Artículos de
Opinión | Enric Duran | 23-02-2013 |
Por otra
manera de evaluarnos, reconstruyamos el ser comunitario
Nuestra
sociedad parece no concebir que se pueda vivir de otra manera que no sea bajo
el régimen de la ley. Con una educación que desde la infancia nos mata el
espíritu de rebelión y nos conduce hacia una obediencia ciega a la autoridad,
perdemos toda iniciativa y la mera costumbre de razonar. Hace siglos que los
gobernantes insisten: respeto a la ley, obediencia a la autoridad. La mayoría
de los padres y madres educan a sus hijos con este sentimiento y la escuela lo
fortalece, convirtiendo a la ley en culto y en conductas ejemplares a aquellas
que la protegen de los rebeldes.
Pero ¿de qué
ley estamos hablando? Sabemos que el sistema legal de los Estados occidentales
es hijo del Derecho Romano. Es decir, hijo de un sistema legislativo que se
construyó en una época conocida por las barbaridades imperialistas y militares,
una era en la que el esclavismo y la pena de muerte eran tan cotidianas como el
sol y la luna. Un Imperio Romano que colonizó la Península Ibérica y con ésta a
sus habitantes originarios. Desde entonces, hemos pasado por todo tipo de
regímenes autoritarios, siglos y siglos de barbarie y perversión que han estado
acompañados del sometimiento al Derecho Romano. Así hemos llegado hasta la mal
llamada democracia que rige en la actualidad, sin que nunca haya habido una
ruptura con el ordenamiento jurídico romano.
Habría que
remontarse mil años atrás para comprender la fuerte aceptación e
interiorización generalizada de expresiones como “obediencia a la ley”. Al
conocer las atrocidades, que cometieron en épocas pasadas los nobles con los
hombres y mujeres del pueblo, podemos entender que aquellos que nunca
obtuvieron justicia vivieran como un triunfo el hecho de ver reconocidos, al
menos en teoría, algunos de sus derechos personales que les permitirían
salvarse de la arbitrariedad de los señores.
Cabe decir
que todavía en los siglos XIX y XX se consideraban los derechos como una
concesión que hacía el Estado a los individuos, o dicho de otra manera, como
una conquista del pueblo respecto a la predisposición del Estado a tener un
poder absoluto sobre la vida de las personas.
La
Declaración Universal de los Derechos Humanos aún no ha logrado en la
actualidad tener preeminencia en relación a los intereses específicos de los
mal llamados Estados-Nación que, basándose en las prioridades gubernamentales y
los intereses de los poderes económicos, consideran las libertades individuales
y los derechos colectivos como un fin deseable, pero no de obligado respeto.
Todavía hoy
vemos reproducirse un hecho paradójico: las personas, queriendo ser libres,
empiezan por pedir a sus opresores que los protejan modificando las leyes
creadas por estos mismos opresores, pero la posibilidad de modificación de
leyes en base al bien común no es más que una táctica preconcebida que consiste
en hacer pequeñas concesiones para conseguir el conformismo y la aceptación
sumisa de las grandes injusticias por parte de la mayoría de la población.
Pese a todo,
siempre encontramos rebeldes que no quieren obedecer las leyes, especialmente,
si conocen los intereses de control que las promueven y desconfían de las
intenciones de quienes las dictan; más aún si son personas que se sienten
capaces de crear y convivir en estructuras sociales horizontales en las que no
son necesarias más normas que aquellas dictadas por el sentido común y la
solidaridad.
Es el
legislador el que confunde, en un sólo y mismo código, las máximas que
representan los principios de convivencia con las normas que consagran la
desigualdad. Las costumbres y tradiciones, que son absolutamente necesarias
para la existencia de las sociedad, están hábilmente mezcladas con estas otras
normas que sólo son beneficiosas para los dominantes y que se mantienen por el
temor a suplicios peores.
Echamos de
menos en todo este recorrido histórico una ruptura jurídica, una nueva
construcción social del Derecho y los acuerdos de convivencia, que no sea fruto
de la reforma de una época anterior más oscura, que no tenga sus raíces en el
poder absolutista de la era de los emperadores, los reyes y los dictadores.
