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Opinión | Por Atilio Boron | 23-01-2013 |
— Karl Marx
Abordar este
tema requiere de algunas (necesarias) consideraciones iniciales. ¿Cómo entender
el significado de este regreso a las fuentes del pensamiento crítico?
Ciertamente, estamos convencidos que la supervivencia del marxismo como
tradición intelectual y política se explica por su capacidad para enriquecerse
ininterrumpidamente.
El regreso a
Marx supone un permanente “ir y venir” merced al cual las teorías y los
conceptos de la tradición marxista son resignificados a la luz de la
experiencia actual, es decir, de los rasgos característicos de las estructuras
y procesos del capitalismo contemporáneo.
En este
sentido, la reintroducción del marxismo en el debate teórico constituye una
saludable novedad en las ciencias sociales latinoamericanas, dominadas durante
más de treinta años por la producción académica neoconservadora de origen
norteamericano. Ya en un texto juvenil, nos referimos a La Sagrada Familia,
Marx y Engels decían que cuando la filosofía abjuraba de toda pretensión
crítica y transformadora degeneraba en “la expresión abstracta y trascendente
del estado de cosas existente”. Pocas advertencias son más oportunas que esta a
la hora de juzgar a las teorías sociales dominantes. Al renunciar a la crítica
y al desentenderse de la necesidad de transformar el mundo, las construcciones
hegemónicas en el campo de las ciencias sociales terminan convertidas en una
subrepticia apología del capitalismo finisecular.
En este
contexto, un marxismo depurado de los vicios del dogmatismo y del sectarismo
escolástico parece el mejor dotado para impedir tan deplorable final. Queda claro,
entonces, que el marxismo al que nos estamos refiriendo no se agota en los
estrechos límites de la biografía de su fundador. Al legado que nos dejara la
obra escrita de Karl Marx debemos sumarle los aportes de Friedrich Engels,
Vladimir I. Lenin, Rosa Luxemburgo, León Trotsky, Nicolai Bujarin, Gyorg.
Lúkacs, Antonio Gramsci y tantos otros pensadores que lo forjaron hasta
nuestros días.
Retornar al
marxismo, entonces, es regresar al punto de partida después de haber acumulado
experiencias, triunfos y derrotas. Se llega de regreso al inicio no siendo el
mismo.
Se llega de
regreso a un inicio que tampoco resulta ser el mismo lugar.
Porque la
obra de Marx y la tradición que se remite a su nombre no se ha suspendido por
encima de la historia. Porque el marxismo es una tradición viviente que reaviva
su fuego en la incesante dialéctica entre el pasado y el presente.
Lejos de ser
un libro cerrado que nos ofrece todas las respuestas, el marxismo es, antes que
nada –como sugeriría Sheldon Wolin-, una riquísima tradición de discurso en
donde los interrogantes son tan iluminadores como las respuestas. En otras
palabras, sin recuperar la teoría marxista no hay reconstrucción posible de la
ciencia social, pero recuperándola solamente no alcanza. Si debemos recurrir al
psicoanálisis, o a los estudios culturales, o a la lingüística o bien a la
teoría de sistemas es una discusión que aún no está cerrada.
Aquello que
no deja lugar a dudas es la obsolescencia de la absurda pretensión del
“marxismo soviético”, de sintetizar en uno de aquellos patéticos manuales
(¡“anti-marxistas” y “anti-leninistas” por excelencia!) las respuestas que el
marxismo supuestamente ofrecía a la totalidad de los desafíos teóricos y
prácticos del mundo actual se desvaneció con la desintegración de la Unión
Soviética.
Tiene razón
Imre Lakatos cuando dice que el marxismo es un programa de investigación (¡si
bien es bastante más que eso!) cuyo núcleo duro es irrefutable y cuyas teorías
laterales -el cinturón protectivo- pueden ser alteradas sin que dicho núcleo
duro se vea afectado. Me parece importante recordar este razonamiento en
momentos como éste, cuando arrecian las descalificaciones hacia el marxismo
como teoría de la sociedad.
