El valle de la libertad
En octubre
de 1944, 4.000 guerrilleros invadieron el Valle de Arán para liberar a España
de Franco. Fue el hecho de armas más importante tras la Guerra Civil. Fracasó y
se silenció. La novela 'Inés y la alegría', de Almudena Grandes, lo rescata
ahora del olvido.
No hay un
alma en el puerto de la Bonaigua. Tan solo la montaña peleándose con las nubes
bajas y una cruz herrumbrosa con una leyenda que ha perdido parte de las
letras: "El Señor está contigo, Luis". Desde estos 2.000 metros se
entiende a la perfección lo que el Valle de Arán tiene de paraíso, castillo y
ratonera. Hasta la apertura del túnel de Viella, a unos 40 kilómetros de aquí,
la Bonaigua era la única conexión con la Península de esta comarca de la
vertiente norte de los Pirineos, 620 kilómetros cuadrados de la provincia de
Lleida que se rigen por sus propias instituciones tanto como por un clima
propio. Aquí puede llover mientras al otro lado de la cordillera el sol luce a
sus anchas.
"Era ya
el momento de que la liberación cruzase los Pirineos"
La antigua quitanieves alemana, varada en lo más alto
y rodeada ahora de bosta de vaca -la Peeter la llaman, abreviando su
nombre: Scheefrase Peter-, empezó a funcionar, lo recuerda una placa, en 1944.
En octubre de ese año, alrededor de cuatro mil hombres armados entraron en el
valle por todos los lugares posibles, pero, sobre todo, por su puerta natural,
Pont de Rei, la cómoda conexión con Francia que sigue el curso del río Garona.
Habían salido de España al final de la Guerra Civil y combatido durante años en
la Resistencia francesa. Muchos habían entrado en París con el general Leclerc
y muchos más soñaban con entrar en Madrid. El partido comunista los convocó en
Foix y Toulouse -la capital simbólica del destierro español-, formaron un
ejército bajo las siglas de la Unión Nacional Española y llamaron a la
operación Reconquista de España.
La historia
y la geografía parecían de su parte. Cuatro meses antes, el 6 de junio, los
aliados habían desembarcado en Normandía. Era el momento de que la liberación
cruzase los Pirineos. Solo había que conseguir que los hechos consumados
ayudaran a vencer las reticencias de las potencias internacionales. Se trataba de
que el débil Gobierno republicano en el exilio se hiciera fuerte en el
interior. Los adalides de la democracia tendrían difícil ignorar a un
presidente legítimo instalado en su propio país. Ese presidente sería Juan
Negrín, y la capital provisional, Viella, el centro político del valle. Habría
que controlar la Bonaigua y el primitivo túnel de Viella, un estrecho agujero
de cinco kilómetros de largo y todavía en obras. El invierno haría el resto. La
nieve cerraría al ejército franquista los pasos menores y el tiempo correría a
favor de la guerrilla. Entre tanto, la población se uniría a los libertadores y
los aliados no tendrían más remedio que aportar a la República la ayuda que le
habían negado entre 1936 y 1939. En el escudo del Valle de Arán hay una llave,
y no es por casualidad.
Todo empezó
bien. Terminó
todo mal. Habían pasado apenas 24 horas desde la invasión cuando el castillo
comenzó a transformarse en ratonera. Después de semanas de entrada de
guerrilleros por Aragón y Navarra, una columna de hombres al mando del coronel
Vicente López Tovar cruzó el Garona a las seis de la mañana del 19 de octubre.
Después de asegurar el paso de Pont de Rei para recibir refuerzos y suministros
o retirarse si llegaba el caso, en unas horas llegaron a Bossòst. Fue el lugar
elegido como cuartel general después de una refriega con los militares.
Entretanto, en el este de Arán, camino de Baqueira, los disparos cruzaban de
pueblo a pueblo. Desde el campanario de Unha, los guerrilleros acosaban a los
guardias civiles atrincherados con una metralleta en la torre de la iglesia de
San Andrés, en Salardú.
