Artículos de Opinión | John Brown | 25-02-2013 |
"¡Mirad
lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!" Esto es lo que gritaba
hace unos días una mujer cuando, en una sucursal bancaria se prendió fuego con gasolina.
Cuentan los periódicos que es una persona de 47 años, con tres hijos y
amenazada de desahucio. Ada Colau, la representante más célebre de la
Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) afirmaba en el Congreso, en una
de esas raras veces en que dentro de esa cámara de resonancia del poder se ha
oído una verdad, que el representante de la banca que intervino antes que ella
para oponerse a la dación en pago y al conjunto de la iniciativa legislativa
popular (ILP) promovida por la PAH era un "criminal".
Los
desahucios son actos de violencia extrema. La persona desahuciada, expulsada de
su vivienda queda por ese mismo acto expulsada de la sociedad normal,
marginada, en los términos precisos de Ada Colau, condenada a la "muerte
civil". No olvidemos que la muerte civil, la incapacidad para tener una
vida social y una vida pública coincidía en la antigüedad con el estatuto de
los esclavos. Ahora bien, el esclavo es quien debe a alguien su vida y con su
vida entera debe pagar su deuda. No muy alejado del estatuto antiguo del
esclavo está el del moderno desahuciado quien no solo pierde su vivienda, sino
que sigue teniendo -a pesar de su carencia de recursos- una deuda impagable con
el banco. Alguien a quien se lo han quitado todo se convierte automáticamente
en esclavo. La muerte civil propia del esclavo es ese periodo de tiempo
anterior a la muerte física en el que ya no se está propiamente vivo, puesto
que la potencia y el deseo propios se encuentran casi extinguidos, oprimidos
por un poder exterior.
Algunos no
lo aceptan y se rebelan. Esa rebelión puede tomar dos formas: una forma
abstracta e individual en la que se considera que está todo perdido y una forma
concreta que apela a la potencia de lo colectivo, a la potencia de la
indignación. Ambas formas son perfectamente respetables y constituyen
afirmaciones de la dignidad. El suicidio es, ciertamente, como afirma Spinoza
el resultado de la acción de una causa exterior, pues no hay nada en la esencia
de una cosa que tienda a destruirla. La proposición 4 de la parte III de la
Ética afirma sin matices: « Nulla res nisi a causa externa potest destrui » («
Ninguna cosa puede ser destruida sino por una causa exterior » ) . Todo
suicidio está pues precedido por un asesinato, por una transformación de la
esencia del individuo por una causa exterior que lo destruye desde el interior,
como un cáncer o una enfermedad autoinmune, pero también, bajo la forma
fenomenológica del suicidio puede incluirse la elección de la muerte como
"mal menor", en cuyo caso, la propia muerte es una afirmación de la
vida, una forma extrema de perseverar en su propio deseo. "Así pues,-nos
dice Spinoza en Etica IV, proposición XX, escolio- nadie deja de apetecer su
utilidad, o sea, la conservación de su ser, como no sea vencido por causas
exteriores y contrarias a su naturaleza. Y así, nadie tiene aversión a los
alimentos, ni se da muerte, en virtud de la necesidad de su naturaleza, sino
compelido por causas exteriores; ello puede suceder de muchas maneras: uno se
da muerte obligado por otro, que le desvía la mano en la que lleva casualmente
una espada, forzándole a dirigir el arma contra su corazón; otro, obligado por
el mandato de un tirano a abrirse las venas, como Séneca, esto es, deseando
evitar un mal mayor por medio de otro menor; otro, en fin, porque causas
exteriores ocultas disponen su imaginación y afectan su cuerpo de tal modo que
éste se reviste de una nueva naturaleza, contraria a la que antes tenía, y cuya
idea no puede darse en el alma (por la Proposición 10 de la Parte III). Pero
que el hombre se esfuerce, por la necesidad de su naturaleza, en no existir, o
en cambiar su forma por otra, es tan imposible como que de la nada se produzca
algo, según todo el mundo puede ver a poco que medite." El suicidio es así,
siempre el resultado de una "muerte sin cadáver previa" o del
encuentro del individuo con una fuerza exterior destructiva e invencible. Un
"encuentro" de este tipo explica el suicidio de Séneca, pero también
el de los insurrectos del Gueto de Varsovia, tal vez también muchos de los
suicidios que están ocurriendo últimamente en territorio español. Aunque a
veces, la única manera de conservar su propia dignidad sea suicidarse, existe a
menudo la posibilidad de rebelarse junto a otros, de reconocer el mal que sufrimos
en otros. Es lo que se llama indignación. La indignación es una tristeza, pero
una tristeza que saca a la superficie el nexo social, la solidaridad, la
comunidad, y puede incluso dar lugar a una potenciación del individuo cuando
este es capaz de constituir con otros y frente a un poder hostil una nueva
realidad que haga posible vivir.