En la época
reciente, la de las llamadas democracias capitalistas y la “división de
poderes”, el poder judicial forma parte de los tres poderes opresores junto con
el legislativo y el ejecutivo. El poder judicial es el guardián supremo de la
obediencia y el control social mediante la vigilancia del cumplimiento de todo
tipo leyes, por más que sean abusivas e injustas.
El sistema
judicial se compone, sobre todo, de jueces y magistrados y, dada la división de
poderes, teóricamente goza de independencia respecto al ejecutivo y el
legislativo. Pero esta idea es errónea ya que, en la práctica, por su capacidad
de limitar la actividad del gobierno y la aprobación de nuevas leyes, influye
de forma determinante en la formulación y ejecución de las políticas públicas.
Al mismo tiempo, depende del ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, que
es quien le asigna presupuestos o establece los mecanismos de elección de los
cargos judiciales. Por todo ello, tal supuesta independencia no es más que un
espejismo.
Lo expuesto
hasta ahora no es más que una aproximación general sobre los Estados
supuestamente democráticos de Europa. A continuación, nos centraremos un poco
más en la opresión directa que nos ha tocado vivir.
En España,
el órgano de gobierno autónomo del poder judicial, con competencia en todo el
territorio, es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Se creó en 1978 para
mitigar la influencia de los elementos franquistas, con la principal función de
velar por la garantía de independencia de jueces y magistrados frente a los
otros poderes del Estado y se sitúa en una posición institucional de paridad
con el Gobierno, el Congreso los Diputados, el Senado y el Tribunal
Constitucional.
Recientemente,
el Consejo de Ministros del Estado español, a propuesta del Ministro de
Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, ha aprobado un proyecto de modificación de la
Ley Orgánica del Poder Judicial. La reforma pretende reforzar el hecho de que
sean los políticos (los más obedientes perros del BCE y el FMI) los que manden,
teniendo en sus manos la capacidad de colocar a jueces, corruptos o no, en los
lugares de autogobierno. Con tal propósito, se prevé que cualquier juez pueda
presentarse como vocal del CGPJ con el apoyo de sólo 25 miembros de la
judicatura, cuando hasta ahora debían ser 100. El hecho de que los vocales
tengan que ser refrendados por mayoría de 3/5 en el Parlamento hace que, en la
práctica, sea el PPSOE quien elige y, ahora mismo, la mayoría absoluta
garantiza al PP la posibilidad de nombramiento en función de la naturaleza
ideológica del candidato. En medio de los escándalos de corrupción política que
afectan a todos los estamentos gubernamentales parece vital para el PP
asegurarse un poder judicial afín para perpetuarse en el poder y mantenerse
impune.
Por encima
de la pirámide de los órganos jurisdiccionales está, como ojo vigilante, el
Tribunal Constitucional, que debe velar por el cumplimiento de la Constitución
Española a través de la revisión de las leyes y las normas con rango de ley.
La
Constitución vigente, de 1978, es el resultado de un pacto entre las fuerzas de
la dictadura y las opuestas, pacto que fue aprobado bajo el control armado del
ejército franquista que, maquillado de democracia, consiguió ser aceptado en
referéndum.
Pero, ¿qué
podríamos esperar de un sistema judicial que se somete al mantenimiento de una
estructura visiblemente fascista? Nada bueno, al igual que poco más podríamos
esperar si la Constitución se hubiera redactado y firmado en otras
circunstancias, ya que en su redacción está implícito el autoritarismo y el
sometimiento de la mayoría a los intereses de una minoría que ha secuestrado el
poder y no está dispuesta a devolverlo a la ciudadanía.
Y en
paralelo a todo el esfuerzo por aparentar independencia, la cruda realidad nos
hace ver que los que han tocado poder, ya sea político, financiero o
propiamente judicial, no terminan nunca en prisión. No han ido a la cárcel si
han asesinado bajo una dictadura fascista, como nos recordarán los que luchan
por la defensa de la Memoria Histórica. Ni tampoco han acudido hoy por hoy, los
que en la actualidad han sido responsables, con la corrupción política y el crédito
sin control, de la crisis sistémica que nos acompaña, la cual ya ha arruinado
económicamente a cientos de miles de personas y que, dada la impunidad de los
culpables, a nivel popular tiene más tirón denominarla, simplemente, “una gran
estafa.”
