La lucha final de la burguesía catalana
Durante décadas CiU ha conseguido imponer el conflicto nacional con España
al social interno. Siempre ha querido la independencia pero solo lo puede
desvelar ahora que el soberanismo es políticamente dominante
EULOGIA
MERLE
CiU ha
acelerado el ritmo de su larga marcha hacia la independencia. Ha transitado en
pocos años del híbrido pujolista queja-colaboración al català emprenyat; de
reclamar la integridad del Estatut a, olvidándolo, demandar la “caja y la
llave” de una hacienda propia, a la Vasca, so pena de independentismo, sobre el
que algunas encuestas reflejen el interesantísimo fenómeno de que obtiene más
apoyo que el electoral de los partidos nacionalistas sumados.
Los
problemas de Cataluña son graves. El déficit fiscal es real. Es inaceptable que
la cuota de solidaridad de Cataluña con otras autonomías rebaje su posición en
el ranking de riqueza autonómico. Pero, en política, cualquier acción, como la
reclamación de pacto fiscal, se lleva a cabo por más de un motivo, intenta ser
solución a más de un problema. Esta escalada es, principalmente, el intento de
asegurar una dinámica soberanista irreversible, en una tesitura de fragilidad
del estado español. CiU consigue, además, dos objetivos añadidos: no ser
perjudicada en sus expectativas electorales por la crisis, cuya culpa ha
externalizado al gobierno central y, que, cual PP valenciano, no le afecte el
goteo de datos sobre su financiación irregular y casos de corrupción.
Si el
catalanismo se permite este crescendo reivindicativo es porque ha dejado atrás
su gran peligro histórico: que las clases trabajadoras, de cultura
mayoritariamente no catalana, se opusiesen a su proyecto. Esta amenaza era
acuciante porque CiU ha sido incapaz de ampliar su espacio electoral más allá
de la clase alta y clases medias de origen catalán, nunca ha superado el
porcentaje demográfico de éstas, poco más del 30% de la población. El
catalanismo es la plataforma de hegemonía de la burguesía de origen catalán, y
CiU es su partido.
Las tácticas
que CiU ha elegido para mantener la iniciativa y hegemonía políticas, sin una
demografía mayoritaria ni dominio electoral estable, para conseguir la máxima
activación de sus bases y la máxima pasividad, cuando no subordinación, de su
oposición, son una gran lección política.
Dos han sido
sus tácticas principales. La primera resulta de la decisión más importante
sobre todo gran cambio político: el ritmo de avance. J. Pujol escogió en su día
el incrementalismo, basado en el reconocimiento que cambios sustanciales sólo
suceden por sorpresa, porque, si son anunciados de inicio, el status quo
desplegará tal resistencia que devendrán imposibles. En una “larga marcha”,
como la de CiU, el avance es lento e irregular, pero irreversible; la
perseverancia más necesaria que el coraje; los rumbos de navegación más
aproximados que exactos; y la ambigüedad sobre el objetivo final esencial. CiU
ha querido siempre la independencia pero sólo lo puede desvelar ahora, cuando
el catalanismo está en aquel momento –que a Mao Zedong tanto interesó
conceptualizar-- en que avances incrementales se transmutan en cambios rupturistas.
Es la ocasión del gran salto adelante.
La segunda
táctica ha sido priorizar los avances culturales. La lengua catalana y sus
instrumentos de consolidación --el sistema educativo y la televisión pública--
son tan importantes que A. Mas repetidamente utiliza la expresión “líneas
rojas” para referirse a su blindaje. El catalanismo, como si siguiera a A.
Gramsci, escogió el pausado ritmo evolutivo para dar tiempo a la hegemonía
cultural como fase previa al dominio político.
Las tácticas
de un partido como CiU no son suficientes para explicar dinámicas políticas
compuestas de secuencias acción-reacción-contra reacción. Salvo cierta
resistencia pasiva de la burocracia central en la negociación de
transferencias, no ha habido grandes reacciones por parte de los partidos
españoles a las reivindicaciones incesantes del catalanismo. Si el miedo a los
inmigrantes de otras partes de España explica las tácticas de CiU, otro temor
explica la pasividad de los partidos españoles. Éste tomó cuerpo el 30 de Mayo
de 1984, cuando una airada manifestación catalanista protestó la imputación de
J. Pujol por el affaire Banca Catalana. Aquel día PSOE y PP cogieron miedo al
catalanismo y su capacidad de movilización. No se podían permitir otro problema
nacionalista a añadir al vasco, entonces con ETA en su zenit. Este miedo, más
los incentivos de formación de mayorías en las Cortes, explican la no
resistencia de PP y PSOE al incrementalismo catalanista.