Hoy es
indispensable restablecer, o incluso crear sobre una nueva base mucho más
sólida, las condiciones sociales que hagan posible la vida. Si volvemos sobre
la frase con que empezamos estas reflexiones: "¡Mirad lo que me habéis
hecho, me lo habéis quitado todo!", podemos sacar ya unas primeras
conclusiones a partir de ella. Creo que es el mejor homenaje y la mejor muestra
de respeto que podemos rendir a la persona que, envuelta en dolor y fuego, las
pronunció. En primer lugar, señala a los criminales que la condujeron a ese
acto de autodestrucción, nombrándolos como los verdaderos responsables de su
desgracia. En segundo lugar, y esto es lo más importante, explica que su
desdicha consiste en que "se lo han quitado todo". Esto es decisivo y
obliga a una reflexión. No en todas las sociedades es posible quitárselo
"todo" a alguien como lo es en la « nuestra ». La mayoría de las
sociedades humanas que han conocido el crédito y la moneda basada en el crédito
han tenido también instituciones que perdonaban las deudas. El "perdónanos
nuestras deudas" del Padre Nuestro cristiano evoca la antigua institución
hebrea del jubileo en la cual se restituían sus tierras cada 50 años a los
campesinos expropiados por impago de sus deudas y a sus familias. Declara así
el Levítico 25.10 : « Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad
en la tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo, y volveréis
cada uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su familia. » Existían tanto
en el antiguo Israel como en las sociedades del creciente fértil desde la más
remota antigüedad normas que establecían el perdón de las deudas dentro de la
propia comunidad. Tanto entonces como ahora, una deuda unilateral infinita
conduce a la esclavitud y a la muerte civil y ninguna sociedad, ni siquiera una
sociedad esclavista, puede reducir a la mayoría de su población a la
esclavitud.
La deuda es
un tipo de relación social basada en algo tan poco "natural" como el
intercambio de bienes y valores. La deuda se basa en una promesa de pago en el
futuro que la distingue de las demás transacciones en las cuales el pago
acompaña al cambio de propiedad de un bien. Esto, que nos parece tan evidente a
los habitantes de una sociedad compuesta de individuos que intercambian
mercancías, es, sin embargo, el tipo mismo de relación que las sociedades
primitivas -descritas por una larga de serie de antropólogos desde Clastre
hasta David Graeber- reservan exclusivamente a los enemigos. Con la gente de la
propia comunidad, se comparte la riqueza, con el enemigo, se comercia, incluso
se comercia con su propia persona esclavizándolo, pues la esclavitud, como bien
sabía John Locke se basa en una deuda infinita e impagable. Sólo podemos
comerciar con quienes podemos también matar o esclavizar. De ahí la gran
cantidad de límites puestos a las relaciones comerciales en las sociedades no
capitalistas: en todas ellas se trataba de que nadie pudiera "perderlo
todo".
El capitalismo
es la única sociedad basada en la relación comercial generalizada, aquella en
la que, como decía Marx en los Grundrisse, el hombre "lleva sus relaciones
sociales en el bolsillo", pues casi todas ellas dependen del dinero. Esto
conduce, naturalmente al estado de guerra permanente, de hostilidad
generalizada entre los individuos que percibimos a diario. La relación que
otras sociedades humanas consideraban tan violenta y tan reservada al trato con
enemigos como la propia guerra se ha interiorizado en el capitalismo con
efectos nefastos sobre la sociedad. En las sociedades capitalistas que se han
"liberado" de toda barrera política o moral como las neoliberales, la
relación social es sumamente tenue y precaria. Las sociedades se sostienen en
la medida en que conservan una base mínima, ontológica, antropológica, de
cooperación directa entre los individuos, al margen de las relaciones
propiamente capitalistas. Cornelius Castoriadis insistió muchas veces en que es
imposible que una sociedad basada en el mercado o en la jerarquía de fábrica, o
en el control estatal, es decir una sociedad atomizada, pueda funcionar, si no
intervienen otras dinámicas de cooperación. Puede parecer una paradoja, pero el
capitalismo, para funcionar, presupone el comunismo: el comunismo del lenguaje
al que Marx se refiere con frecuencia, el de la cooperación, el del
conocimiento, el de los afectos, etc. Todo ese denso tejido de relaciones que
el capital y sus dos instituciones fundamentales, el mercado y el Estado son
incapaces de poner por sí mismas y que deben explotar, vampirizar, para poder
funcionar.
