Artículos de Opinión | Adolfo Padrón Berriel* |
17-03-2013 |
Lo llamaron
transición. Nos vendieron que era el único modelo “no traumático” posible. Lo
presentaron como la obligatoria vía para dejar atrás la vieja dictadura y
emprender el camino hacia la democracia, sin provocar confrontación con las
fuerzas vivas del régimen fascista, ni la resistencia de una oligarquía
recelosa, que si bien olisqueaba las oportunidades que prometía una apertura
del sistema, no se mostraba dispuesta a renunciar ni a privilegios, ni a su
participación directa en las estructuras de poder.
Claro que
esto no se decía así –el lenguaje es un arma poderosa, capaz de condicionar
pensamientos y emociones-. Lo que nos explicaron es que debíamos mirar hacia el
futuro olvidando el pasado, exhortando rencores y postergando la justicia para
acceder a un nuevo orden repleto de parabienes y libertades –“libertad,
libertad, sin ira, libertad” era el eslogan del momento-. Con tanto buen
rollito y tanta energía positiva, no cabía cuestionar casi nada, ni siquiera
que en el nuevo tablero la jefatura del estado la ocuparía, porque así lo
decidió el fallecido Caudillo, una resucitada institución monárquica y además
debería hacerlo, porque hay cosas que no se discuten, per sécula seculórum. La
realidad es que ese modelo de transición supo presentar los cambios necesarios
en la superficie para que nada cambiase en lo profundo.
Así llegaron
la legalización de partidos, la Constitución de 1978, la teórica división de
poderes, las elecciones “libres”, la monarquía parlamentaria, las autonomías,
la televisión en color, la pluralidad informativa, “Hacienda somos todos”,
y hasta el “destape”; porque el estado español, de la noche a la mañana, había
pasado de ser “la reserva espiritual de Europa” –según proclamaba el
Generalísimo a través del NODO- a convertirse en “un modelo de modernidad y
de democracia construida desde la voluntad de convivencia pacífica de sus
gentes, con esplendorosos horizontes de desarrollo y crecimiento económico por
delante” –según los nuevos dirigentes, ahora elegidos por sufragio
universal-.
Se aprecian
los primeros atisbos de un incipiente estado social y de derecho, más que como
una cuestión de principios, como una concesión a las capas populares aún
bregadas en la lucha y la movilización como herramientas para la conquista de
la justicia social y de unas condiciones de vida dignas. El “dinero” comienza a
fluir -como lo hace el Ganges tras la llegada del Monzón- y el nuevo orden bien
puede permitirse “costear” algunas de las medidas demandadas si a cambio
obtiene el necesario clima de “paz social”. Los sindicatos, al menos los
mayoritarios, aceptan una transformación destinada a convertirlos en razonables
y constructivos “agentes sociales”, en su nuevo rol de negociadores
registrados y subvencionados. Aumentamos nuestro poder adquisitivo, nos convertimos,
progresivamente, en consumidores convulsos y disponemos de condiciones
laborales que nos permiten conciliar la vida profesional y familiar o disfrutar
de cierto tiempo de ocio. La educación y la sanidad se muestran, por primera
vez, como valores de acceso universal. Nuestros mayores disfrutan de vacaciones
económicas gracias al IMSERSO y los derechos sociales de esa mayoría que
conforman las minorías empiezan a ser reconocidos y desarrollados.
Nos
entregamos al espejismo y nos volvimos dóciles y acomodaticios. En ese momento,
socialmente, comenzamos a incurrir en dejación de responsabilidades y nos
perdimos. Dimos por buena una concepción de la política y de la democracia
según la cual nuestro papel se limitaba a depositar un voto cada cierto tiempo
y delegar en nuestros supuestos representantes toda capacidad de decisión y de
gestión sobre cuestiones que acaban determinando nuestra vida, individual y
colectivamente. ¡Confía, relájate y disfruta; nosotros lo hacemos todo por ti!
De la mano
de una legislación electoral destinada a restringir el acceso a las cámaras de
representación para un club selecto de partidos, se colocan los cimientos de un
sistema bipartidista –apuntalado por otras organizaciones destinadas a
desempeñar el papel de bisagra- que facilita el control de la política por
parte de una oligarquía renovada en su apariencia, pero fiel a su naturaleza
ancestral.
