Artículos de
Opinión | Miguel Riera (*) | 27-03-2013 |
En los
tiempos del franquismo la mentira, la hipocresía y el cinismo camparon a sus
anchas en el discurso político y en los medios de comunicación. No importaba
demasiado: todos lo sabíamos, habíamos aprendido a leer entre líneas y no era
fácil engañarnos.
Después, en
la transición, durante un breve tiempo creímos que la mentira podía ser
desterrada de la práctica política, y con ella su amiga inseparable: la
corrupción.
No tardamos
en darnos cuenta –no todos al principio, pero sí bastantes– de que la mentira y
la corrupción seguían anidando en el corazón del sistema, de que no se había
producido una ruptura completa con los moldes que habían configurado la vida
política del pasado: eran los tiempos del Gal, de Filesa, de las
recalificaciones urbanísticas, de las palmaditas en la espalda dadas por
demócratas –de eso presumían– de CiU o de Alianza Popular a jerarcas locales
franquistas cuando ingresaban en sus filas. Era la época en que centenares de
jóvenes más o menos revolucionarios aparcaban sus convicciones para arrimarse
al sol del PSOE, algunos de buena fe, creyendo que desde el poder se podía
transformar la sociedad; otros mostrando ya su natural arribista e interesado.
Total, la mentira, la corrupción, el cinismo, siguieron campando a sus anchas,
y nosotros, como verdaderos idiotas, lo hemos consentido.
Y así hemos
llegado a donde estamos: a una ciénaga putrefacta en la que se hunde la mayor
parte de la gente mientras muchos mentirosos, muchos cínicos, muchos corruptos
miran por encima del hombro a esos súbditos enfangados en las arenas movedizas
de la crisis recordándoles desenfadadamente que eso les pasa por haber vivido
por encima de sus posibilidades. ¡Hay que tener cara! Mentira y asco.
Porque nos
mienten. Una y otra vez. Nos mienten a la cara. Unos y otros. Tapándose entre
ellos las vergüenzas si pueden, o poniendo en marcha el ventilador si el asunto
se les va de las manos y hay que entrar en la lógica abyecta del “y tú más”. Y
florecen los escándalos de tal modo, que ahora mismo me pregunto cuántas
noticia terribles, cuántas corrupciones se harán públicas en los diez días que
median entre el momento en se escriben estas líneas y el momento en que llegue
la revista a los lectores. Mentira y asco. Verdadero hartazgo.
Y mientras
el país entero –entero: a nivel nacional y en cada una de sus autonomías –
contempla, atónito e indignado, el fango infecto en que nos revolcamos, ese
mismo país, tripulado por una clase política autista e insensible al
sufrimiento pero muy dada al parloteo, sigue su trayecto descendiente viendo
cómo crece el paro, cómo siguen cerrando miles de pequeñas empresas, cómo se
reducen servicios básicos esenciales, cómo perdemos cada vez más los derechos
de ciudadanía.
Impasible el
ademán, tanto el gobierno como la oposición mayoritaria parecen incapaces –y
esa es una apreciación benévola– de sugerir ideas para enderezar el rumbo. No
saben, o no quieren.
En un par de
días se celebrará (esto se está escribiendo el 18 de febrero) el gran debate
del estado de la nación.
Apuesten lo
que quieran a que se quedará en mera retórica y palabrería, con abundantes
reproches de unos a otros y de otros a unos, y poco más.
¿La salida?
Probablemente una crisis de gobierno (ni ésto); algunas caras nuevas para que
todo siga igual (tampoco ésto)... Y la oposición, que no está ni se la espera,
sigue sin ideas. Y el país hundiéndose... Y los sindicatos... ay, los sindicatos...
Y más mentira... Y más corrupción... Y cada vez más gente atravesando la
frontera de la desesperación... En definitiva: más de lo mismo. Hartazgo.
¿Hasta cuando?
(*) Miguel
Riera es director de la revista mensual El Viejo Topo / 302 / marzo 2013.
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