No somos los
únicos que sentimos que la justicia es injusta y que vemos como la corrupción
ha llegado a todos los estamentos de la mal llamada democracia. Desde la misma
“boca del lobo”, más de 1000 miembros de la carrera judicial se adhirieron en
2010 a un manifiesto que denunciaba la “politización” del sistema judicial y
advertía de que peligraba la independencia de la justicia. Un año antes, en un
estudio realizado por el Consejo General de la Abogacía española con más de
5.000 abogados, se concluyó que el 85% estaban de acuerdo en que el Consejo
General del Poder Judicial se ha convertido en un órgano tan politizado que
difícilmente puede gestionar de forma eficiente e imparcial el funcionamiento
de la justicia. En este mismo estudio se afirmaba que el 71% de los abogados
pensaba que la justicia funciona mal, pero a la vez, el 82% creían que con
todos sus defectos e imperfecciones, la Administración de Justicia representa
la garantía última de la defensa de la democracia y de las libertades.
Nos podemos
preguntar que pensarán ahora, cuando en este 2012 se ha producido una
“elitización” del acceso al sistema judicial, a través de un incremento de la
tasas judiciales que privan de la defensa de sus derechos a quien no tiene
capacidad económica suficiente. Lo que, sumado a los costes de procuradores y
abogados, desincentiva a quienes no son ricos de defender sus derechos por vías
judiciales.
¿Y se
atreven a mantener hipócritamente el artículo constitucional “Los españoles son
iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación ninguna por razón
de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social“?
Éste no es
más que uno de muchos ejemplos de cómo la ley dice una cosa y en la realidad en
pasa otra; de cómo el Estado se plantea mejorarnos la vida y sucede lo
contrario, de cómo determinados funcionarios dicen deber al pueblo su
existencia y en realidad atentan contra el pueblo. A todo enfrentamiento contra
la vieja hipocresía liberal para construir dignidad deberíamos llamarlo
políticamente “descolonización”.
En este
contexto discordante, los actores de la justicia, al igual que los médicos o
los periodistas, tienen que sufrir lo que se llama disonancia cognitiva, un
mecanismo psicológico que se activa cuando una persona se ve forzada a hacer
algo completamente diferente a lo que en origen era su sentir. Cuando las
recompensas o los castigos se incrementan, la magnitud de la disonancia crece,
esta situación lleva a que los viejos sueños de juventud se dobleguen al
pragmatismo. Un mecanismo psicológico que el poder político y económico sabe
aprovechar.
Para poder
serlo, un juez debe ser despojado de todos los sentimientos que forman la parte
más noble de la naturaleza humana y vivir en un mundo de ficciones jurídicas,
aplicando penas de privación de libertad sin pensar, ni siquiera un momento, en
el abismo de degradación en el que ha caído frente a los que condena. Vemos una
raza confeccionadora de leyes, que legisla sin saber sobre lo que legisla, pero
que no olvida la multa que afecta a hombres mil veces menos inmorales de lo que
son ellos mismos. Vemos, al fin y al cabo, la pérdida de sentimiento humano del
carcelero, al policía convertido en perro de presa, al espía despreciandose a
sí mismo, la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema,
todos los vicios, todo lo perverso de la naturaleza humana favorecido y
cultivado para el triunfo de la ley.
¿Podemos
entender que en más de dos milenios no haya habido una revolución jurídica?
¿Podemos aceptar que estemos todavía sufriendo que un reducido grupo de
elegidos, en base a su ideología conservadora y afín al gobierno de turno,
tengan el papel de dioses y puedan decidir sobre el futuro de nuestras vidas?
Podemos
asumir que nos rija un sistema basado en la penalización, en el castigo,un
sistema que no deja de encontrar atajos para que los del bando del poder no
vayan a la cárcel, mientras encarcela a quienes somos más activos como pueblo?
Nos encarcelan a la que pueden sin tener en cuenta todo lo que en positivo
podemos estar haciendo para mejorar la sociedad ?. En todo caso, si lo tienen
en cuenta, será para agravar nuestra pena, ya que son parte interesada en
perpetuarse en el mismo poder que queremos hacer caer. ¿Pueden ser parte
implicada y al mismo tiempo jueces?
