pagamos para satisfacer nuestras necesidades a
través del sistema de mercado; el poder del dinero, pues, ejerce su enorme peso
y su presión sobre los trabajadores, los productores y los consumidores. En
palabras de Gesell, el dinero que exige un interés es, en consecuencia, la
presuposición fundamental del intercambio mercantil; dicho de otro modo,
convierte la actividad económica en un fin ajeno a la prosperidad humana.
Gesell
estimó, por otra parte, que el sistema monetario cimentado en el interés tenía
una antigüedad de cuatro mil años; en tal sentido, es posible afirmar que las
instituciones económicas a partir de la gran transformación han impulsado su
máximo desarrollo, poniendo la ficción de la mercancía a su servicio,
distinguiendo al extremo las funciones del dinero e instituyendo el “derecho al
producto del trabajo ajeno”. Según constató en sus investigaciones, a comienzos
del siglo XX el dinero como medio de cambio, vigente el patrón oro, absorbía
entre el 30 por ciento y el 50 por ciento de la producción total de bienes; en
la actualidad, el 88 por ciento del dinero en circulación es dinero financiero
que corresponde a deuda y derivados, y solamente el 1 por ciento es papel
moneda. La economía financiera, de hecho, representa aproximadamente el 90 por
ciento del total de la actividad económica a nivel mundial. El dinero, por tanto,
de símbolo material utilizado principalmente para facilitar el intercambio, se
ha transformado en la más poderosa de las instituciones económicas creadas por
el pensamiento occidental.
En la
economía –concluyó Gesell- rigen, en fin, los principios del usurero, dado que
su objetivo primordial es usurear. Sin duda, hemos dispuesto de la abundancia
del planeta para pagar el ilegítimo tributo del interés, ejerciendo esta usura
una presión creciente para la ampliación del universo de las mercancías ficticias
hasta el límite en el que nos encontramos hoy: semillas, genoma humano,
biodiversidad, patrimonio cultural, conocimiento ancestral y todas las riquezas
del fondo de la tierra y del mar. Tributo que es, por lo demás, el factor
principal que contribuye a la extrema diferenciación entre economía, sociedad y
naturaleza: la principal fuente de todos los problemas que amenazan al mundo.
Gesell,
además, responsabilizó a la teoría económica de la ignorancia que predominaba
en la sociedad acerca del dinero, lo que consideró un fracaso de la ciencia. En
particular –afirmó-, los teóricos del valor –esa fantasía económica-
convirtieron la economía en un complejo impenetrable al utilizar conceptos
confusos que desfiguran la realidad, contribuyendo a crear una especie de
curanderismo monetario. La cuestión monetaria –sostuvo-, se distorsiona siempre
en boca de los expertos y de los políticos, posiblemente también porque todos
están involucrados: el Estado, los partidos, los sindicatos, los organismos
económicos internacionales y las universidades.
El fin de la
charlatanería
La
institución del dinero se fundamenta en la falsa premisa de que el crecimiento
económico no tiene límites; es decir, supone que la fuente del interés es
inagotable. La verdad es que el crecimiento de la economía desde las últimas
décadas ha pasado a depender principalmente del monopolio en sectores como la
guerra, los servicios y las finanzas, puesto que la producción de bienes se ha
mantenido a nivel cero, a pesar del impulso de los llamados países emergentes
como China, Brasil y la India; en efecto, la economía total en los países
desarrollados crece a una tasa promedio inferior al 2 por ciento, mientras en
las economías emergentes es del 5.6 por ciento. Además, los costos de
mercantilizar la naturaleza son cada vez más elevados -y también las
externalidades: contaminación y expulsión de las comunidades de sus
territorios, por ejemplo-, dado que requiere mayor inversión e innovación
tecnológica; situación que coincide en nuestros días con una nueva crisis de
sobreproducción financiera en medio de una gran concentración de la propiedad y
de riesgos medioambientales sin precedentes. La prueba definitiva de la
insostenibilidad del modelo de la sociedad económica implica, sin duda, también
el derrumbe del sistema teórico y conceptual que le sirve de apoyo; a un mundo
que se sostiene en la ficción que supone convertir al ser humano y a la
naturaleza en mercancías, no le aguardaba en realidad un destino diferente.