Desde hace
demasiado tiempo, se viene diciendo que una de las razones por las cuales las
ciencias sociales en la región no progresan es la falta de investigaciones
empíricas. El talante fuertemente conservador de este argumento es evidente: la
teoría (predominante) está bien, lo que pasa es que no hay suficiente
investigación como para respaldarla adecuadamente.
Una simple
ojeada a lo acontecido en nuestra región en los últimos veinte años comprueba,
contrariamente a lo que dicta el saber convencional, la existencia de un
impresionante cúmulo de investigaciones, estudios y monografías en donde se
examinan con gran detalle los más diversos aspectos de nuestras sociedades.
Sin embargo,
tan extraordinaria acumulación de información empírica no ha trascendido el
plano de lo descriptivo ni abierto las puertas a nuevas y más fecundas
interpretaciones teóricas.
La causa de
todo esto es bien fácil de entender: las debilidades de una teoría no se
resuelven con la acumulación de datos empíricos ni con la cuidadosa compilación
de resultados de investigación. Las fallas de la teoría sólo se resuelven
concibiendo nuevos argumentos que enfoquen desde otra perspectiva la realidad
sobre la cual se pretende dar cuenta.
Estamos, en
cambio, a favor de un marxismo racional y abierto sin el cual no podemos
adecuadamente interpretar, y mucho menos cambiar, el mundo, pero sólo con el
cual no alcanza para abarcar acabadamente la complejidad actual.
Ahora bien,
si no son suficientes estas razones de fondo para sostener la necesidad de
retornar al marxismo, busquemos encontrar otro camino. Supongamos, a pesar de
todo lo dicho, que un conjunto de recientes investigaciones ha refutado todas y
cada una de las tesis de Karl Marx, tal y como nos lo proponía Lúkacs en su
brillante Historia y Conciencia de Clase. En tal caso, un marxista “ortodoxo”
podría aceptar tales hallazgos sin mayores problemas y abandonar sin más las
tesis de Marx sin que tal actitud cuestionara su calificación de marxista
“ortodoxo”.
¿Cómo
explicar semejante paradoja –conocida como “la paradoja de Lúkacs”? La
respuesta que nos ofrece el teórico húngaro es la siguiente: el marxismo
“ortodoxo” (expresión que él utiliza sin las comillas que yo creo conveniente
agregar) no supone la aceptación acrítica de los resultados de las
investigaciones de Marx, ni la de tal o cual tesis de su obra, así como tampoco
la exégesis de un libro “sagrado” (aquí las comillas son de Lúkacs). Por el
contrario, la ortodoxia marxista se refiere exclusivamente a la concepción
epistemológica general de Marx, el materialismo dialéctico, y no a los resultados
de una indagación en particular guiada por la metodología que fuera. Para
Lúkacs esta concepción se expresa a través de numerosos y variados métodos que
pueden ser desarrollados, expandidos, profundizados en consonancia con los
grandes lineamientos epistemológicos esbozados por sus fundadores. A nuestro
entender, de la argumentación precedente puede inferirse la posibilidad de
pensar al marxismo como una propuesta que consiste de dos componentes,
separables e independientes: una parte sería la teoría, la otra el método. Sin
embargo, como el propio Lúkacs lo demuestra en sus trabajos, no hay tal
escisión sino una estrecha unidad entre teoría y método. De donde se sigue que,
(a) la refutación de las tesis centrales de la teoría difícilmente podría dejar
intacta la concepción epistemológica y metodológica que le es propia; y (b) que
la demostración de la inadecuación de esta última afectaría gravemente la
validez de la primera.
Hoy, podemos
decir que el capitalismo en tanto sistema altamente dinámico presenta
mecanismos de explotación y, por ende, de extracción de plusvalía harto más
complejos y diversos de los que existían en tiempos de Marx y Engels.
Pero,
¿significa todo esto que los capitalistas dejan de comprar la fuerza de trabajo
(ahora de características bien diferentes a las de antaño) por el precio que
tiene la reproducción de la misma, poniendo fin a la relación salarial
examinada críticamente por Marx en El Capital?
¿Qué hace el
capitalista cuando adquiere esa fuerza de trabajo? ¿Le retribuye al trabajador
la totalidad de lo producido en su jornada laboral, o se queda con una parte?
¿Desaparece la explotación, o persiste bajo renovadas formas?