Una figura,
la de los jueces, que históricamente se ha puesto al servicio de cualquier
régimen, imperial, dictatorial, falsamente democrático, oligárquico,
plutocrático o de la naturaleza que sea, mientras sea eficaz para perpetuar las
desigualdades. ¿Esta gente nos debe juzgar? ¿Y quién los juzgará a ellos?
¿Realmente
les queremos pedir que nos absuelvan después de juzgarnos? ¿En base a qué les
deberíamos dar la legitimidad para ser jueces de nuestro destino?
Nunca hemos
decidido que haya una élite por encima nosotros que tenga atribuida la
capacidad de juzgarnos; nunca desde la soberanía popular se ha delegado
legítimamente el delicado papel de decidir sobre el bien y el mal. Nunca hemos
participado de una deliberación seria sobre la justicia y el derecho.
Es necesario
que descolonicemos el imaginario jurídico heredado de un Imperio, de cuando
éramos plebeyos y los patricios nos juzgaban para imponernos sus leyes. Es
necesario que recuperemos nuestra autonomía como pueblo. No tenemos que pedir
permiso para ser libres, ni tenemos que pedir permiso para autoorganizarnos;
tenemos que empoderarnos y ser capaces de resolver entre nosotros los
conflictos que, indudablemente, surgirán de la convivencia entre personas, aún
perturbadas por la falta de confianza y por el miedo.
Se nos puede
llamar soñadores, se nos puede llamar radicales, se nos puede llamar rebeldes,
se nos puede decir que somos muchas cosas, pero no se nos puede juzgar por
serlo, en base a los paradigmas de un sistema caduco y envejecido que debería
dejar paso a la renovación de la cultura y la recuperación de los valores
comunitarios entre los seres humanos.
El sistema
no parará de perfeccionar sus métodos de dominio y sabemos que ya no le basta
con las leyes. Una manera de extender este dominio es mediante la
patologización de los comportamientos molestos. Últimamente se ha catalogado la
rebeldía como enfermedad psiquiátrica, dando la posibilidad de corregir desde
la infancia todo indicio de cuestionamiento a la autoridad y fomentando las
actitudes sumisas con medicación científicamente avalada para lograr el control
social. Pero bueno, si hay que desobedecer a determinados médicos también lo
haremos.
Por todo lo
expuesto nos declaramos en alegre y constructiva rebeldía.
Cada vez
somos y seremos más los y las que desobedeceremos toda ley que venga impuesta
por tribunales alejados de nuestras vidas y sometidos a unas leyes superiores
que, si en otro tiempo tuvieron un carácter religioso, en la actualidad, esa
divinidad se ha disfrazado de dinero, de avaricia, de egoísmo y de destrucción
de la Tierra y de la dignidad humana.
Declaramos
abiertamente nuestra desobediencia a los sistemas judiciales de los Estados y a
todas las herramientas de las que éstos disponen para tratar de impedir que
llevamos a la práctica nuestra voluntad profunda de emancipación y
reconstrucción del ser comunitario.
Sin
sentimientos de apoyo mutuo y práctica de solidaridad, la vida en sociedad de
los humanos hubiera sido prácticamente imposible. Y estos sentimientos y
prácticas no han sido establecidos por las leyes; son anteriores a todas las
leyes y provienen de la experimentación y el aprendizaje útil de generaciones y
generaciones, de la cooperación necesaria para mantener la cohesión social.
La hospitalidad,
el respeto a la vida, el sentimiento de reciprocidad, la compasión, el apoyo
mutuo, el autolimitarse uno mismo en interés de la comunidad, entre otras
cosas, son consecuencia de la vida en común entre personas libres, adheridas a
unos principios comunes y no sometidas a ninguna autoridad externa a su propia
colectividad.
Necesitamos
una nueva institucionalidad de derechos y deberes, fundamentada en valores
sociopolíticos comunitarios. La evaluación y mejora de los comportamientos en
el seno de la sociedad debe recuperar la escala humana, debe hacerse en
proximidad, entre personas que se conocen, que tienen principios comunes, que
se tienen confianza, que cooperan recíprocamente y que se pueden mirar a los
ojos.