En medio del
torbellino de la crisis, vemos cómo el pago del tributo aumenta su presión
sobre los servicios –sanidad, educación y transporte, principalmente-; una
partida, sin embargo, del todo insuficiente. Así, el paliativo para retrasar el
colapso final es pagar el interés adquiriendo más deuda... ¿hasta cuándo? En
España, por ejemplo, la deuda externa corresponde al 91 por ciento del PIB; en
Grecia, alcanza al 87 por ciento; en Portugal, al 108 por ciento; en Reino
Unido y en Alemania, la cifra supera el 80 por ciento. Las evidencias permiten
deducir, pues, que los pilares de la gran transformación se están desmoronando
a un ritmo acelerado; nos encontramos, en consecuencia, frente a los retos de
una transición inevitable.
De hecho,
tal como previó Gesell en 1929, “el gobierno, los partidos, los hombres de
ciencia (...) han llegado al fin de su sabiduría que, evidentemente, nunca fue
otra cosa que charlatanería”. La transición, por tanto, exige abandonar el
apolillado barco de las ideologías y emprender un camino consciente y creativo,
disponiendo libremente del conocimiento hasta ahora marginado de la diversidad
cultural y del patrimonio técnico y científico que ha permanecido oculto porque
amenazaba los privilegios del interés: libre ciencia, el nuevo ámbito del
activismo social que cuenta entre sus precursores a Aarón Swartz, el joven de
26 años, imputado por difundir documentos académicos en Internet, que se
suicidó a comienzos de 2013 en Nueva York.
Las
alternativas al desplome de la gran transformación reclaman, desde luego,
nuevas formas de la relación entre la economía y la sociedad: impugnar la
ficción de la mercancía y reconstruir la unidad que integran la tierra y el
trabajo para acercarnos así a la verdad de la identidad humana, de la
naturaleza y de la comunidad. Por otra parte, un orden social que proyecta su
economía como un medio para la satisfacción de las necesidades, recobra
importantes nexos de continuidad con la trayectoria histórica de la humanidad e
incorpora su legado a la transformación. En efecto, deshacer la autonomía de la
esfera económica implica la intervención de determinados principios básicos de
organización social que forman parte de nuestra herencia común: aquellos que se
refieren a las relaciones de reciprocidad, cooperación, redistribución y
complementariedad que impiden, en conjunto, la reproducción de los privilegios
y de la desigualdad; una sociedad, en fin, que pone en práctica las tendencias
comunitarias del homo reciprocans.
Como señaló
Polanyi, las ideas y los proyectos humanos deben materializarse en nuevas instituciones,
en todo caso complementarias de aquellas que simbolizan logros de antiguas
conquistas sociales a favor de la democracia, la justicia, la satisfacción de
las necesidades, la verdad y la belleza; inspiradas, desde luego, en un nuevo
lenguaje. Simone Weil –en La persona y lo sagrado, 1942-, las concibió de esta
manera: “Por encima de las instituciones dedicadas a proteger el derecho, las
personas, las libertades democráticas, hay que inventar otras destinadas a
discernir y a abolir todo lo que en la vida contemporánea aplasta a las almas
bajo la injusticia, la mentira y la fealdad. Hay que inventarlas, porque son
desconocidas y es imposible dudar que sean indispensables”. Así, el giro a la
relación del ser humano con la naturaleza y a las definiciones del trabajo y el
dinero, por ejemplo, tendría su expresión en las nuevas instituciones de la
sociedad.
Las
respuestas a la debacle implican, asimismo, el total cuestionamiento de la
suposición que afirma que las necesidades humanas son infinitas. Errónea
interpretación que impide distinguirlas de sus satisfactores, a los que se
atribuye, paradójicamente, un estado permanente de escasez -tal como precisó a
finales del siglo pasado el economista chileno Manfred Max-Neef, autor de
Economía a escala humana-; argumento, por lo demás, que forma parte de la
charlatanería utilizada para ocultar que detrás del crecimiento económico sin
límites se encuentra el tributo del interés. Al respecto, entonces, propongo
acercarnos una vez más a la inspiración del pensamiento de Simone Weil: a la
noción de las necesidades terrenales del cuerpo y del alma -elaborada poco
antes de morir en 1943 en el ensayo titulado Estudio para una declaración de
las obligaciones hacia el ser humano-; tal vez, la mejor expresión de sus convicciones
sobre la vida y el mundo social y fundamento de su gran obra Echar raíces.