Hoy el
capital está poniendo en peligro esa base comunista mínima con la que tiene,
sin embargo que convivir si quiere sobrevivir, intentando someterla a la ley
del mercado y de la propiedad, haciendo de los comunes cognitivos, afectivos,
incluso lingüísticos, formas aberrantes de mercancía no caracterizadas como
cosas, sino como acceso a "formas de vida". El capital, lo que
intenta vendernos hoy para valorizarse son nuestras propias vidas
expropiadas/apropiadas. El problema es que la relación de propiedad conviene
muy mal a los comunes: es difícil apropiárselos, pues no son cosas sino
relaciones. Los comunes no nos pertenecen, más bien pertenecemos nosotros a
ellos. De ahí el intento desesperado de asirlos mediante la más sutil de las
relaciones, la que se basa no ya en el tiempo presente o en el pasado como la
relación que se expresa en el valor-trabajo, sino en el futuro y en la
extensión total de nuestras vidas, la relación de endeudamiento, la relación
financiera. El espacio de la explotación se convierte en un espacio ilimitado,
en un universo infinito, pero por eso mismo, es incontrolable, por eso mismo se
convierte en un espacio de resistencia como fue la inmensa estepa rusa para las
tropas de Napoleón o de Hitler.
Hoy mismo
Mariano Rajoy intenta convencer a los ya convencidos de que es capaz de
gobernar una crisis que ya se ha hecho inseparable del propio sistema. Propone
como receta los "minijobs", que la Señora Merkel ya ha puesto en
práctica en Alemania, esos puestos de trabajo ultra precarios, sin derechos, y
con remuneraciones muy inferiores a lo necesario para reproducir la fuerza de
trabajo. Se trata de una medida más en el camino de la introducción tendencial,
asintótica, de una nueva forma de esclavismo en la que se mantiene la libertad
formal del trabajador, pero se estrecha al mínimo su capacidad de negociación.
Cuando la curva de la variante salario alcance el valor cero y la curva del
tiempo de trabajo tienda a infinito, habremos llegado a un restablecimiento del
esclavismo. Lo que pasa es que esto no puede ocurrir del todo en el marco de un
régimen que necesita imponer políticamente la ley del valor como fundamento de
un régimen jurídico basado en la propiedad como el que hoy conocemos. El valor
ya no se determina en tiempo de trabajo, sino mediante convenciones financieras
basadas en apuestas sobre el valor que se producirá en el futuro, pero al mismo
tiempo, el Estado mantiene incólume un entramado jurídico basado en la relación
entre valor y trabajo, imponiendo sus efectos mediante la violencia.
Para evitar
el nuevo esclavismo, es necesario disociar valor y trabajo, pero de otra
manera, haciendo que los ingresos, el reparto del valor producido, se
independicen del trabajo asalariado y de sus formas, practicando una
disociación no orientada al neo esclavismo sino al comunismo, al acceso
generalizado y libre a la riqueza común. No tiene sentido aceptar que esa
disociación sólo valga para el 1% que ya la práctica cobrando sobres y demás
prebendas y no para el resto. El 1% ya vive en el comunismo del capital,
tenemos que aprender a hacer que las relaciones comunistas se extiendan al
conjunto de la sociedad. Hoy como en la época de Marx, sigue siendo válida la
divisa saint-simoniana hábilmente desviada ( détournée , dirían los
situacionistas...) por el Moro: "De cada cual según sus capacidades a cada
cual según sus necesidades". Si queremos que no puedan "quitárnoslo
todo", tenemos que garantizar la existencia de bienes y recursos comunes
inalienables. No basta para ello que sean de titularidad estatal, pues los
Estados pueden comportarse como cualquier propietario y privatizarlos (es lo
que están haciendo): es necesario que los bienes comunes estén inscritos en la
constitución, tanto en la constitución material como elementos fundamentales de
las relaciones características de un modo de producción comunista que no tiene
nada que ver con los socialismos de Estado, como en la constitución formal que
debe establecer las instituciones políticas y las leyes de un mundo libre más
allá de la propiedad. El comunismo hoy no es ninguna utopía, sino una necesidad
vital para las sociedades y los individuos.
Iohannes
Maurus
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