[Catalá]
Ni lleis per
mantenir les desigualtats, ni judicis que perpetuïn l’opressió. Per una altra
manera d’avaluar-nos, reconstruïm l’ésser comunitari
Comunicat
d’Enric Duran (1/3)
La nostra
societat sembla no concebre poder viure d’una altra manera que no sigui sota el
règim de la llei. Amb una educació que des de la infantesa ens mata l’esperit
de rebel·lió i ens condueix cap a una obediència cega a l’autoritat, perdem
tota iniciativa i costum de raonar. Fa segles que els governants insisteixen:
respecte a la llei, obediència a l’autoritat. La majoria dels pares i de les
mares eduquen els seus fills amb aquest sentiment i l’escola l’enforteix, tot
convertint la llei en culte i en conductes exemplars aquelles que la
protegeixen contra els rebels.
Però de
quina llei estem parlant? Sabem que el sistema legal dels estats occidentals és
fill del dret romà. És a dir, és fill d’un sistema legislatiu que es va
construir en una època coneguda per les barbaritats imperialistes i militars,
una era en què l’esclavisme i la pena de mort eren tan quotidians com el sol i
la lluna. Un imperi romà que va colonitzar la península Ibèrica i amb aquesta
els seus habitants originaris. Des de llavors, hem passat per tot tipus de
règims autoritaris, segles i segles de barbàrie i perversió han estat
acompanyats del sotmetiment al dret romà. Així, hem arribat fins a la mal
anomenada democràcia, que regeix en l’actualitat, sense que mai no hi hagi
hagut un trencament amb l’ordenament jurídic romà.
Ens hem de
remuntar mil anys enrere per comprendre la forta acceptació i interiorització
generalitzada d’expressions com «obediència a la llei». Quan comencem a tenir
coneixement sobre les atrocitats que havien comès en èpoques passades els
nobles amb els homes i dones del poble, podem entendre que aquells que mai no
havien obtingut justícia vivien com un triomf veure reconeguts, si més no en
teoria, alguns dels seus drets personals, que els permetien salvar-se de
l’arbitrarietat del senyors.
Val a dir
que, encara en els segles XIX i XX se sol entendre els drets com unes
concessions que fa l’Estat als individus o, dit d’una altra manera, com una
conquesta del poble pel que fa a la predisposició de l’Estat a tenir un poder
absolut sobre la vida de les persones.
La
Declaració Universal dels Drets Humans encara no ha aconseguit en l’actualitat
tenir preeminència en relació amb els interessos específics dels mal anomentats
Estats-Nació, que en base a les prioritats governamentals i als interessos dels
poders econòmics, soterren les llibertats individuals i els drets col·lectius a
una situació simplement de finalitats desitjables, però no de respecte obligat.
Encara avui,
veiem com es reprodueix un fet paradoxal: les persones, volent ser lliures,
comencen per demanar als seus opressors que els protegeixin tot modificant les
lleis creades per aquests mateixos opressors; i tota possibilitat de
modificació de lleis en base al bé comú passa com una tàctica preestudiada, en
què les petites concessions pretenen aconseguir el conformisme i l’acceptació
submisa de la majoria de la població.
Amb tot,
sempre trobem arreu rebels que no volen obeir les lleis; més si coneixen els
interessos de control que les promouen i desconfien de les intencions dels qui
les dicten; més si son persones que se senten capaces de crear i conviure en
estructures socials horitzontals en les quals no calen més normes que aquelles
dictades pel sentit comú i la solidaritat.
És el
legislador qui confon en un sol i mateix codi les màximes que representen els
principis de convivència amb les normes que consagren la desigualtat. Els
costums i les tradicions, que són absolutament necessaris per a l’existència de
las societat, estan hàbilment barrejats amb aquestes altres normes que només
són beneficioses per als dominants i que es mantenen pel temor a suplicis
pitjors.
Trobem a faltar
en tot aquest recorregut històric un trencament jurídic, una nova construcció
social del dret i els acords de convivència, que no sigui fruit de la reforma
d’una època anterior més fosca; que no tingui les seves arrels en el poder
absolutista de l’era dels emperadors, dels reis i dels dictadors.
En l’època
recent, de les anomenades democràcies capitalistes, en el que se’n fa dir la
«divisió de poders», el poder judicial forma part dels tres poders opressors,
junt amb el legislatiu i l’executiu. El judicial és el guardià suprem de
l’obediència i del control social mitjançant la vigilància del compliment de
tot tipus de lleis, per més que siguin abusives i injustes.