Cuando la
ofensiva principal, en su ruta hacia Viella, alcanzó Es Bordes, encontró la
resistencia del destacamento militar acuartelado en el pueblo. La iglesia
conserva todavía los impactos de bala en la fachada. En la puerta de su casa, a
unos metros, Antonio Déo recuerda hoy los combates entre los guerrilleros y los
soldados parapetados en la torre. Él tenía 12 años y su padre era el alcalde,
conocía bien a los militares: "Ahí", dice señalando una vivienda
cercana, "cayó una bomba incendiaria. Ardieron dos casas más. Hubo
resistencia, pero los soldados eran 100, y los maquis, casi 5.000". Es
difícil encontrar en el Valle de Arán a alguien que quiera contar sus recuerdos
de la invasión. Eso sí, los que deciden bucear en sus recuerdos terminan
relatando su vida. "Aquí hubo unos 15 muertos en total", dice Déo,
que sería concejal del pueblo a partir de 1968: "Antes había 500
habitantes, ahora no deben de pasar de los 120. Vivíamos de las vacas. Y de lo
que se cultivaba. Ahora los que quedan trabajan fuera. Por eso el pueblo se
queda desierto hasta la noche".
Algunos de
los muertos de los que habla Antonio Déo están enterrados a doscientos metros
escasos de la plaza del pueblo, en un cementerio con vistas increíbles al río
Joue, que aflora en una cascada de película, 10 kilómetros más arriba, después
de nacer en el Aneto. En una pared del camposanto hay una lápida que señala una
fosa adornada con flores de tela. Lleva la fecha del comienzo de la invasión y
una leyenda: "Los antiguos guerrilleros FFI [Fuerzas Francesas de
Interior] a sus camaradas muertos en combate por la libertad". Debajo, una
tira de mármol nuevo ha añadido otra frase: "Y a los no
identificados".
En el valle,
las tumbas son el
único recuerdo del hecho de armas más importante ocurrido en territorio español
desde la Guerra Civil. El Consejo de Arán, no obstante, tiene previsto señalar
con paneles este mismo año los enclaves en los que queda algo de aquellos días
del otoño de 1944: un nido de ametralladoras en Pont d'Arrós, la sede de La
Caixa que centró los combates en Les, un búnker construido después de la
invasión para proteger la boca del túnel de Viella, abierto al tráfico en 1948
después de que un batallón de prisioneros ayudara a terminar los trabajos que
habían empezado en 1924.
Todo deberá
estar listo antes de que el invierno vuelva inaccesibles muchos de esos
lugares. Lo cuenta en su despacho del Consejo, en Viella, la historiadora Elisa
Ros, que recuerda que para muchos araneses la invasión de 1944 sigue siendo un
tabú: "La gente se encerró en sus casas y no quiso saber nada. Estaba
cansada de la Guerra Civil y lo vieron como una vuelta a empezar. Hubo dos
muertos civiles en un momento de descontrol, pero en general no hubo muchos
atropellos". La consigna de respetar a la población surgió del empeño de
Juan Blázquez Arroyo, que tenía 30 años entonces. Su nombre de guerra era
César, y su graduación, general de división del Ejército francés. Elisa Ros
muestra en un catálogo el carné que le extendió la seguridad francesa:
domiciliado en Toulouse, ojos y pelo negro, 1,75 metros de altura; rasgos
particulares: le falta un dedo.
El general
César había
nacido en Bossòst y fue elegido alcalde de su pueblo en 1936. Era militar de
carrera y había estudiado Derecho y Filología. En 1937 pasó al frente, y dos
años más tarde, al exilio. Después de dirigir en Toulouse el Centro de Albergue
de Intelectuales españoles refugiados, con la invasión alemana se unió a la
Resistencia tratando de organizar a sus compatriotas. Fue uno de los fundadores
de la Unión Nacional Española y terminó pasando por dos campos de
internamiento. Evadido, volvió a la lucha. Los aliados le condecoraron diez
veces. El Gobierno francés, con la Legión de Honor.
Blázquez
Arroyo, César, fue el jefe de información de la Operación Reconquista de
España. Dice Elisa Ros que, desde el principio, el militar era consciente de
que la acción era "inviable", pero que ante la insistencia de sus
superiores aconsejó la entrada por el Valle de Arán. Era el lugar que menos
riesgos comportaba y más fácil hacía la posible retirada. Muy mal se tenía que
dar el invierno para que no se pudiera volver a Francia por Pont de Rei, el
punto más bajo de la ratonera, un paso a tan solo 600 metros de altura en un
laberinto de montañas de hasta 3.000.
Pese a los
desvelos del antiguo alcalde, en la gente pesó más el miedo que las promesas de
libertad. Pocos se unieron a los guerrilleros. Muchos trataron de ayudar a sus
vecinos guardias civiles. Sentado en el poyo de la ermita de San Roque, en
Bossòst, Eugenio Marqués Bersach, 15 años en 1944, recuerda que "los
maquis" buscaron durante días a los dos guardias de su pueblo, Canejan. Se
habían escondido en una cueva, uno de ellos estaba casado con una chica del
pueblo y su cuñado les llevaba patatas para que no murieran de hambre.