El cuerpo
humano –escribió- necesita sobre todo alimento, calor, sueño, higiene, reposo,
ejercicio y aire puro; las necesidades del alma, no obstante, se ordenan por
parejas complementarias. Así, el alma humana necesita igualdad y jerarquía;
obediencia consentida y libertad; verdad y libertad de expresión; soledad y
vida social; propiedad personal y colectiva; castigo y honor; participación en
tareas comunes e iniciativa personal; seguridad y riesgo. Pero ante todo
–enfatizó-, el alma humana necesita arraigo, echar raíces en un medio natural
que permita sentir a la persona que forma parte del universo. Para ser
satisfechas, además, las concibió sujetas a determinadas condiciones y
limitadas sólo por las carencias de los demás.
De esta
forma, pues, las jerarquías habrán de ser legítimas, en referencia a una escala
de responsabilidades y ajenas a las que se derivan del poder político o
económico; una autoridad es legítima porque cuenta con el reconocimiento moral
de la colectividad y, por tanto, no reclama imposición; sólo las jerarquías
legítimas –decía Weil- pueden gobernar en un ambiente saludable que no priva a
los individuos de obediencia voluntaria. La verdad, por su parte, exige que
todos los miembros de una comunidad tengan acceso al conocimiento para defender
el bien y la justicia y protegerse a sí mismos de los errores, de la
manipulación y la mentira. La libertad, por su lado, significa múltiples
posibilidades de elegir, restringidas sólo por las normas que establecen las
jerarquías legítimas; si no hay libertad para pensar –afirmó-, los límites al
pensamiento se traducen en límites a la libertad. El trabajo colectivo, la
responsabilidad y la iniciativa satisfacen, asimismo, la necesidad que tiene el
ser humano de ser útil; en la sociedad moderna ésta se circunscribe casi
exclusivamente al mercado de trabajo, y fuera de él las personas deben
enfrentar graves consecuencias morales y materiales. Los seres humanos necesitan
igualmente un grado de seguridad que proporcione protección ante la
vulnerabilidad y la violencia en todas sus manifestaciones; no obstante
–escribió Weil-, el riesgo constituye un incentivo indispensable en el
transcurso de la vida. El honor, por su parte, otorga consideración en el
espacio social donde se habita y la propiedad colectiva o comunitaria ofrece
sentido de pertenencia al grupo social; las personas, además –creía-, deben
poseer su propia casa y un pequeño trozo de tierra para cultivo a su alrededor.
Aunque es
posiblemente el arraigo –sostuvo-, la mayor necesidad vital de los seres
humanos; es decir, su participación en una red de vínculos sociales definida
por elementos comunes en referencia a la cultura, la lengua, el pasado
histórico y las perspectivas de futuro: un pasado común que sustenta a los
miembros de la comunidad, a la vez que inspira y orienta su porvenir. De hecho,
consideraba criminal todo aquello que pudiera desarraigar a la persona e
impedirle echar raíces, como la destrucción de las tradiciones de un pueblo, la
guerra, la dominación económica y el dinero, al que recomendaba desacreditar
porque reduce las iniciativas humanas a la codicia y al poder. Pensaba, además,
que también la educación –a la que atribuía el propósito de contribuir a
fortalecer las facultades de atención- podía llegar a constituir un instrumento
de desarraigo, cuando se dirige a la vulgarización de los conocimientos y de la
cultura y siembra en las personas la indiferencia hacia la verdad; es decir, la
indiferencia hacia la justicia y el bien.