El sistema
judicial es compon, sobretot, de jutges i magistrats i, amb la divisió de poders,
teòricament té independència respecte a l’executiu i el legislatiu, però
aquesta idea és errònia, ja que en la pràctica, per la seva capacitat de
limitar l’activitat del govern i d’aprovar noves lleis, influeix de forma
determinant en la formulació i l’execució de les polítiques públiques. Alhora,
depèn de l’executiu a través del Ministeri de Justícia, que és qui li assigna
pressupostos o estableix els mecanismes d’elecció dels càrrecs judicials. Amb
tot això, la tal suposada independència no és més que un miratge.
Fins aquí,
tot l’exposat es pot generalitzar de manera aproximada, als estats suposadament
democràtics d’Europa; tot seguit, ens centrarem —una mica més— en l’opressió
directa que ens ha tocat viure.
A l’Estat
espanyol, l’òrgan de govern autònom del poder judicial, amb competència a tot
el territori, és el Consell general del poder judicial (CGPJ). Es va crear el
1978 per mitigar la influència dels elements franquistes, amb la funció
principal de vetllar per la garantia d’independència dels jutges i magistrats
front als altres poders de l’Estat i se situa en una posició institucional de
paritat amb el govern, Congrés dels diputats, Senat i Tribunal constitucional.
Recentment,
el Consell de ministres de l’Estat espanyol, a proposta del ministre de
Justícia Alberto Ruiz-Gallardón, ha aprovat un projecte de modificació de la
Llei orgànica del poder judicial. La reforma pretén reforçar el fet que siguin
els polítics (els més obedients gossos del BCE i de l’FMI) els qui manin i
tinguin a les seves mans la capacitat de col·locar jutges, corruptes o no, als
llocs d’autogovern. Per a aquesta fita, es preveu que qualsevol jutge pugui
presentar-se com a vocal del CGPJ amb el suport de només 25 membres de la
judicatura, quan fins ara n’havien de ser 100. El fet que els vocals hagin de
ser aprovats per una majoria de 3/5 parts al Parlament fa que, en la pràctica,
sigui el PPSOE qui triï: de fet, ara mateix, la majoria absoluta del PP els
garanteix la possibilitat de nomenament en funció de la naturalesa ideològica
de cada candidat. Al mig dels escàndols de corrupció política que afecten tots
els estaments governamentals sembla vital per al PP assegurar-se un poder
judicial afí per tal de perpetuar-se en el poder i mantenir-se impune.
Per sobre de
la piràmide dels òrgans jurisdiccionals està, com a ull vigilant, el Tribunal
constitucional, que ha de vetllar pel compliment de la Constitució espanyola a
través de la revisió de les lleis i de les normes amb rang de llei. La
Constitució, vigent des de 1978, és el resultat d’un pacte entre les forces de
la Dictadura i les que s’hi havien oposat; la qual va ser aprovada sota control
armat de l’exèrcit franquista. El maquillatge democràtic d’aquesta reforma està
en el fet que va ser acceptada per referèndum.
Però, què podíem
esperar d’un sistema de justícia que se sotmet al manteniment d’una estructura
visiblement feixista? Res de bo, igual que poca cosa més no podríem esperar si
la Constitució s’hagués redactat i firmat en altres circumstàncies, ja que la
seva redacció porta implícit l’autoritarisme i el sotmetiment de la majoria als
interessos d’una minoria que ha segrestat el poder i no està disposada a
retornar-lo a la ciutadania.
I, en
paral·lel a tot l’esforç a aparentar independència, la crua realitat ens fa
veure que els que han tocat poder, ja sigui polític, financer o pròpiament
judicial, no acaben mai a la presó. No han anat a la presó si han assassinat
sota una dictadura feixista, com ens recordaran els que lluiten per la defensa
de la memòria històrica. Ni tampoc no hi han anat, ara per ara, els que en
l’actualitat han estat responsables, amb la corrupció política i el crèdit
sense control, de la crisi sistèmica que ens acompanya, la qual ja ha arruïnat
econòmicament centenars de milers de persones i que, donada la impunitat dels
culpables, a nivell popular té més tirada a anomenar-se simplement «una gran
estafa».
