Felipe VI debería haber renunciado a la jefatura del estado por un día para
no ser cómplice del más putrefacto cinismo
Cuando este año se acercaba la Noche Buena, los medios de comunicación
alimentaban la curiosidad de los ciudadanos en torno al primer discurso de
Felipe VI como rey. Durante muchos años habíamos sentido la voz gutural de Juan
Carlos I. Ahora la prensa escrita, la radio, las diversas cadenas de televisión
apostaban por ser los videntes que adivinaban los temas preferidos por el nuevo
monarca. Y sobre todo animaban a percibir entre líneas alusiones a su
hermana Cristina como candidata a un banquillo ante el juez Castro. Entre
líneas, se aseguraba, porque era evidente que no iba a mostrar sus regocijo o
su pena al ver a la esposa de Urdangarín sentados ante la justicia hasta que la
muerte, o la cárcel, los separe.
Las redes sociales y la calle en general se mostraban indiferentes, o en el
mejor de los casos, escépticos, ante las palabras del rey recién nacido como
rey (me refiero al Palacio de la Zarzuela, no al portal de Belén). El pueblo
está cansado de palabras. Pesan sobre las espaldas promesas, análisis,
aseveraciones vacías de contenido. Pero entre el hambre de muchos estómagos
vacíos y el caviar de otros se colaba el sonido de la televisión.
Dicen que tardó dos minutos en arremeter contra la corrupción. Es un tema
que ocupa el segundo lugar entre las preocupaciones de los ciudadanos, después
del paro. Un 63% viven preocupados por ella y de esa preocupación se desprende
el alejamiento de una gran mayoría de la política y la condena de los políticos
medidos todos de forma injusta por el mismo rasero. Todos son iguales. Todos
son corruptos y en consecuencia es lo mismo que gobiernen unos que otros. Y el
rey exigió una voluntad decidida para extirpar de raíz esa corrupción.
Habló a continuación de Cataluña, del amor que todos sentimos por esa
herida sangrante en el costado noreste de la península. El amor infinito hacia
esa comunidad de todos, incluso de los que en su día pidieron el boicot de sus
productos y montaron mesas por todo el país para demostrar precisamente un
desamor, un despecho, un rechazo. Son los mismos que hoy cortejan a esa
próspera región y que desean llevarla por la cintura y besar sus labios pisando
la espuma mediterránea. El amor es voluble. Va y viene como las olas del mar.
Y aquellos que la maltrataron, retiran las denuncias de la comisaría y
juran amor eterno.
Felipe VI debía sentirse cansado al final de su discurso, cuando abordó la
preocupación primera de los españoles: el paro. Y cuando decimos paro, decimos
desesperación, hambre, desahucios, imposibilidad de pagar medicamentos,
necesidad de vivir separadas las parejas, comer a costa de los quinientos euros
de pensión de los abuelos, emigración, juventud sin futuro, angustia hasta el
suicidio. Pero el rey debía estar ya cansado y pronto pasó a hablar de la economía.
La economía va bien. Somos el asombro del mundo. Vamos ganando por más de
medio cuerpo en esa hípica europea. La crisis es historia. Nadie lo
hubiera pensado hace dos años. Pero Rajoy es el milagro económico, como en su
momento lo fue Aznar o la mismísima Alemania de posguerra. Y ahí están las
pruebas: una mejor sanidad, más universal, una mejor educación, una grandiosa
creación de empleo, un estado de bienestar infinitamente más brillante
que el que le dejó la maldita herencia recibida.
Si los discursos del rey los escribe el gobierno de turno o al menos los
supervisa para que Zarzuela no clave un rejón a Moncloa, uno se pregunta por
qué ese discurso no lo lee el presidente del gobierno o en su defecto Rafael
Hernando, ese portavoz equilibrado, sereno, gran orador como lo denomina
Eduardo Inda. Aunque en realidad quien sería un defensor puro, limpio e
imparcial sería Marhuenda.
Pero lo que realmente me preocupa es que si los discursos del rey los
escribe o supervisa el gobierno, las palabras reales de este año pertenecen al
género del cinismo más absoluto. Que el gobierno sustentado por un partido
hundido hasta el cuello en la corrupción hable de la urgencia de erradicarla
mientras pone zancadillas a la investigación judicial, mientras nos miente sobre
Bárcenas y destruye discos duros de ordenador, mientras el fantasma de
Aguirre está ahogada por la púnica y aspira al mismo tiempo a la alcaldía
de Madrid, mientras miente sobre su conocimiento de alcaldes a los que afirma
no conocer y posteriormente tiene que reconocer que fue ella quien los puso
como candidatos, mientras se niegan a investigar a Rato y sus aventuras en
Bankia, a uno le suena a cinismo.
Balduino de Bélgica renunció al trono durante un día para no tener que
firmar una ley sobre el aborto. Felipe VI debería haber renunciado a la
jefatura del estado por un día para no ser cómplice del más putrefacto cinismo.
Demasiado pedir. En las mismas exigencias sobre la corrupción se
esconde el cinismo de consentirlas como un estilo de gobernar. Nadie tiene las
manos limpias, ni siquiera en Navidad.
Fuente: www.nuevatribuna.es
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