Weil
pensaba, asimismo, que las limitaciones del mundo moderno para satisfacer las
necesidades humanas tenían una de sus causas en la insuficiencia del sistema de
derechos, al no contemplar como punto de partida las obligaciones. El derecho
desvinculado de las obligaciones –dijo-, está ligado sólo a cuestiones
personales, conduce a la noción de persona y excluye a la colectividad; es
decir, remite a la propiedad privada, la igualdad y la libertad excluyendo, en
consecuencia, sus complementos como la propiedad colectiva o comunitaria, la
jerarquía legítima o la obediencia consentida. Su definición del carácter
complementario de las necesidades terrenales permite deducir, por tanto, que el
fin último de una organización social es garantizar que todos sus miembros
puedan satisfacerlas, para lo cual se requiere el desarrollo de múltiples y
diversos medios e instrumentos. Argumentos que constituyen, por lo demás, una
aguda crítica al modelo de la sociedad moderna que confunde interesadamente los
medios y los fines: el sistema político y la economía –afirmó-, se conciben
como fines, cuando en realidad deberían ser medios al servicio del bienestar de
los individuos. Según Weil, pues, sólo un orden social que contemple esta
metamorfosis puede considerarse apropiado y convenir al fortalecimiento humano
de las personas, convertido en una verdadera alternativa a todas las
manifestaciones de la injusticia, de la opresión y el desarraigo.
La
satisfacción de las necesidades humanas, en consecuencia, debe liberarse por
completo del tributo del interés. Su eliminación -condición fundamental para la
desaparición de los privilegios y de las jerarquías ilegítimas- implica, por
tanto, la profunda redefinición de los acuerdos sociales que han configurado la
democracia que hemos conocido hasta ahora, identificada exclusivamente con el
parlamentarismo y prisionera de los partidos políticos que se distribuyen el
poder.
Tierra y paz
El planeta
es un ser vivo que crea, como han mantenido las culturas originarias durante
milenios; es la fuente de la vida, no produce: es ésta la verdad que oculta el
sistema de creencias en el que se apoya la ficción de la mercancía. La
humanidad, de hecho, ha desarrollado diferentes formas de organización social,
atendiendo al conocimiento y a la cuidadosa observación de las leyes de la
naturaleza que revelan su carácter sagrado: “La belleza del universo –escribió
Weil- y la sabiduría eterna de su disposición”, eso es lo sagrado. Un orden
social, pues, impregnado de espiritualidad.
La
mercantilización de la naturaleza reduce la vida a materia utilitaria. La
evolución de las religiones patriarcales expresa muy bien esta inversión,
separando lo sagrado de lo real, situándolo fuera del alcance humano o, en todo
caso, reduciéndolo a las cuatro paredes de un templo. No obstante, miles de
pueblos han sabido resguardar de las embestidas del genocidio y del progreso la
sabiduría que permite percibir la espiritualidad que emana de los bosques, del
agua, de las montañas, de las plantas y de los animales; una experiencia que
afortunadamente está comenzando a filtrar los agrietados muros de la modernidad
occidental. La inversión, en realidad, ha transmutado la base de la vida en la
fuente del interés; una transformación que progresa en la medida en que la
ficción de la mercancía se apodera de la tierra y de la biodiversidad. De
hecho, millones de agricultores en el mundo están obligados a contraer deudas
con los dueños del suelo y de las semillas, una carga que ha conducido al
suicidio a cientos de campesinos en países como la India.
En 1917,
Gesell pronunció en Zurich la conferencia Libre tierra. La condición básica
para la paz, donde propuso la práctica necesaria a su juicio para intervenir la
propiedad del suelo a la que consideraba, junto al dinero, otra de las
instituciones fundamentales de la economía moderna. Gesell opinaba que todas
las personas, sin distinción, deberían tener los mismos derechos frente al
planeta, por lo que ningún individuo, Estado, nación o sociedad dispondría del
mínimo privilegio. Su punto de partida era la conformación de una institución
internacional que denominó La gran liga de la paz, cuyos Estados miembros
asumirían la obligación de abolir la propiedad privada y estatal sobre el suelo
y el subsuelo –campos de cultivo, bosques, solares urbanos, minas, yacimientos,
etcétera-, mediante el pago de indemnizaciones. Como alternativa, dichos
Estados implementarían un sistema de arrendamiento público y universal, al que
podría acceder libremente cualquier persona, independientemente de su origen,
lengua o condición social. El suelo se distribuiría de acuerdo al tamaño de las
familias de los arrendatarios, incluyendo alguna porción para determinadas
comunidades que así lo requirieran. No sabemos si Gesell consideró incluir a
las mujeres como arrendatarias, aunque su proyecto implicaba igualmente que el
Estado redistribuyera íntegramente la renta percibida por ese concepto entre
todas las madres del país, de acuerdo al número de hijos.