Pero si hay
un partido que ha facilitado el avance del catalanismo ha sido el partido
socialista de Cataluña. En su role de partido de gobierno desde los años del
President Pujol, cuando nacionalistas y socialistas se repartieron la
administración del país --Generalitat para CiU, ayuntamientos para la izquierda--
el PSC se concibió a sí mismo como un partido interclasista. Pero la
transversalidad del PSC fue desigual: mientras su base electoral, siempre fiel,
fueron los barrios y ciudades obreras de emigrantes españoles, sólo logró
avances blandos en los segmentos profesionales más cosmopolitas de la clase
media. El PSC renunció a aquello que es esencial a todo “partido”, que es,
precisamente, “partir”, dividir, aunque sea a un país, para ganar. Y sólo
hubiera podido hacerlo desde la activación de su base emigrante haciendo de la
confrontación social, alimentada por la cultural, el conflicto dominante del
país. Al tratar Cataluña como realidad suprema, inmanente, indivisible y
socialmente neutral, el PSC adoptó el supuesto básico de todo nacionalismo, liberando
las rutas de avance de CiU.
La
imposición de conflictos es la más formidable de las armas políticas y, durante
décadas, gracias a la pasividad del PSC, CiU ha conseguido imponer el conflicto
nacional con España al social interno, incluso ahora, en la mayor crisis
social. El soberanismo es políticamente dominante en Cataluña.
Sin embargo,
la burguesía catalana no ha finalizado su travesía. España es ahora un ente de
soberanía limitada, subordinada a una estructura superior. A CiU le queda un
segundo reto: el plácet de Europa. Para obtenerlo ha de volver a acertar sus
tácticas. La primera decisión, dificilísima, será elegir entre dos opciones:
Ante Europa ¿es más factible la independencia “en un solo país”? o ¿es más
conveniente ligar las aspiraciones de Cataluña a un bloque de naciones sin
estado? Y tiene, también, que acertar las respuestas a las preguntas esenciales
a todo conflicto. Primera, ¿cuánta visibilidad –p. ej., referéndums,
insumisión?: puede ser alta. Segunda, ¿cuánta intensidad –p. ej., arriesgar el
bienestar de la población?: ha de ser baja. Y ¿cuánto implicar a otros actores
–p. ej., organismos internacionales, observadores?: puede ser mucho. La lucha
final de la burguesía catalana será internacional.
Si CiU
acierta sus tácticas Cataluña será independiente. Pero será un estado-nación
cuando éstos ya no son lo que eran. No desfilará por Barcelona el 11 de
Septiembre la división acorazada Guifré el Pilós. No se imprimirá una moneda
propia. No tendrán las embajadas extranjeras enormes sedes en la Diagonal.
Tampoco tendrá una política exterior diferenciada que importe. Y A. Merkel, o
quien sea, no tratará a Cataluña mejor que M. Rajoy. El independentismo es
posible porque, para un mundo globalizado, la independencia de un país petit
–por utilizar la expresión de J. Guardiola-- es irrelevante.
Pero la
independencia sí sería relevante hacia dentro de Cataluña, un país que puede
ser pequeño pero que genera, admirablemente, un enorme valor añadido,
económico, social y cultural. F. Millet, el destacado miembro de la burguesía
barcelonesa implicado en el affaire del Palau, declaró, ya famosamente, que en
Cataluña los que mandan son unos cuatrocientos, que se encuentran en los mismos
sitios, que son como una familia, parientes o no. La independencia consolidaría
definitivamente la hegemonía de esta élite tradicional. No sólo de ella.
También la de las clases medias afiliadas a la misma, a las que pertenecen los
miles de cargos y políticos de la Generalitat catalanista, y los miles de
consultores, proveedores y empresarios que viven directa o indirectamente de la
administración autonómica. Lo que se juega con la petición de pacto
fiscal-y-si-no independencia es, además de una de las posibles soluciones a los
problemas económicos de Cataluña, el grado de monopolio que, en la
globalización, éstas clases tendrán sobre la captura de ese valor añadido.
Que la
burguesía catalana reivindique estructuras estatales en una Europa donde éstas
son cada vez menos relevantes indica que, en un mundo de competencia abierta,
necesita utilizar todos los mecanismos para mantener su hegemonía. Poco
sorprendente, dada su centenaria tradición proteccionista. El independentismo
es la fase superior del proteccionismo. Que sea factible es mérito de CiU y
demérito del PSC, el partido que no se atrevió a partir.
José Luis
Álvarez es doctor
en Sociología por la Universidad de Harvard.
Fuente: www.elpais.com
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