Si la teoría
de la plusvalía fuese refutada, la construcción metodológica del marxismo se
vería irreparablemente dañada; si se llegase a demostrar que el método
dialéctico es un mero recurso retórico y no una estrategia válida de
reconstrucción de lo real en el plano del pensamiento, las tesis centrales de
la teoría marxista difícilmente podrían sobrevivir.
Sin embargo,
aún no ha ocurrido nada de esto. No podemos decir ¡la explotación ha muerto!,
antes bien, debemos trabajar duro en favor de un marxismo racional y abierto
para interpretar y abarcar acabadamente la complejidad actual.
El legado
hegeliano
En continuidad
con las observaciones respecto al método referidas bajo la paradoja de Lúckacs,
en este apartado retomaremos algunos planteos metodológicos de Marx, no siempre
debidamente recordados y, sin embargo, sumamente esclarecedores.
Comencemos
por el epílogo a la segunda edición de El Capital, publicado en 1873, Marx
alude explícitamente a su relación con Hegel y a su concepción del método
dialéctico. En un pasaje de dicho texto Marx afirma que “mi método dialéctico
no sólo difiere del de Hegel (…) sino que es su antítesis directa. Para Hegel
el proceso del pensar, al que convierte incluso, bajo el nombre de idea, en un
sujeto autónomo, es el demiurgo de lo real” (aclaro, por si acaso que la
expresión “demiurgo” significa “principio activo del mundo”) Y prosigue Marx
diciendo que “Para mí, a la inversa, lo ideal no es sino lo material traspuesto
y traducido en la mente humana. Hace casi treinta años sometí a crítica el
aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana, en tiempos en que todavía
estaba de moda. Pero precisamente cuando trabajaba en la preparación del primer
tomo de El Capital los irascibles, presuntuosos y mediocres epígonos que llevan
hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron en tratar a Hegel (…) como a un
‘perro muerto.’ Me declaré abiertamente, pues, discípulo de aquél gran pensador
y llegué incluso a coquetear aquí y allá, en el capítulo acerca de la teoría
del valor (¡nada menos!/AAB), con el modo de expresión que le es peculiar. La
mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel en modo alguno obsta
para que haya sido él quien, por vez primera, expuso de manera amplia y
consciente las formas generales del movimiento de aquélla. En él la dialéctica
está puesta al revés. Es necesario darla vuelta, para descubrir así el núcleo racional
que se oculta bajo la envoltura mística”.
Y termina
este luminoso pasaje diciendo que “en su forma mistificada la dialéctica estuvo
en boga (…) porque parecía glorificar lo existente.
En su figura
racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces
doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye
también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria
ruina (subrayado mío, AAB); porque concibe toda forma desarrollada en el fluir
de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero; porque
nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria”.
Estas líneas
permiten apreciar en toda su magnitud la importancia de la conexión Hegel-Marx
y la íntima relación entre teoría y método. Veamos esto con cierto detalle.
a) las
formas de la dialéctica. Marx nos dice que ésta se presenta bajo dos formas.
Una “mistificada”, que marcha sobre su cabeza, y que concibe a la realidad como
una proyección fantasmagórica de la Idea (así, con mayúsculas). Esta se
convierte, en consecuencia, en “el demiurgo de lo real”.
Pero hay
otra forma: la racional, y bajo la cual la dialéctica marcha sobre sus pies. En
esta visión las ideas aparecen como la proyección de las contradicciones
sociales que son las que efectivamente mueven la historia.
b) las
premisas del método dialéctico. Este método se asume como la reproducción en el
plano del intelecto del modo en que se produce el cambio histórico. Fue Hegel,
dice Marx, quien descubrió sus formas generales de movimiento, sólo que al
plasmar sus hallazgos lo hizo bajo una forma mistificada.