En su
opinión, esta práctica eliminaría los motivos que conducen a los conflictos
entre las naciones por la soberanía de las riquezas del suelo y del subsuelo
–actualmente, habría que añadir el control por el agua dulce del planeta-, uno
de los principales orígenes de la violencia en el mundo; es decir, significaría
establecer una válvula de seguridad para la paz mundial. El modelo de libre
tierra permitiría, además, que las personas pudieran moverse en libertad a
través del globo; Gesell pensaba, en efecto, que ningún Estado o nación debería
ejercer soberanía sobre el planeta y, por tanto, adjudicarse el derecho a fijar
fronteras que impidan la libre circulación o a cobrar derechos de aduana. De
esta manera sería posible, además, eliminar la importación y exportación de
mercancías para favorecer asimismo su libre tránsito.
Una
reflexión, sin duda, que cobra notable actualidad en un contexto mundial donde
la competencia por recursos cada vez más escasos tensa constantemente las
relaciones internacionales. No obstante, reclama también la incorporación al
pensamiento alternativo de la insustituible perspectiva de la diversidad
cultural: acercarnos al verdadero grado de complejidad de los problemas
contemporáneos relacionados con la tierra. No es posible ignorar, por ejemplo,
la lucha de los pueblos originarios por la recuperación y la defensa de sus
territorios ancestrales, incluyendo la realidad que representan los Estados
Plurinacionales en América del Sur donde convergen en permanente tirantez la
gestión estatal afín a los intereses del mercado internacional en relación con
fuentes de energía como petróleo y gas, la extrema concentración de la
propiedad latifundista y la resistencia política y cultural de las comunidades
indígenas.
Manibus
nostris construximos
Las
ideologías económicas han contribuido también a ocultar la verdadera naturaleza
del trabajo humano y la ficción de la mercancía, desde luego, lo envilece.
“Levantemos el velo del valor que lo ha cubierto hasta ahora” –reclamó Gesell-,
porque el trabajo no tiene valor intrínseco alguno en términos económicos: es
una cualidad humana, no una mercancía; en consecuencia –afirmó- hay que
diferenciarlo claramente de su producto. En realidad, al trabajador no se le
paga su trabajo, sino el producto de su trabajo: el resultado de sus
conocimientos y de sus habilidades. Gesell, no obstante, era partidario del
modelo de la división del trabajo en la sociedad moderna al que atribuía los
beneficios del desarrollo de la producción, olvidando –como dedujo Weil en 1934
en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social- que la
dominación sobre los trabajadores es inherente a dicho sistema, donde unos
mandan y otros ejecutan, independientemente del régimen de propiedad que impere
en la sociedad. Para ella, en primer término, el trabajo –la participación en
tareas comunes y la iniciativa personal- era una de las necesidades del alma
humana: “un cierto contacto con la realidad, la verdad, la belleza del universo
y con la sabiduría eterna de su disposición”; es decir, nos permite vivir en
comunidad y al mismo tiempo relacionarnos con lo sagrado: razones por las
cuales consideraba un sacrilegio envilecerlo. “Si los trabajadores lo sintieran
–escribió en 1942- su resistencia no sería una reivindicación, sino un
alzamiento feroz y desesperado, y un grito de esperanza desde el fondo del
corazón. Esa farsa siniestra es la que ha representado el movimiento obrero,
con sus sindicatos, sus partidos, sus intelectuales de izquierda”.
A su
parecer, la historia sólo ha mostrado excepcionalmente modos de organización
social libres de la opresión del trabajo; precisamente, aquellas a las que
corresponden niveles muy bajos de producción, donde la división del trabajo
está poco desarrollada y no se generan excedentes. La opresión, entonces, puede
considerarse un fenómeno social inseparable de las formas más desarrolladas de
economía; en las menos desarrolladas como la caza, la pesca y la recolección,
el esfuerzo humano –afirmó- es una reacción a la presión de la naturaleza sobre
la comunidad.
