Rafael Simancas | Diputado del PSOE en el Congreso
nuevatribuna.es
| 08 Septiembre 2012 - 12:47 h.
Hay quienes
se empeñan en atribuir las mayores responsabilidades en el descuadre de las
cuentas públicas a factores tales como la supuesta inviabilidad de las
políticas de bienestar, al carácter inexorablemente despilfarrador del Estado
autonómico o a la ineficiencia congénita en el gasto público español. Se
equivocan. Unos lo hacen por desconocimiento, otros por puro prejuicio
ideológico.
Se presta
escasa atención, paradójicamente, a un elemento clave para explicar las
dificultades vigentes en la financiación de las Administraciones Públicas. Este
elemento es el de la creciente “desfiscalización” de la economía y de la
sociedad españolas. Porque el agravamiento más reciente del déficit en la
financiación pública no ha devenido fundamentalmente del crecimiento del gasto,
ni tan siquiera del encarecimiento de la deuda, sino sobre todo de la caída
dramática de los ingresos del Estado.
¿En qué
consiste tal “desficalización”? La economía española ha pasado de ser una
economía parcialmente sumergida a convertirse en un auténtico submarino.
Sectores cada vez más importantes y notorios de la actividad económica se
desarrollan al margen de los cauces normativos y de las obligaciones fiscales.
Del “¿con IVA o sin IVA?” hemos pasado a la generalización del “sin factura y
en efectivo” para buena parte de los servicios más comunes.
La
ingeniería fiscal ha convertido nuestro corpus normativo en un coladero para el
escapismo impositivo más inaceptable. La distancia entre los tipos normativos
de referencia y los tipos reales aplicados es abismal. Y es lugar común que
quien tiene un buen gestor fiscal a su servicio paga una irrisión al fisco
gracias a la constelación de deducciones, bonificaciones y vericuetos que
permiten leyes y reglamentos.
Entre los
que se valen de la ley para pagar poco y los que prescinden de la ley para no
pagar nada, el agujero del fraude fiscal se agranda día a día. Sin grandes
recursos ni grandes esfuerzos, la administración tributaria recaudó más de
10.000 millones de euros el año pasado gracias a las tareas de inspección y
sanción. Y los propios inspectores reconocen que su trabajo no alcanza ni al 5%
del fraude existente. La actividad impune de los paraísos fiscales resulta
sencillamente escandalosa. Que unos cuantos espabilados se beneficien de la
criminalidad y del latrocinio de los defraudadores a plena luz del día,
amparados por un status insostenible, genera tanta incomprensión como ira.
Cuando los
perceptores de rentas del trabajo son conscientes de que pagan más impuestos
que quienes se limitan a recoger sin esfuerzo las rentas del capital, la
cultura fiscal se resiente. Igual ocurre cuando los pequeños empresarios
contribuyen en mayor medida que las grandes empresas amparadas por sus
ejércitos de asesores fiscales. Y, en general, las clases medias de este país
abominan ya de un sistema que hace recaer sobre sus hombros la parte mollar de
la financiación pública, mientras los más pobres se benefician y los más ricos
se escapan.
A todo esto,
¿qué ha hecho el Gobierno de Rajoy? Empeorarlo todo, como en tantos otros
asuntos. La amnistía fiscal ha consolidado la convicción generalizada de que en
este país está penalizado el cumplimiento de la ley y los defraudadores tienen
campo libre. Y la subida desmesurada de la imposición indirecta, sobre todo el
IVA, traicionando una promesa electoral, ha terminado por asentar la
desafección de las mayorías hacia el sistema fiscal. La equiparación del IVA
impuesto al material escolar con el IVA a pagar por la compra de un yate ha
despejado las dudas de todos los que en estos años han sido objeto de la
pregunta clásica del ¿con IVA o sin IVA?
El deber de
quienes creemos en un Estado fuerte con unos servicios públicos sólidos al
servicio de los derechos de ciudadanía pasa por promover una nueva cultura
fiscal. Si queremos un Estado con servicios de primera, hemos de generar
recursos suficientes para sostenerlo. Ahora bien, para convencer a los
ciudadanos sobre la necesidad de una fiscalidad suficiente, su estructura y su
aplicación debe ser legítima, progresiva y justa. Progresiva para que pague más
quien más tiene. Y justa para que paguen todos los que tienen que pagar.
Este cambio
ha de llevarse a cabo inevitablemente a escala europea, porque las actividades
a gravar y los sujetos a pagar han adquirido ya una dimensión que supera las
capacidades normativas y ejecutivas de los viejos Estados nacionales. Y este
cambio debe ser valiente, para recabar el dinero donde más dinero se genera: en
las transacciones financieras, en las operaciones bancarias, en los negocios de
las grandes multinacionales, en los grandes patrimonios y las grandes fortunas.
Recuperar el equilibrio entre la imposición directa y la indirecta, reforzando
la primera y ajustando la segunda conforme a criterios de justicia social, debe
ser otro criterio a tener en cuenta.
Son muchas
las estrategias a adoptar para salir del agujero en el que nos encontramos. Y,
sin lugar a dudas, para contar con un Estado fuerte, unos servicios públicos
eficientes, unas cuentas públicas saneadas y una economía equilibrada para el
crecimiento y el empleo, resulta imprescindible acometer una gran reforma
fiscal en España.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/

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