Recuperada
su “figura racional” la dialéctica se convierte en escándalo y abominación para
la burguesía pues implica lo siguiente:
b.1) que el
conflicto social es omnipresente. La historia no es otra cosa que el despliegue
de las contradicciones sociales. Si en Hegel éstas se situaban en el plano de
las ideas, en Marx el “hogar” de las mismas se sitúa en el plano de la sociedad
civil. Allí encontramos las clases y sus irreconciliables antagonismos y las
contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de
producción. Esta visión que nos ofrece la dialéctica cuestiona frontalmente
tanto los fundamentos ideológicos del pensamiento medieval/feudal, con su
axioma indiscutible que postulaba la unidad y organicidad del cuerpo social,
como los del pensamiento burgués que se construye a partir de la premisa de la
armonía de intereses que se compensan en el ámbito del mercado y el estado. En
un caso tenemos a la gran construcción de Tomás de Aquino y en el otro a Adam
Smith. Más allá de sus diferencias tanto uno como otro adhieren a una
perspectiva (el orden natural del universo que culmina en la figura de Dios en
el caso del primero, la “mano invisible” en el segundo) que considera a las
contradicciones y conflictos sociales como temporales desajustes y fricciones
marginales, atribuibles a factores circunstanciales o ajenos a la lógica del
sistema. Huelga aclarar que tales visiones terminan por ratificar el carácter
“natural” del status quo y su condición de eterno e inmutable.
b.2) que la
lógica de la historia no es de identidad sino de contradicción. Un corolario de
lo anterior es que la lógica que preside el movimiento de la historia no es de
identidad sino de contradicción.
Lo que es a
su vez no es; es también su contrario y contiene en su seno su propia negación.
“Lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones,
por lo tanto, unidad de lo diverso” dice Marx, en línea con esta tesis, en su
“Introducción” de 1857. Esa unidad de lo diverso expresa el carácter
inevitablemente contradictorio de todo lo social, negado sistemáticamente por
todas las variantes del pensamiento burgués. Concebir a la historia desde la
perspectiva de la lógica de la identidad, como lo hace la ideología dominante,
significa asumir, muchas veces sin percatarse de ello, que aquélla se mueve
merced a la influencia de cambios acumulativos constituidos a su vez por una
sucesión de pequeños incrementos cuantitativos que, en su conjunto, dan lugar a
la evolución del sistema. Desde esa perspectiva no hay lugar para
discontinuidades, quiebres o rupturas. El proceso histórico es visto como una
gradual acumulación lineal de sucesos o, a lo máximo como una secuencia de
etapas. Para esta visión, profundamente conservadora, la revolución es sólo
concebible como una aberrante patología que por causas exógenas –la acción de
agentes perversos empecinados en subvertir “el orden natural del universo”-
vendría a interrumpir el curso “normal” de la historia. En el pensamiento
marxista, en cambio, el proceso histórico está precisamente impulsado por la
incesante dinámica que generan las contradicciones y los conflictos sociales.
Obviamente
que, llegados a este punto, habría que siempre tener presente la diversidad de
las contradicciones y antagonismos que generan las sociedades capitalistas y,
por eso mismo, la gran variedad de los sujetos que las encarnan.
b.3) el
carácter socialmente corrosivo y radical del método dialéctico. Resulta
evidente, a esta altura de la argumentación, que una metodología como la
dialéctica tiene que resultar en “escándalo y abominación” para la burguesía y
para sus representantes ideológicos. Y también para quienes sin serlo coinciden
con aquellos en condenar inapelablemente el valor de la metodología dialéctica
para el análisis de la realidad social. Esto se percibe claramente como uno de
los rasgos distintivos de la corriente mal llamada “pos-marxista”, mejor
caracterizada como “ex-marxista”, y que incluye a figuras como Ernesto Laclau,
Chantal Mouffe, Regis Debray, Ludolfo Paramio y, con sus matices diferenciales,
Michael Hardt y Antonio Negri (que en Imperio se solazan en una crítica tan
impiadosa como superficial a la dialéctica) y que terminan produciendo
discursos teóricos que, en todos los casos, terminan respaldando las tesis
fundamentales del pensamiento de la derecha. Tal es el caso de la famosa
“radicalización de la democracia” (burguesa) en Laclau y Mouffe, y la
valiosísima (para la derecha) nueva teorización sobre el imperialismo
desarrollada por Hardt y Negri. El nexo subterráneo que unifica a estos autores
es su común rechazo de la dialéctica, la misma que, “en su figura racional”
provoca las más furiosas reacciones de las clases dominantes y sus epígonos.