Así, para
construir una primera representación, un ideal de la nueva civilización alejada
de la religión de la economía, propuso considerar el trabajo manual un valor
supremo y el núcleo de la actividad económica -como había sucedido, por
ejemplo, durante la Alta Edad Media en la comunidad libre, asamblearia y
concejil que tuvo su auge en algunas regiones de la Península Ibérica y en la
sociedad occitana al sur de la actual Francia durante los siglos XII y XIII,
experiencias ambas que refutan la palabrería interesada acerca del generalizado
oscurantismo medieval en Europa-. El trabajo manual, en consecuencia, estaría
valorado no por su productividad, sino por constituir una actividad vital y
liberadora del individuo; no sería objeto sólo de honores y de recompensas,
sino estimado como una necesidad del ser humano que da sentido a su propia
existencia. La nueva civilización, en fin, posicionaría el trabajo manual en el
centro mismo de la cultura, lo que encarnaría un verdadero logro
revolucionario: en sus palabras, “la única conquista espiritual del pensamiento
humano desde la civilización griega”.
Esta
revolución que implicaría sustraer el trabajo al poder del dinero requiere, de
hecho, separarlo de la imposición, de la coerción y de los límites del derecho
y de la reivindicación; adscribirlo, por así decirlo, a móviles no económicos
como el prestigio, la legitimidad de las jerarquías, la creatividad, la
vocación, la solidaridad, la cooperación, la identidad, la libertad personal,
la autonomía, la creación de capital social y la construcción de comunidad,
entre otros. Hoy día, además, en medio de la grave crisis de desempleo que
afecta a la mayor parte de los países del mundo –en Zimbabwe, por ejemplo,
alcanza al 95 por ciento de la PEA y en el Estado español al 52 por ciento de
las personas menores de 25 años-, crece el consenso entre varios sectores de la
población sobre la posibilidad real de establecer el llamado dividendo social o
renta básica: un ingreso suficiente para cubrir las necesidades materiales de
las personas que permitiría emancipar el trabajo, convirtiendo el empleo
asalariado en una opción secundaria.
Un medio de
cambio y nada más
La
transición hacia las nuevas formas de convivencia social exige una economía
libre del poder del dinero; el paso más importante es extinguir el interés y
poner fin a la especulación financiera. Gesell pensaba que la bondad del dinero
radicaba en su función, dado que su propósito fundamental era crear abundancia
y distribuirla; es decir, conectar bienes y necesidades humanas. Consideraba,
asimismo, que el trueque no ofrecía facilidad ni seguridad a los intercambios
siendo, además, imposible de utilizar a escala mundial. Así, llamó libre dinero
al sustituto adecuado que podría asegurar, acelerar y abaratar el comercio de
mercancías: las características básicas que debe cumplir un medio de cambio
eficaz.
De esta
forma, en El orden económico natural propuso crear un nuevo sistema monetario
internacional a través de una reforma radical que instaurara el libre dinero
desvinculado del interés. Al respecto, estableció las pautas para eliminar la
función de acumulación y fortalecer su función como medio de cambio, imponiendo
costos al atesoramiento para impulsar lo que denominó circulación coercitiva de
la moneda; una vía también para permitir que el dinero retenido circulara de
nuevo.
Trasladando
a la moneda la cualidad perecedera de los bienes para eliminar las
características que permiten su acumulación, la reforma monetaria que incluía
gravar la acumulación, contemplaba también la aplicación de una tasa de
depreciación al dinero –billetes de cambio oxidables-: un interés negativo que
constituía en la práctica un tipo de impuesto a la circulación. Adicionalmente,
la propuesta establecía que el Estado pudiera emitir dinero, atendiendo a las
necesidades de la división del trabajo; vale decir, a los requisitos del
crecimiento de la producción y evitar el desequilibrio del mercado. Gesell
propuso asimismo la creación de la Asociación Internacional de Moneda
Extranjera, institución cuyo objetivo sería poner a circular una moneda común a
todos los países –sin excluir las nacionales- para equilibrar, sin la
intervención de las aduanas, las relaciones comerciales internacionales, porque
–subrayó- el sistema de libre dinero exige acuerdos a nivel local, regional y
global.