"Comida, los maquis no nos pedían", recuerda; "se la traían de
Francia, pero la gente tenía mucho miedo. En parte por si había represalias por
la guerra. Hay quien dice que se llevaron ganado. En mi pueblo, no. ¿Que si la
gente habla de los maquis? Poco, pero acordarse se acuerda". También él se
acuerda. En Girona, durante el servicio militar -"del 51 al 52, el último
año del racionamiento"-, se encontró con, dice el nombre de carrerilla, el
teniente Francisco Torrado Contreras: "Me contó que él era el que había
sacado a los maquis del valle. No sé si sería verdad, pero cuando se enteró de
que yo era de aquí me quiso dar un enchufe para las oficinas, pero yo apenas
sabía las cuatro letras. Una lástima. En mi casa hablaba aranés. El catalán lo
aprendí durante la mili, en Camprodón; el castellano, en la escuela. Pero iba
poco". Había empezado como pastor a los nueve años. Así, dice con orgullo,
se ganó el traje de la comunión. Entrado junio y hasta el 7 de octubre, feria
de Salardú, se iba solo a la montaña con 600 vacas y dos perros. En invierno
echaba una mano en casa a lo que saliera, cazando martas o cortando abetos.
Trabajó hasta los 70 años. Ahora tiene 81. "Francisco Torrado Contreras
era el nombre", repite entre dientes.
Pero la
verdad es que el nombre era José Moscardó Ituarte, capitán general de Cataluña.
Visto el fracaso de la adhesión popular, a los guerrilleros les quedaban
todavía dos objetivos, y tan difíciles como el primero: tomar la Bonaigua y
conquistar Viella, la futura capital del Gobierno legítimo. Moscardó se encargó
de dar al traste con ambos. Él y Ricardo Marzo, el general de la División de
Montaña destinado a reforzar los Pirineos ante la evolución de la guerra
mundial, y también ante los rumores de actividad guerrillera. Después de un
momento de sorpresa que, según el relato de su propio hermana, llegó a sacar a
Franco de sus casillas, los refuerzos del Ejército franquista llegaron a la
Bonaigua antes que los republicanos, los contuvieron a las puertas de Viella y
se hicieron con el control de las obras del túnel. En poco tiempo se
desplegaron en el valle 50.000 efectivos. Solo quedaba Pont de Rei, la puerta
de salida. Todo terminó el 27 de octubre, nueve días después de haber
comenzado. Santiago Carrillo, alto cargo del buró político del PCE, se reunió
en Bossòst con el coronel Tovar y dio la orden de retirada. A la mañana
siguiente, los guerrilleros regresaron a Francia mientras a sus espaldas se iba
cerrando la frontera y, de paso, los libros de historia. El episodio se
convirtió en un párrafo desleído en los apéndices de algunos estudios sobre la
Guerra Civil.
Luego, el
silencio.
La escritora
Almudena Grandes recaló dos
veces en uno de esos párrafos. Estaba en las memorias de Manuel Azcárate,
miembro de la dirección comunista que preparó la invasión. La primera vez pasó
de largo. La segunda se convirtió en una obsesión. Buceó en los pocos libros
disponibles sobre el acontecimiento -los de Fernando Martínez Baños, Daniel
Arasa, Secundino Serrano y Francisco Moreno Gómez- y en las memorias y
biografías de todos los que tuvieron algo que ver en él. Décadas de desmemoria
habían hecho muy difícil el trabajo de los historiadores. Ni siquiera hay un
censo oficial de bajas. Muchas fuentes coinciden en fijar en 129 muertos las
pérdidas del bando guerrillero. Algunos añaden 240 heridos y 200 prisioneros.
En el Ejército, entre tanto, los muertos habrían sido una treintena. Pero todo
son versiones.
El agujero
de la historia era tan grande que por él podrían volver a pasar otros 4.000
hombres. El silencio de muchos de los protagonistas era tan clamoroso que en él
cabía una novela de 700 páginas. Esa novela es Inés y la alegría
(Tusquets), el primero de seis "episodios nacionales" sobre la
resistencia antifranquista. En la entrega inaugural, Almudena Grandes narra la
historia de amor de una muchacha de familia conservadora que termina uniéndose
a los guerrilleros instalados en Arán, un valle que, explica, solo visitó con
la novela terminada: "Si voy antes, corro el riesgo de que la realidad se
me imponga. Usé los mapas de Google, me hice unos planos con flechas y datos
-mi gran obra de ingeniería militar- y los colgué en la pared. Mi hija
se reía de mí... Luego fui y todo encajaba". La mezcla de imaginación y
documentación y la ausencia de testimonios sobre episodios concretos le
permitió "volver al siglo XIX, inventar batallas; la de Vilamòs, por
ejemplo".
