Franco y Martín
Artajo diseñaron una estrategia secreta y absurda para recuperar los depósitos
vendidos por la República. España sacrificó su prestigio diplomático para
escarnecer a Negrín y a los exiliados.
EULOGIA MERLE
A la memoria del profesor Enrique
Fuentes Quintana y del embajador Carlos Fernández Espeso
El “oro de Moscú” fue uno de los
grandes mitos del franquismo. Menos sabido es que también fue el secreto
de Estado por antonomasia de la dictadura. La humillante cláusula de activación
de las bases norteamericanas se conoció al fin y al cabo en ciertos círculos de
la Administración, tanto en la civil como en la militar, interesados en paliar
en lo posible sus efectos. La estrategia diseñada por Franco para “recuperar”
el oro solo se comunicó, sin embargo, a los más leales de entre los leales. Una
“pequeña” diferencia.
La movilización del oro del Banco
de España durante la Guerra Civil ha desvelado casi todos sus misterios. Quedan
detalles operativos. No será posible avanzar en este campo, por cierto muy
interesante, sin utilizar documentación rusa.
No se ha analizado, sin embargo, la
“estrategia” con la que Franco trató de “recuperar” el oro. Esto es algo para
lo que la documentación de procedencia soviética no es necesaria. Su diseño y
puesta en práctica permiten alumbrar dimensiones esenciales del funcionamiento
interno de la dictadura. No como se mostraba en los manuales de Derecho
Político, sino como fue en realidad.
Tal estrategia la diseñaron Franco
y su ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo tras recibir, a
finales de 1956, la documentación sobre las ventas de oro en Moscú que Juan
Negrín había conservado en el exilio. Al público se le informó únicamente de
que el Gobierno, merced a diversas gestiones, había conseguido obtener uno de
los originales del acta de depósito efectuado en la capital soviética por las
autoridades republicanas.
Es obvio que los rusos no
devolvieron el oro. Ningún historiador se ha atrevido, sin embargo, a analizar
las razones. Quien esto escribe es de la opinión que los errores de bulto o, más
exactamente, de principiante en que incurrió el inmarcesible Caudillo fueron
tales que el fracaso estaba determinado de antemano.
El Gobierno lanzó a sus funcionarios exteriores a defender la
devolución sin la mínima información
La supersecreta estrategia implicó
incluso mentir a los leales no autorizados a conocer la documentación recibida
y lanzar a la palestra (vía una prensa sometida a una censura de hierro) la
especie de que el Gobierno estaba en condiciones de reclamar el oro. Los medios
internacionales sin excepción se hicieron eco de ella (con muchas cábalas
excepto Pravda, que impugnó duramente las pretensiones franquistas y
mostró la habilidad soviética para nadar y guardar la ropa).
Sería, con todo, un error atribuir
toda la responsabilidad al extinto dictador. Numerosos servidores del régimen,
que hubieran debido saber mejor, se callaron o se plegaron a la voluntad
omnímoda del jefe del Estado. Entre ellos figuran personajes de toda prosapia
en la dictadura: además de Martín Artajo, estuvo por ejemplo el soldado de la Cruzada
y denodado batallador que fue el ministro de Hacienda Mariano Navarro Rubio. O
el entonces vicepresidente del Gobierno almirante Luis Carrero Blanco.
Secundados por figuras de segunda fila, pero miembros prominentes de la élite
de la élite de los servidores del régimen: embajadores (José Rojas Moreno, José
María de Areilza), abogados y letrados del Consejo de Estado, catedráticos de
Derecho Internacional, todos más o menos enzarzados en una lucha entre
bastidores de la que nadie ha dicho hasta ahora ni pío.
Puesto a engañar, el Gobierno
también engañó al propio Consejo de Estado, remanso de luminarias militares y
político-administrativas; sustrajo toda la información relevante al Banco de
España, sin que el ilustre gobernador, conde de Benjumea, chistara lo más
mínimo, y lanzó a sus funcionarios a una escaramuza diplomática sin darles
información. Todo muy fino y eficiente.
El sucesor de Martín Artajo,
Fernando María Castiella, mantuvo la dignidad ante los esfuerzos
“recuperacionistas” y las instrucciones absurdas del Consejo de Ministros. Pero
Gregorio López Bravo, que lo reemplazó, no estuvo a su altura. Sus “titánicos”
gestos (sobre todo de cara a la galería) contrastan con su lacrimosa
argumentación ante su colega soviético Andréi Gromiko en los años del franquismo
tardío.