El nuevo
dinero
El
matemático y filósofo estadounidense Charles Eisenstein, activista del
decrecimiento y de la economía del don, publicó en 2011 el libro Sacred
economics. Money, gift and community in an age of transition, cuya inspiración
proviene en gran parte de las ideas originales de Gesell. El autor formula la
inversión del funcionamiento del sistema monetario actual mediante acuerdos de
emisión de dinero a escala local, biorregional y global, respaldada por medidas
de protección del patrimonio natural. Su función económica sería facilitar la
diversificación de la producción y el intercambio de bienes, tomando en cuenta
que a menor producción local mayor es la necesidad de dinero. Aunque Eisenstein
no lo contempla, sería también un mecanismo de redistribución si se destinara
un porcentaje determinado a financiar el dividendo social.
En un país
como Venezuela, por ejemplo, en el contexto de una transición se podría emitir
dinero respaldado por reservas de petróleo, gas o mineral de hierro que se
mantendrían sin explotar; fondos que podrían utilizarse, a su vez, para
disminuir la extrema dependencia de la sociedad de la exportación de
hidrocarburos y estimular la producción interna y local. Por lo demás,
encontramos un precedente cuando en el año 2007 varias organizaciones sociales
de Ecuador propusieron la Iniciativa Yasuní-ITT, con el objetivo de evitar la
explotación de un gran yacimiento petrolero en el Parque Nacional Yasuní -una
de las zonas con mayor biodiversidad del planeta, donde viven en aislamiento
voluntario los pueblos originarios Tagaeri y Taromenane-. El Estado ecuatoriano
recibiría a cambio una compensación monetaria proveniente de países
desarrollados, equivalente como mínimo al 50 por ciento de los beneficios que
obtendría si se efectuase la venta del petróleo; el proyecto estimó, además,
que evitaría la emisión de 400 millones de toneladas de dióxido de carbono,
adscribiéndose así a la lucha mundial contra el cambio climático. En ausencia
de acuerdos biorregionales y globales, es posible comprender que la Iniciativa
Yasuní haya tropezado lamentablemente con tantos obstáculos.
No obstante,
yasunizar la emisión de dinero podría ser también un acuerdo complementario a
otros nuevos proyectos que vinculan economía y medio ambiente. Es el caso, por
ejemplo, de la Economía del bien común, una propuesta del economista austriaco
y activista de las alternativas a los mercados financieros Christian Felber. El
modelo ha comenzado a funcionar con algunas empresas pioneras desde 2010 en
varios países de Europa; es abierto y está en permanente construcción. En
síntesis, se trata de otorgar ventajas a aquellas empresas que decidan
sustituir el lucro y la competencia por valores como la confianza, la
honestidad, la responsabilidad, la cooperación, la solidaridad, la generosidad
y la compasión. En tal sentido, un Balance del bien común mediría el grado de
rendimiento social, ecológico y democrático como nuevos parámetros del logro
empresarial. Así, las empresas más exitosas en tal sentido podrían disponer de
incentivos para enfrentar sus mayores costos de producción tales como rebajas
de impuestos, acceso a créditos con menor interés o prioridad en las compras
del sector público. El modelo supone compatibilizar el beneficio monetario con
los objetivos del bien común; como movimiento político es un grupo activo que
ejerce presión sobre los gobiernos para que estos principios puedan convertirse
en leyes nacionales.
Eisenstein,
por otra parte, propone -además de una tasa de depreciación de la moneda-
implementar un impuesto a la liquidez en relación principalmente con el dinero
electrónico. De este modo, la nueva moneda, sujeta a perder valor en el tiempo,
constituiría un estímulo al crédito, aún a cero interés; al confluir con el
interés negativo, se privilegia su función como medio de cambio y se anula su
función como medio de acumulación: si el dinero es tan perecedero como un “saco
de papas” –indica-, nadie querrá atesorarlo sino utilizarlo y cuanto antes
mejor.
Paralelamente
a la creación de nuevo dinero, se estima el desarrollo de las redes de trueque,
conjuntamente con los bancos de tiempo como forma de intercambiar conocimientos
y habilidades; a su vez, la introducción de monedas sociales actuaría como un
instrumento para revitalizar la economía local y conectar bienes y necesidades
humanas. Actualmente, por ejemplo, estas experiencias se multiplican en países
como España y Grecia, cuyas instituciones están siendo seriamente afectadas por
la crisis financiera. No obstante, en opinión de Eisenstein, la transición
debería conducir finalmente al desarrollo de la economía del don mediante el
crecimiento del intercambio sin que medie el dinero.