"Me he
tomado la libertad de dar mi versión porque no hay una versión oficial",
dice la novelista. Junto a la trama amorosa, Grandes resume las claves de algo
que pudo ser y no fue. Con personajes reales esta vez, el resultado es casi
otra novela dentro de la novela: de espionaje, clandestinidad, supervivencia,
crueldad diplomática y soberbia política. El choque de trenes entre, la frase
se repite durante todo el libro, la historia inmortal y el amor de los cuerpos
mortales: "129, algunos más o muchos menos, los soldados de la UNE que no
lograron salir vivos de Arán, murieron para que nadie lo sepa", se lee en Inés
y la alegría. "La Historia con mayúsculas de los documentos y los
manuales los ha barrido con la escoba de los cadáveres incómodos".
Fue la
incomodidad de muchos lo que cerró la puerta de la memoria. A Franco, que oficialmente
trató siempre a los maquis de bandoleros, no le interesaba dar muestras de
debilidad. La propaganda se encargó de ocultar que durante días la bandera
republicana ondeó de nuevo en territorio español y que durante años su ejército
no pudo hacerse con el control absoluto de los Pirineos. Los aliados, entre
tanto, se desentendieron. De Gaulle, que no quería un segundo frente en el Sur,
empezaba a ver como un problema a los miles de españoles armados que habían
participado en la Resistencia y a Churchill le preocupaban casi más los
comunistas que los nazis, que terminarían rindiéndose al año siguiente. Para
entonces, Franco ya había declarado en una entrevista a la United Press
que España nunca había sido fascista y que no tenía ninguna alianza con las
potencias del Eje. La invasión del Valle de Arán fue declarado asunto de
política interna y todos miraron para otro lado.
La dirección
del partido
comunista, por su parte, quiso, mientras pudo, nadar y guardar la ropa. En
1939, Stalin firmó con Hitler su tratado de no agresión y no quería a los
dirigente del PCE en una Francia que terminaría siendo ocupada. Con el buró
político dividido entre América Latina y la URSS, donde estaba Dolores
Ibárruri, el partido quedó al mando de Jesús Monzón en territorio francés.
Lejos de resignarse a sobrevivir, Monzón reconstruyó una organización tan
numerosa como cohesionada que despertó en Moscú una mezcla de admiración y
recelo. Él fue el cerebro de la Operación Reconquista de España. Con la
invasión lanzada por el tobogán del otoño de 1944, Pasionaria ordenó a Santiago
Carrillo, que se encontraba en el norte de África preparando la entrada en
Málaga de un grupo de hombres armados, que se presentara en Francia. Durante
días, todo fueron cautelas. No podían evidenciar que una maniobra así se había
hecho sin que ellos estuvieran al corriente, por mucho que la consideraran una
quimera, ni contribuir a que Monzón se llevara las mieles del triunfo si la
locura era un éxito. Nadie movió un dedo para pedir a Stalin que lo moviera. El
sueño iba camino de convertirse en pesadilla cuando se dio la orden de
retirada. Nunca hubo una versión oficial, pero también el vacío tiene su
traducción: durante los años que siguieron a la invasión, muchos de sus
participantes fueron depurados por el PCE.
El penúltimo
capítulo de una operación que "pudo haber cambiado para siempre el destino
de España" fue, durante 60 años, el silencio. En él, dice Almudena
Grandes, "perece la memoria de unos cuantos miles de hombres que
arriesgaron su vida por la libertad y la democracia de su país. Ellos aportaron
el único elemento íntegramente positivo de este episodio". En su casa de
Madrid, después de mover los hilos imaginarios de una trama llena todavía de
sombras, la escritora recuerda que en la historia del partido comunista
hay "suficiente grandeza" como para que se reconozcan sin miedo sus
"miserias". Luego vuelve por un instante al Valle de Arán, a octubre
de 1944, y dice: "La llaman quimera, y en gran parte lo fue, pero podría
haber sido otra cosa. Y fue tan efímera... Pudo ser importante y se deshizo en
el aire...".
'Inés y la
alegría', de Almudena Grandes, se publica a primeros de septiembre en la
editorial Tusquets.
Fuente: www.elpais.com
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