¿Por qué? Porque, como lo notaba Marx, en su argumentación junto a “la
intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la
inteligencia de su negación, de su necesaria ruina.” Es decir, la dialéctica
proclama la inevitable historicidad de todo lo social, y al hacerlo condena a
las instituciones y prácticas sociales fundamentales de la sociedad burguesa a
su irremisible desaparición.
La
metodología dialéctica es irreconciliable con la aspiración capitalista de
“eternizar” a su sociedad y sus instituciones, de hacerlas aparecer como diría
Francis Fukuyama, como “el fin de la historia.” Bajo su luz la propiedad
privada de los medios de producción y la relación salarial tanto como el
carácter mercantil de toda la vida social aparecen como lo que realmente son:
fenómenos históricos y, por ende, pasajeros, susceptibles de ser trascendidos
por la acción de las clases y capas subalternas.
Las
contradicciones que se agitan en su seno provocarán, tarde o temprano, su ocaso
definitivo. Por eso, como recordaba Marx, la dialéctica es, por esencia,
crítica y revolucionaria.”
Y por eso
mismo en las ciencias sociales dominadas por las concepciones filosóficas
propias de la burguesía la batalla en contra de la epistemología dialéctica es
una lucha sin cuartel y sin concesión alguna.
No hay otra
concepción que contenga premisas semejantes, y que cuestione tan radical e
intransigentemente el orden social existente.
Por eso
mismo, sin pensamiento dialéctico no hay pensamiento crítico.
Sin un
planteamiento que obligue permanentemente a identificar las contradicciones y
las tensiones de un sistema, y que haga de esta operación el principio
metodológico fundamental de cualquier análisis social, no hay posibilidades de
alimentar el pensamiento crítico.
La falacia
del determinismo economicista
Ya en los
tiempos en que Marx hacía su aparición en el escenario político e intelectual
europeo (segunda mitad del siglo XIX), y desde entonces no ha cesado de ser
esgrimida, se acusaba al materialismo histórico de explicar la complejidad de
la vida social por la reducción a los factores económicos. Con relación a ellas
conviene recordar lo expresado por Engels en una carta a J. Bloch, del mes de
septiembre de 1890. El amigo de Marx sostiene que “según la concepción
materialista de la historia, el factor que en última instancia (Nótese bien:
énfasis en el original/AAB) determina la historia es la producción y la
reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto.
Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único
determinante (énfasis en el original/AAB) convertirá aquella tesis en una frase
vacua, abstracta y absurda. La situación económica es la base, pero los
diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta –las formas
políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones, (…), las
formas jurídicas, (…), las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas
religiosas (…), -ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas
históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma”.
Y poco más
adelante, en esa misma carta, concluye que “el que los discípulos hagan a veces
más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte,
tenemos la culpa Marx y yo mismo.
Frente a los
adversarios teníamos que subrayar este principio cardinal que se negaba, y no
siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia
a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones”.
En otra
carta, dirigida en esta ocasión a K. Schmidt pocas semanas más tarde, en
Octubre de 1890, Engels ratificaba lo dicho anteriormente y señalaba que “de lo
que adolecen todos estos señores (sus críticos, obviamente. AAB) es de falta de
dialéctica.
No ven más
que causas aquí y efectos allí. Que esto es una vacua abstracción, que en el
mundo real estas antítesis polares metafísicas no existen más que en momentos
de crisis y que la gran trayectoria de las cosas discurre toda ella bajo formas
de acciones y reacciones –aunque de fuerzas muy desiguales, la más fuerte, más
primaria y más decisiva de las cuales es el movimiento económico- , que aquí no
hay nada absoluto y todo es relativo, es cosa que ellos no ven; para ellos, no
ha existido Hegel”.
No obstante,
sus críticos persistieron en denunciar al “determinismo económico” que, según
ellos, caracterizaba irremediablemente al materialismo histórico. En el célebre
“Prólogo” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de 1859,
leemos que “tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden
comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu
humano, sino que radican, por el contrario, en las condiciones materiales de
vida cuyo conjunto resume Hegel, siguiendo el precedente de los ingleses y
franceses del Siglo XVIII, bajo el nombre de “sociedad civil, y que la anatomía
de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.”
