Artículos de
Opinión | Leonardo Boff | 23-02-2013 |
No me
propongo presentar aquí un balance del pontificado de Benedicto XVI, algo que
ya otros han hecho de manera competente. Puede ser más interesante conocer
mejor una tensión siempre viva en la Iglesia y que marca el perfil de cada
Papa. La cuestión central es: ¿cuál es la posición y la misión de la Iglesia en
el mundo?
Diremos de
entrada que una visión equilibrada de la cuestión debe asentarse sobre dos
pilares fundamentales: el Reino y el mundo. El Reino es el mensaje central de
Jesús, su utopía de una revolución absoluta que reconcilia la creación consigo
misma y con Dios. El mundo es el lugar donde la Iglesia realiza su servicio al
Reino, y donde ella misma se construye. Si pensamos la Iglesia de un modo
demasiado vinculado al Reino, corremos el riesgo de espiritualización e
idealismo. Si la pensamos de un modo demasiado vinculado al mundo, caemos en la
tentación de mundanización y de politización. Es importante saber articular
Reino-Mundo-Iglesia. Ésta pertenece al Reino y también al mundo. Posee una
dimensión histórica, con sus contradicciones, y otra transcendente.
¿Cómo vivir
esta tensión dentro del mundo y de la historia? Presentamos dos modelos
diferentes y a veces conflictivos: el del testimonio y el del diálogo.
El modelo
del testimonio afirma con convicción: Tenemos el depósito de la fe, dentro del
cual están todas las verdades necesarias para la salvación. Tenemos los
sacramentos, que comunican gracia. Tenemos una moral bien definida. Estamos seguros
de que la Iglesia Católica es la Iglesia Cristo, la única verdadera. Tenemos al
Papa, que goza de infalibilidad en materia de fe y costumbres. Tenemos una
jerarquía que gobierna al pueblo file, y se nos promete la asistencia constante
del Espíritu Santo. Esto tiene que ser testimoniado frente a un mundo que no
sabe a dónde va y que por sí mismo jamás alcanzará la salvación. Tendrá que
pasar por la mediación de la Iglesia, sin la cual no hay salvación.
Los
cristianos de este modelo, desde los papas hasta los simples fieles, se sienten
imbuidos de una misión salvadora única. En esto son fundamentalistas y poco
dados al diálogo. ¿Para qué dialogar? Ya lo tenemos todo. El diálogo sólo sería
para facilitar la conversión del otro, como un gesto de cortesía.
El modelo
del diálogo parte de otros supuestos: El Reino es mayor que la Iglesia, y se
realiza también secularmente, allí donde hay verdad, amor y justicia. El Cristo
resucitado tiene dimensiones cósmicas e impulsa la evolución hacia un fin
bueno. El Espíritu está siempre presente en la historia y las personas de bien.
El Espíritu llega antes que el misionero, pues estaba en los pueblos en forma
de la solidaridad, de amor y de compasión. Dios nunca abandonó a los suyos, y a
todos ofrece una oportunidad de salvación, porque los creó desde su corazón,
para que algún día lleguen a vivir felices en el reino de los libertos. La
misión de la Iglesia es la de ser señal de la historia de Dios en la historia
humana y también un instrumento para su construcción, junto con los demás
caminos espirituales. Si la realidad, tanto religiosa cuanto secular está
empapada de Dios, todos debemos dialogar: intercambiar, aprender unos de otros
y hacer que la peregrinación humana hacia la promesa, sea feliz, más fácil y
más segura. El modelo del testimonio es el de la Iglesia de la tradición, que
promovió las misiones en África, Asia y América Latina, siendo, en nombre del
testimonio, cómplice incluso de la diezmación y de la dominación de muchos
pueblos indígenas, africanos y asiáticos. Era el modelo del Papa Juan Pablo II,
que recorría el mundo, empuñando la cruz como testimonio de que en ella venía
la salvación. Era el modelo, aún más radicalizado, de Benedicto XVI, que negó
el título de "Iglesia" a las iglesias evangélicas, ofendiéndolas con
dureza; atacó directamente a la modernidad, pues la veía negativamente, como
relativista y secularista. Por supuesto, no lo negó todos sus valores, pero los
veía en todo caso como procedentes de la fuente de la fe cristiana. Redujo la
Iglesia a una isla aislada, o a una fortaleza, rodeada de enemigos por todas
partes, contra los cuales lo que tenía que hacer era defenderse.
El modelo
del diálogo es el del Concilio Vaticano II, de Pablo VI, y de Medellín y Puebla
en América Latina. Veían el cristianismo no como un depósito, ni como un
sistema cerrado que corre el riesgo de quedar fosilizado, sino como una fuente
de aguas vivas y cristalinas que pueden ser canalizadas por muchos conductos
culturales, en un espacio de aprendizaje mutuo, porque todos son portadores del
Espíritu Creador y de la esencia del sueño de Jesús.
El modelo
del testimonio, asustó a muchos cristianos, que se sintieron infantilizados y
desvalorizados en sus saberes profesionales; ya no sentían a la Iglesia como un
hogar espiritual, y desconsolados, se han apartado de la institución, aunque no
del cristianismo como el valor y la utopía de Jesús.
El modelo
del diálogo ha acercado a muchos, pues se han sentido en casa, ayudando a
construir una Iglesia-aprendiz, abierta al diálogo con todos. El efecto ha sido
un sentimiento de libertad y de creatividad. Así merece la pena ser cristiano.
Este modelo
del diálogo se have urgente, si la institución quiere salir de la crisis en que
se ha metido y que llegó a tocar su honra: la moralidad (los pedófilos) y la
espiritualidad (robo de documentos secretos y problemas graves de transparencia
en el Banco del Vaticano).
Debemos
discernir inteligentemente qué es lo que actualmente sirve mejor al mensaje
cristiano, en medio de una crisis ecológica y social de consecuencias muy
graves. Porque el problema central no es la Iglesia, sino el futuro de la Madre
Tierra, de la vida y de nuestra civilización. ¿Cómo ayuda la Iglesia en este
tránsito? Sólo dialogando y sumando fuerzas con todos los demás.
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