Una muestra rinde homenaje al retratista
pontevedrés que tuvo que esperar a la antesala de su muerte para ver cómo su
rutinario trabajo se convertía en una obra de autor
HENRIQUE
MARIÑO Madrid 20/02/2013 17:45 Actualizado: 20/02/2013 18:07
'Fermín, Avelino, Bautista y Pepiño', Soutelo de
Montes, 1957. © VIRXILIO VIEITEZ, VEGAP, 2013
Virxilio
Viéitez no era siquiera un fotógrafo de pueblo, acaso de aldea. Soutelo de
Montes es un lugar de una parroquia de Forcarei que no llega hoy al medio
millar de habitantes, pues la emigración se fue cobrando durante el pasado
siglo el tributo de los vástagos de esta tierra hasta dejarnos a una señora
enlutada que, ufana, posa con el receptor de radio que le envió su hijo desde
las Américas. Un pueblo que se aferra a un objeto es el reverso del progreso y
las personas (que no lo personajes) que se nos aparecen en las instantáneas
positivan la huella de la posguerra y de otros tantos atrasos seculares.
El sujeto,
en ocasiones, parece ser lo que tienen entre manos (un bolso, unas flores, un
juguete). El fondo, cuando no es una maltrecha sábana blanca, también se revela
como protagonista: los paisanos posan encima de una moto, delante de un camión,
junto a un coche. Símbolos de estatus cuya propiedad les era ajena, incluido el
vehículo que traslada a los novios a la iglesia, que pertenecía al propio
autor. Aunque entonces no sabía que era tal, ya que la suya era una fotografía
de subsistencia: disparar, revelar y [el arte de] cobrar. Su oficio,
exceptuando el proceso químico, se parecía más al de un notario, un enterrador
o un cura que da la extremaunción.
Virxilio
Viéitez (1930-2008)
aprendió en Palamós lo que era una propina de la mano del fotógrafo Juli
Pallí, quien lo introdujo en el cuarto oscuro. Allí se curtió fotografiando
a turistas extranjeros (que pagaban por adelantado y ofrecían alegremente el
tintineo de la vuelta) antes de regresar a Galicia, donde retrató el paisanaje
de la comarca de Terra de Montes.
Fotografía
documental, temas universales: la vida, la muerte y, antes del tránsito, esos
modestos placeres que otorga el fragor del vino. Básicamente, levantaba actas
del nacimiento de un crío, de las celebraciones familiares y de la defunción
del patriarca, que necesitaba ser registrada para dar fe de la inminente
partija a los parientes/herederos que habitaban al otro lado del charco.
La foto de
encargo se complementaría pronto con las exigencias del incipiente DNI, un
carné de identidad que requería una pequeña imagen.
Viéitez
fotografió así el rostro de Galicia, un frondoso árbol genealógico entre el que
se abriría paso, décadas después, la hija del que en breve iba a ser
considerado artista. Keta, cuyo padre le había prohibido en su infancia
entrar en la sala de revelado que había dispuesto en su propia casa por temor a
que la prole se envenenase, tuvo el arrojo de llevarse a hurtadillas hasta su
habitación una caja en la que habían parido cinco gatos: cuando la abrió y
desplegó sobre la cama los negativos, entendió que su padre guardaba un tesoro.
Cuando, ya jubilado,
una fracción de su archivo se expuso en Vigo, Viéitez se quedó con la boca
abierta. "Era un espectador ante su propia obra", recuerda Keta en Virxilio
Viéitez. Más allá del oficio, un documental de José Luis López Linares
que puede verse en Espacio Fundación Telefónica, cuya sede alberga la magnífica
exposición sobre el, ahora sí, autor pontevedrés. Aquellas fotos de carné,
ampliadas, se habían convertido en una obra cumbre de la etnografía. Viéitez
llamó la atención de las galerías internacionales, la crítica se rindió a su
Kodak y terminó frecuentando a Henri Cartier-Bresson, que había hecho lo
mismo en Francia, pero con apellido compuesto. "Él también tenía
fotografías borrosas, sin luz...", resoplaba el gallego al sacarle brillo
a los errores del padre del fotorreportaje.
Porque él
era un defensor de la imagen nítida, transparente. Fotógrafo certero, de una
sola toma, sabía qué quería antes de disparar y disponía la escena a su antojo.
Primaba el costumbrismo, aunque hay atisbos de realismo mágico. Siempre en
blanco y negro, aunque la exposición –comisariada por Enrica Viganò–
también plasma en color los pantalones acampanados que calzaban en los setenta
sus familiares y allegados. "La foto no tiene el porvenir que tuvo",
dijo antes de morir Virxilio, quien prefería la calle a la "fotografía de
adentro", como él la llamaba. Sin embargo, hay que agradecer a su hija
haberse colado en su laboratorio furtivo, adentrarse como un bandeirante
en aquella tupida selva de celuloide y seleccionar, entre más de 50.000
negativos, el sobrante del trabajo de su padre. Un excedente que, medio siglo
después, es arte.
Virxilio
Viéitez. Espacio Fundación Telefónica, Madrid. Hasta el 19
de mayo. Gratis.
Fuente: www.publico.es



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