Primer
comentario: pese a que hoy nos parezca extraño, de hecho antes de la verdadera
revolución copernicana llevada a cabo por Marx en las ciencias sociales y las
humanidades las “relaciones jurídicas y las formas de Estado,” para no hablar
de la cultura y la ideología, eran de hecho comprendidas como producto de la
evolución general del espíritu humano y sin conexión alguna con las luchas
sociales y las condiciones materiales de vida de las sociedades. Es cierto que,
como hace tiempo lo observara Jacques Barzum, luego de Marx las ciencias
sociales jamás volverán a ser lo mismo.
Pero, en
momentos en que Marx y Engels daban a conocer sus ideas el “sentido común” de
su tiempo, construido sobre las premisas silenciosas del pensamiento burgués,
era irreductiblemente antagónico a sus concepciones y requería, por lo tanto,
de la aclaración que estamos comentando.
Prosigamos.
Marx explícitamente dice que todo aquello que se subsume bajo el nombre de
“superestructura” hunde sus raíces en las condiciones materiales de existencia
de los hombres. Esto quiere decir que todo ese conjunto de elementos, desde la
ideología, la filosofía y la religión hasta la política y el derecho, remiten a
una base material sobre la cual inevitablemente deben apoyarse. Si el derecho
romano afirma taxativamente la propiedad privada y el derecho chino, como lo
observara Max Weber, le asigna apenas un carácter precario y circunstancial
esto no se debe a otra cosa que al vigoroso desarrollo de prácticas de
apropiación privada existente desde los tiempos de la república en el caso de
Roma y a la extraordinaria fortaleza que la propiedad comunal exhibía en la
China de los albores del siglo veinte.
Pero Marx de
ninguna manera decía que el complejísimo universo de la superestructura era un
simple reflejo de las condiciones materiales de existencia de una sociedad.
Por eso
prosigue, en la cita que estamos analizando, diciendo que “el conjunto de estas
relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base
real sobre la que se eleva un edificio (Uberbau) jurídico y político y a la que
corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de
la vida material determina (“bedingen” en alemán. AAB) el proceso de la vida
social, política y espiritual en general.
No es la
conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser
social es lo que determina su conciencia.”
Una muestra
harto significativa de la ligereza con que a menudo se fundamenta la acusación
de “determinismo economicista” la provee, por ejemplo, la reproducción de la
extensa cita de Marx que acabamos de plantear y que se reproduce en uno de los
textos de Ernesto Laclau,
Nuevas
Reflexiones sobre la Revolución de Nuestro Tiempo así como en numerosos
trabajos de otros autores dedicados a examinar este tema.
Veamos un
poco: este pasaje de Marx fue tomado de una traducción al español de un texto
originalmente escrito en alemán y a partir del cual se “certificaría”
científicamente el carácter determinista del marxismo con las pruebas que
ofrece un verbo – bedingen – torpemente traducido, por razones varias y acerca
de las cuales es preferible no abundar, como “condicionar.”. Sin embargo, de
acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemán-Español los verbos bedingen y
bestimmen tienen significados muy diferentes.
Mientras que
traduce al primero como “condicionar” (admitiendo también otras acepciones como
“requerir”, “presuponer”, “implicar”, etc.), el verbo bestimmen es traducido
como “determinar”, “decidir”, o “disponer”. En el famoso pasaje del “Prólogo”
Marx utilizó el primer vocablo, bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la
crítica tradicional al supuesto “reduccionismo economicista” de Marx ha
insistido en subrayar la afinidad del pensamiento teórico de Marx con una
palabra, “determinar,” que éste prefirió omitir utilizando “condicionar” en su
lugar. Habida cuenta de la maestría con que Marx se expresaba y escribía en su
lengua materna y del cuidado que ponía en el manejo de sus términos, la
sustitución de un vocablo por el otro difícilmente podría ser considerada como
una inocente travesura del traductor o como un desinteresado desliz de los
críticos de su teoría. Esta sesgada interpretación de la voz en cuestión
reaparece nuevamente en otro pasaje de Nuevas Reflexiones, en el contexto de
una polémica con Norman Geras, y que lleva a su autor,
Ernesto
Laclau, a afirmar que “el modelo base/superestructura afirma que la base no
sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los
movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared.”