No som els
únics que sentim que la justícia és injusta i que veiem com la corrupció ha
arribat a tots els estaments de la mal anomenada democràcia. Des de la mateixa
gola del llop, més de 1.000 membres de la carrera judicial es van adherir l’any
2010 a un manifest que denunciava la «politització» del sistema judicial i
s’advertia que perillava la independència de la justícia. Un any abans, en un
estudi realitzat pel Consell general de l’advocacia espanyola, amb més de 5.000
advocats, va concloure que el 85% estaven d’acord que «el consell general del
poder judicial s’ha convertit en un òrgan tan polititzat que difícilment pot
gestionar de forma eficient i imparcial el funcionament de la justícia«». En
aquest mateix estudi s’afirmava que el 71% dels advocats pensava que «la
justícia funciona malament», però alhora, el 82% creien que «amb tots els seus
defectes i imperfeccions, l’administració de justícia representa la garantia
última de la defensa de la democràcia i de les llibertats».
Ens podem
preguntar què en deuen pensar ara, quan el passat 2012 es va aplicar una
elitització de l’accés al sistema judicial a través d’un increment de taxes
judicials, que priven a qui no té capacitat econòmica suficient de defensar els
seus drets al si de l’Administració de justícia. I això, sumat als costos de
procuradors i advocats, desincentiva els qui no són rics per poder defensar els
seus drets per vies judicials.
I s’atreveixen
a mantenir hipòcritament l’article constitucional «Els espanyols són iguals
davant la llei, sense que pugui prevaldre cap discriminació per raó de
naixement, raça, sexe, religió, opinió o qualsevol altra condició o
circumstancia personal o social»?
És un dels
molts exemples en què la llei diu una cosa i en la realitat en passa una altra;
on el disseny de l’estat es planteja millorar-nos la vida i succeeix just el
contrari; on determinats funcionaris diuen deure-li al poble la seva existència
i en realitat hi atempten en contra. Tot l’enfrontament contra la vella
hipocresia liberal, per a construir dignitat, l’hem d’anomenar políticament
descolonització.
En aquest
context discordant, els actors de la justícia, tant com els metges o els
periodistes, han de patir el que s’anomena dissonància cognitiva, un mecanisme
psicològic que s’activa quan una persona es veu forçada a fer una cosa
completament diferent al que en origen era el seu sentir. Però, quan les
recompenses o càstigs s’incrementen, la magnitud de la dissonància creix i la
situació els imposa que els vells somnis de joventut han de plegar-se al
pragmatisme. Un mecanisme psicològic que el poder polític i econòmic sap
aprofitar.
Per poder
ser-ne, un jutge ha de quedar despullat de tots els sentiments que formen la
part més noble de la naturalesa humana i viure en un món de ficcions
jurídiques, que aplica amb penes de privació de llibertat sense pensar, ni tan
sols un moment, en l’abisme de degradació al qual ha caigut front als que
condemna. Veiem una raça confeccionadora de lleis, legislant sense saber sobre
el que legisla, però que no oblida la multa que afecta a homes mil vegades
menys immorals del que són ells mateixos. Veiem, al cap i a la fi, la pèrdua de
sentiment humà del carceller, el policia convertit en gos de pressa, l’espia
menyspreant-se a si mateix, la delació transformada en virtut, la corrupció
erigida en sistema; tots els vicis, tota la perversió de la naturalesa humana
afavorida i cultivada per al triomf de la llei.
Podem entendre
que durant més de dos mil·lennis no hi hagi hagut una revolució jurídica? Podem
acceptar que estiguem encara patint com un reduït grup d’escollits, en base a
la seva ideologia conservadora i afí al govern de torn, tinguin el paper de
Déus i puguin decidir sobre el futur de les nostres vides?
Podem
assumir que ens regeixi un sistema basat en la penalització, en el càstig, que
no deixa de trobar dreceres perquè els del bàndol del poder no vagin a la
presó, mentre als que som més actius com a poble, ens empresonen sixí que
poden, sense tenir en compte tot el que podem estar fent en positiu per
millorar la societat?