Este es el trasfondo.
¿Cuál era el objetivo del genio
gallego? Amenazar a la URSS con acudir al Tribunal Internacional de Justicia de
La Haya basándose en los “derechos” que daba la posesión del acta de depósito.
Ahora bien, según pone de relieve una amplia documentación, incluidas las
discusiones habidas en el Consejo de Estado, a ningún jurista de entre los
leales de<TH>los leales se le ocurrió ponerla en duda. Si albergaron
alguna, se la guardaron para sí.
No seremos tan pedestres para afirmar
que las dudas podían provenir del hecho de que algunos, aunque pocos, sabían
que los republicanos habían vendido el oro. Un eminente director general de lo
Contencioso argumentó que no tenía la menor importancia: era preciso imponer la
primacía del derecho emanado del “régimen del 18 de Julio” sobre el derecho
internacional. No dijo cómo. De haberse conocido esta tesis en La Haya,
Washington, París, Londres o Moscú las carcajadas hubieran sido homéricas. No
se rieron, sin embargo, los señores ministros quienes le dieron la razón frente
a la opinión unánime de los consejeros de Estado, quizá porque dicho director
general había argüido algo que ningún historiador, tontos como somos, ha oteado
hasta el momento: el “expolio” del oro justificaba por sí la Guerra Civil.
Se amenazó a la URSS con recurrir al tribunal de la Haya, al que España
había renunciado en 1939
Ahora bien, ¿reparó alguien en otra
razón menos narcisista?: la España de Franco, miembro de Naciones Unidas desde
1955, había renunciado ante la Sociedad de Naciones, en el sublime éxtasis de
la Victoria el 1º de abril de 1939, al derecho a acudir a La Haya. Como, por
cierto, también la Unión Soviética había excluido la posibilidad de demandar
ante el Tribunal o ser demandada ante él.
Ya que no podemos creer que los
internacionalistas del régimen fuesen ignaros nos sorprende que a nadie se le
ocurriera poner en conocimiento de Franco y de sus ambiciosos fajadores tales
circunstancias, perfectamente conocidas de los profesionales.
La patata caliente la pasó Carrero
a Castiella, catedrático de Derecho Internacional, para que procediese en
consecuencia. Dice mucho a favor de este que hiciera caso omiso de tales
instrucciones. Tampoco le ocurrió nada.
Franco perseguía otros objetivos: I)
le interesaba ante todo ennegrecer la figura de Negrín y, por ende, de los
vencidos en la Guerra Civil; II) sembrar la disensión entre las filas
del exilio (con la inestimable aportación de Indalecio Prieto, siempre propenso
a hincar el cuchillo en su fallecido antagonista y cuyos artículos en El
Socialista el propio Castiella llevaba solícito a Franco); III)
potenciar la idea de que los republicanos, malísima ralea, habían robado el
tesoro de la nación. Por ello España, bajo la ilustrada guía de su conductor,
no había podido avanzar más rápidamente por el sendero del crecimiento
económico. La culpa la tenían los “malos españoles”. No él ni su régimen.
En conversaciones privadas con su
primo, Franco terminó distanciándose en cierta media de la ilusión de la
“recuperación”. Sin embargo, en cuanto López Bravo quiso aplicar una modesta Ostpolitik
a la española se le obligó a plegar velas. ¿Y qué se hizo con la “reclamación”?
La “estrategia” de Franco murió de
muerte natural con él. No sin que en el entretanto atravesara por algún que
otro episodio propio de una astracanada de las de Carlos Arniches. Cabe
albergar la razonable sospecha de que “alguien” debió reírse mucho en las
orillas del Moscova.
Ahora bien, dado que la política
exterior franquista siempre tuvo más de schein (imagen) que de wirklichkeit
(sustancia) no es de descartar que también el propio Franco se riese a su
manera. ¿Y los intereses inmanentes de España, incluidas las migajas de
prestigio diplomático? A él, plim.
Ángel Viñas es catedrático
emérito de la UCM. En septiembre publicará Las armas y el oro (Pasado
& Presente).
Fuente:
www.elpais.com
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