Para no
extender demasiado esta discusión, digamos en resumen que tal como lo vimos más
arriba, Marx empleó la palabra “condicionar” y no “determinar”. Por lo tanto,
no estamos aquí en presencia de una discusión hermenéutica acerca de la
“interpretación” correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo mucho más
elemental: de la tergiversación de lo que fuera explícitamente escrito por
Marx, de la resistencia a admitir que utilizó la palabra “condicionar” en vez
de “determinar,” y que esta opción terminológica no fue un mero descuido ni un
capricho sino producto de una elección teóricamente fundada. Sea por ignorancia
o por un arraigado prejuicio, lo cierto es que la flagrante deformación de lo
que Marx dejó prolijamente escrito en buen alemán ha potenciado los gruesos
errores interpretativos de una legión de críticos de la teoría marxista.
Concluimos,
entonces, con una nueva cita del libro de Lúkacs, en este caso extraída de su
capítulo dedicado al marxismo de Rosa Luxemburgo.
Allí el
teórico húngaro dice, con razón, que “no es la primacía de los motivos
económicos en la explicación histórica lo que constituye la diferencia decisiva
entre el marxismo y el pensamiento burgués, sino el punto de vista de la
totalidad. La categoría de totalidad, la penetrante supremacía del todo sobre
las partes, es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y brillantemente lo
transformó en los cimientos de una nueva ciencia.” Esta primacía del principio
de la totalidad es tanto más relevante si se recuerda la fragmentación y
reificación de las relaciones sociales características del pensamiento burgués.
El fetichismo propio de la sociedad capitalista tiene como resultado, en el
plano teórico, la construcción de un conjunto de “saberes disciplinarios” como
la economía, la sociología, la ciencia política, la antropología cultural y la
sociedad que pretenden dar cuenta, en su espléndido aislamiento, de la supuesta
separación y fragmentación que existen, en la sociedad burguesa, entre la vida
económica, la sociedad, la política y la cultura, concebidas como esferas
separadas y distintas de la vida social, cada una reclamando un saber propio y
específico e independiente de los demás. En contra de esta operación, sostiene
Lukács, “la dialéctica afirma la unidad concreta del todo”, lo cual no
significa, sin embargo, hacer tabula rasa con sus componentes o reducir “sus
varios elementos a una uniformidad indiferenciada, a la identidad.”
Lúkacs está
en lo cierto cuando afirma que los determinantes sociales y los elementos en
operación en cualquier formación social concreta son muchos, pero la
independencia y autonomía que aparentan tener es una ilusión puesto que todos
se encuentran dialécticamente relacionados entre sí. De ahí que nuestro autor
concluya que tales elementos “sólo pueden ser adecuadamente pensados como los
aspectos dinámicos y dialécticos de un todo igualmente dinámico y dialéctico”.
Tres aportes
centrales del marxismo
De lo
expresado, tres son los aportes centrales que deseamos reforzar para la
recuperación del marxismo.
En primer
lugar, conviene retomar las observaciones que Lúkacs hiciera a propósito de su
crítica a la fragmentación y reificación de las relaciones sociales en la
ideología burguesa y sus diversas manifestaciones teóricas. Una de las premisas
nodales del método de análisis de Marx, claramente planteada por éste en su
famosa Introducción de 1857 a los Grundrisse, sostiene que: “lo concreto es lo
concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones”, por lo tanto
unidad de lo diverso. No se trata, en consecuencia, de suprimir o negar la
existencia de “lo diverso”, sino de hallar los términos exactos de su relación
con la totalidad.