Si en
qualsevol cas ho tenen en compte serà per agreujar la nostra pena, ja que són
part interessada a perpetuar-se en el mateix poder que volem fer caure. Poden
ser part implicada i alhora jutges?
Una figura,
la dels jutges, que històricament s’ha posat al servei de qualsevol règim,
imperial, dictatorial, falsament democràtic, oligàrquic, plutocràtic o de la
naturalesa que sigui mentre fos eficaç per perpetuar-hi les desigualtats.
Aquesta gent ens ha de jutjar? I qui els jutjarà a ells?
Realment,
els volem demanar que ens absolguin, després de jutjar-nos? En base a què els
hauríem de donar la legitimitat de ser jutges del nostre destí?
Mai no hem
decidit que hi hagi una elit per sobre nostre que tingui atribuïda la capacitat
de jutjar-nos; mai des de la sobirania popular no s’ha delegat legítimament el
delicat paper de decidir sobre el bé i el mal. Mai no hem participat d’una
deliberació seriosa sobre la justícia i el dret.
Cal que
descolonitzem l’imaginari jurídic que ens va arribar d’un Imperi, de quan érem
plebeus i els patricis ens feien jutjar per imposar-nos les seves lleis. Cal
que recuperem la nostra autonomia com a poble. No hem de demanar permís per a
ser lliures, ni hem de demanar permís per a autoorganitzar-nos; hem
d’empoderar-nos i ser capaços de resoldre entre nosaltres els conflictes que
indubtablement sorgiran de la convivència entre persones encara pertorbades per
la manca de confiança i per la por.
Se’ns pot
dir somniadors, se’ns pot dir radicals, se’ns pot dir rebels, se’ns pot dir que
som moltes coses, però no se’ns pot jutjar per ser-ho, en base als paradigmes
d’un sistema caduc i envellit que hauria de deixar pas a la renovació de la
cultura i a la recuperació dels valors comunitaris entre els éssers humans.
El sistema
no pararà de perfeccionar els seus mètodes de domini i sabem que ja no en té
prou amb les lleis. Una manera que es va estenent és mitjançant la
patologització dels comportaments molestos. Darrerament, ja s’ha catalogat la
rebel·lia com a malaltia psiquiàtrica i s’ha donat la possibilitat de corregir
des de la infantesa tot indici de qüestionament a l’autoritat i fomentar
actituds submises amb medicació científicament avalada per a assolir el control
social. Però, bé, si cal que desobeïm a determinats metges també ho farem…
Per tot
l’exposat ens declarem en alegre i constructiva rebel·lia.
Cada cop som
i serem més els i les que desobeirem tota llei que vingui imposada per
tribunals allunyats de les nostres vides i sotmesos a unes lleis superiors, que
si en altres temps van tenir un caire religiós, en l’actualitat la divinitat va
disfressada de diners, d’avarícia, d’egoisme i de la destrucció de la Terra i
la dignitat humana.
Declarem
obertament la nostra desobediència als sistemes judicials dels estats i a totes
les eines de les que disposen per a tractar d’impedir que portem a la pràctica
la nostra voluntat profunda d’emancipació i reconstrucció de l’ésser
comunitari.
Sense
sentiments de suport mutu i pràctica de solidaritat, la vida en societat dels
humans hagués estat pràcticament impossible, i aquests sentiments i pràctiques
no són les lleis els que els han establert; són anteriors a totes les lleis i
provenen de generacions i generacions d’ experimentació i d’aprenentatge útil,
de cooperació necessària per a mantenir la cohesió social.
L’hospitalitat,
el respecte a la vida, el sentiment de reciprocitat, la compassió, el suport
mutu, l’autolimitar-se un mateix en interès de la comunitat, entre d’altres,
són conseqüència de la vida en comú d’humans lliures, adherits a uns principis
en comú i no sotmesos a cap autoritat externa a la seva pròpia col·lectivitat.
Necessitem
una nova institucionalitat de drets i de deures, fundada en els valors
sociopolítics comunitaris. L’avaluació i millora dels comportaments de les
persones, en el si d’una societat, ha de recuperar l’escala humana, s’ha de fer
en proximitat, entre persones que es coneixen, que tenen principis en comú, que
es tenen confiança, que cooperen recíprocament i que es poden mirar als ulls.
No hay comentarios:
Publicar un comentario