Decrecimiento:
democracia y comunidad
Gesell
supuso que la eliminación del interés en el nuevo orden económico sería
instrumento suficiente para equilibrar la producción. Hoy sabemos que aunque
resulta indispensable reformar el sistema monetario, el crecimiento económico
industrial ha alcanzado un límite insostenible. Esta realidad constituye, de
hecho, un factor principal para idear la transición como una respuesta total a
los mecanismos de la economía que destruyen a la sociedad y la naturaleza. Es
decir, una verdadera revolución que oriente el conocimiento colectivo hacia el
bien común -entendido, en palabras de Vandana Shiva, como el resultado de dar y
recibir: el resultado de la reciprocidad- para restaurar el capital natural,
social, cultural, científico y espiritual que ha sido sacrificado como tributo
al interés. El objetivo es transitar desde la propiedad privada y estatal hacia
la práctica de valores comunes esenciales y formas de vida comunitaria que
impliquen una inversión radical del funcionamiento de las instituciones
económicas y políticas. Necesitamos, en fin, de las nuevas instituciones para
acercarnos a una sociedad fundamentada en la verdad y en la justicia, más allá
del derecho y de la reivindicación.
El dinero
como medio de cambio podrá garantizar que la riqueza, en vez de acumularse, sea
distribuida; no obstante, ésta provendría cada vez en mayor medida del
decrecimiento, sin el cual probablemente no sobreviviremos; en otros términos,
la riqueza tendrá su origen en lo que Eisenstein ha denominado la recuperación
del capital social. El decrecimiento, desde luego, representa el comienzo del
fin del monopolio radical de la producción industrial –para usar la expresión
de Iván Illich- y, en consecuencia, de la hegemonía del mercado de trabajo como
institución económica. Derrumbe al que contribuirá seguramente el surgimiento
de otras actividades productivas impulsadas por los nuevos valores que guiarán
la investigación científica y tecnológica, incluyendo la posibilidad real de
disponer de libre energía, tal como lo previó hace más de un siglo el genio de
Nikola Tesla.
Creamos
capital social, construimos comunidad y generamos decrecimiento, entonces, si
optamos por las alternativas al mercado industrial en relación, por ejemplo,
con la medicina, el transporte, la producción y distribución de bienes agrícolas,
etcétera; asimismo, cuando reemplazamos el uso de servicios mercantilizados
–cuidado de niños y ancianos, enseñanza, confección de ropa, reparaciones
técnicas, preparación de alimentos, entre otros- por el intercambio personal de
nuestros conocimientos y habilidades. Para facilitar la transición y evitar el
colapso social, Eisenstein propone, además, un acuerdo global que establezca
una tasa de decrecimiento cercana al 2 por ciento anual durante los próximos
dos siglos, disponiendo de un índice al respecto que permitiría su comparación
con el PIB.
Por otra
parte, el nuevo orden –tal como pensaba Gesell- debería desarrollarse con la
exclusión completa de cualquier privilegio: como un reflejo de las leyes de la
naturaleza. Polanyi creía, asimismo, que una economía sólida y democrática
dependía de una sociedad democrática, convencido de que el desarrollo de las
libertades era el destino de las sociedades modernas. La transición exige a
nivel político, por tanto, que la autoridad sea ejercida por jerarquías
legítimas, a través de la democracia directa desde las comunidades –como nos
recuerda Sylvia Valls desde México, somos la única especie que se gobierna con
jerarquías ilegítimas-. Las jerarquías legítimas, en consecuencia, están
llamadas a sustituir a los partidos políticos que defienden los valores y los
intereses de la sociedad económica actual, pervirtiendo la libertad de
expresión con la propaganda puesto que –como decía Weil- “jamás conceden
audiencia a la verdad”. Es, pues, la sustitución de los intermediarios lo que
conduciría a la democracia real, como han dicho en voz alta y en muchas lenguas
los indignados del mundo. “El poder –vaticinó Gesell- será arrebatado a los
privilegiados y el género humano bajo la dirección de los más capaces marchará hacia
la cumbre”.
Mailer
Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el
Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.
Instituto
Simone Weil/CEPRID
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