A la visión
marxista de la totalidad, le sumamos un segundo aporte: una aproximación a la
complejidad e historicidad de lo social. Ante un clima de época proclive a
exitismos de todo tipo, conviene tomar debida nota de algunos de los rasgos
distintivos que la crítica del materialismo histórico tradicionalmente le
hiciera a la tradición positivista en las ciencias sociales desde sus orígenes
y que hoy parecen ser ‘descubiertos’ por orientaciones innovadoras del
pensamiento científico de avanzada. En efecto, nos referimos a la crítica a la
linealidad de la lógica positivista, a la simplificación de los análisis
tradicionales que reducían la enorme complejidad de las formaciones sociales a
unas pocas variables cuantitativamente definidas y mensuradas, a la insensata
pretensión empirista de un observador completamente separado del objeto de
estudio. Como muy bien se observa en el Informe Gulbenkian, coordinado por
Immanuel Wallerstein, las nuevas tendencias imperantes han subrayado la
no-linealidad sobre la linealidad, la complejidad sobre la simplificación y la
imposibilidad de remover al observador del proceso de medición y la
superioridad de las interpretaciones cualitativas sobre la precisión de los
análisis cuantitativos. Por todo lo dicho debería celebrarse también la
favorable recepción que ha tenido la insistencia de Ilya Prigogine, uno de los
redactores del mencionado informe, al señalar el carácter abierto y no
pre-determinado de la historia.
Su reclamo
es un útil recordatorio para los dogmáticos de distinto signo: tanto para los
que desde una postura “supuestamente marxista” – en realidad anti-marxista y no
dialéctica – creen en la inexorabilidad de la revolución y el advenimiento del
socialismo, como para los que con el mismo empecinamiento celebran “el fin de
la historia” y el triunfo de los mercados y la democracia liberal.
Según el
marxismo la historia implica la sucesiva constitución de coyunturas. Claro que,
a diferencia de lo que proponen los posmodernos, éstas no son el producto de la
ilimitada capacidad de combinación “contingente” que tienen los infinitos
fragmentos de lo real. Existe una relación dialéctica y no mecánica entre
agentes sociales, estructura y coyuntura: el carácter y las posibilidades de
esta última se encuentran condicionados por ciertos límites
histórico-estructurales que posibilitan la apertura de ciertas oportunidades a
la vez que clausuran otras.
Marx
sintetizó su visión no determinista del proceso histórico cuando pronosticó que
en algún momento de su devenir las sociedades capitalistas deberían enfrentarse
al dilema de hierro por sí mismas engendrado.
No hay lugar
en su teoría para “fatalidades históricas” o “necesidades ineluctables”
portadoras del socialismo con independencia de la voluntad y de las iniciativas
de los hombres y mujeres que constituyen una sociedad.
Finalmente,
la relación entre la teoría y la praxis ocupa un tercer lugar clave en la
recuperación de la vitalidad que el marxismo puede insuflar a las ciencias
sociales. No desconocemos aquello que Perry Anderson denominara “el marxismo
occidental” caracterizado precisamente por “el divorcio estructural entre este
marxismo y la práctica política”. Este divorcio entre teoría y práctica y entre
reflexión teórica e insurgencia popular, que tan importante fuera en el
marxismo clásico, tuvo consecuencias que nos resultan demasiado familiares en
nuestro tiempo. El golpe decisivo para volver a reconstituir el nexo
teoría/praxis sólo podrá aportarlo la contribución de un marxismo ya recuperado
de su extravío “occidental” y reencontrado con lo mejor de su gran tradición
teórica.
Las causas
de la deserción de los intelectuales del campo de la crítica y la revolución
son muchas, y no pueden ser exploradas en su complejidad en este texto. En todo
caso, digamos que dos de los factores más importantes que la explican se
relacionan con la formidable hegemonía ideológico-política del neoliberalismo y
el afianzamiento de la “sensibilidad posmoderna”. Ante los estragos hechos por
ambos ideologemas, debemos recordar, todas las veces que resulte necesario, que
Marx se sentía urgido por trascender el régimen social capitalista y no estaba
interesado en develar sus más recónditos secretos por mera curiosidad
intelectual. De ahí que la reintroducción del marxismo en el debate
filosófico-político contemporáneo –así como en la agenda de los grandes
movimientos sociales y fuerzas políticas de nuestro tiempo- sea una de las
tareas más urgentes de la hora. Esperamos cotidianamente contribuir con nuestro
modesto aporte.
Fuente:
Tribuna Popular – Cuadernos Marxistas/Partido Comunista de Argentina
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