Nace la
“casta” política. Las derechas se agrupan en torno a un único proyecto estatal
o en estructuras territoriales revestidas de nacionalismo. Entre las
consideradas izquierdas la opción social-demócrata, liderada por un floreciente
partido socialista, se descafeína en su definición ideológica a velocidad de
vértigo y, congreso a congreso, va sustituyendo el vaquero y la pana por los
trajes de Armani, los cuadros políticos imbuidos del legado de Pablo Iglesias
por tecnócratas formados en Harvard.
La
alternancia en el poder discurre paralela a otra alternancia, la del aireo
periódico de episodios de corruptela en el seno de las organizaciones; pero el
Ganges, con algún que otro periodo de sequía, sigue fluyendo y la ciudadanía
acepta los hechos como si se tratara de un tributo –quién no ha oído alguna vez
el latiguillo “para que vengan otros a llenarse el bolsillo, que sigan éstos
que ya lo tienen medio lleno”-. Es más, se normaliza la constitución de
redes de “estómagos agradecidos” que también, alternativamente, se benefician
del acceso al poder de los propios aparatos políticos, no sólo en el ámbito de
los gobiernos estatales, sino y sobre todo en el de los gobiernos autonómicos y
locales –¡mi partido es aquél que me da de comer! se convierte en una
frase aplaudida y recurrida por círculos cada vez más amplios y la ética
política, o el propio componente ideológico consustancial a la política, son
relegados a un plano cada vez más secundario y prescindible, como la calidad
del vino en un calimocho-.
El propio
sistema se perfecciona a sí mismo legitimando fórmulas que permiten financiar a
los partidos y a las mismas instituciones, a cambio de compromisos con ciertos
ámbitos empresariales y todo es permisible si el dinero corre y se abre la veda
a la lujuria de los “pelotazos”. La cultura del “todo el mundo tiene un
precio” se extiende como la gripe y “tonto el último” –a estas alturas, los
poderes del estado, incluido el judicial, ya se encuentran profundamente
amancebados con los círculos empresariales y financieros-. Los lobbies del
mercado, a golpe de talonario, se convierten en un moderno oráculo
–retroalimentado con la incorporación de ex dirigentes de los propios partidos-
que suple la política con estrategias y objetivos marcados por las tesis
neoliberales imperantes: Desarrollismo puro y duro; burbuja inmobiliaria;
especulación salvaje, maxi flexibilización y delirio colectivo de riqueza,
inducido por una barra libre crediticia que, a la postre, supondría un filón
argumental para quienes pretenden zanjar tal cúmulo de despropósitos
repartiendo la culpa y sentenciando que “hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades”.
Se seca el
Ganges; llega la crisis, la estafa de la crisis y de su mano, el “estado del
bienestar” se desmorona como un castillo de naipes. El sistema se quita el
maquillaje y muestra su verdadero rostro. Los grandes partidos no pueden evitar
quedar en evidencia como meros capataces al servicio de estructuras económicas
nacionales y supranacionales. En este punto, la animadversión hacia la
¿política? crece exponencialmente y es que “cuando la miseria entra por la
puerta, el amor sale por la ventana”. Y ahora, justamente ahora, que la
fórmula bipartidista ha perdido toda credibilidad para un amplísimo sector de
la ciudadanía, se pone en marcha el ventilador de la corrupción -¿acaso no lo
sabíamos ya?- para esparcir las heces y la podredumbre y señalar la política como
culpable. ¿Qué política? Hasta ahora sólo hemos asistido a una feria de
negocios.
Cualquiera
que lea entre líneas en los acontecimientos y en la “información" que nos
transfieren, sospechará que “se nos hace la cama”: Se prepara el terreno para
que reneguemos de la política y aceptemos, como manita de santo, la irrupción
de los tecnócratas como nuevos salva patrias, con el rescate bajo el brazo para
que terminen el trabajo.
Así que este
es el momento de reclamar la verdadera política, la que se escribe con
mayúsculas porque nos pertenece a todos. Ni la llamada abstencionista, ni la
apuesta a la carta de “a río revuelto, ganancia de pescadores” que hacen
algunas organizaciones, contentándose con mejorar sus expectativas electorales,
contribuirán a cambiar las cosas. Es el momento, no sólo de exigir la dimisión
de este gobierno y un adelanto electoral, sino de construir la opción capaz,
por un lado, de parar la debacle y por otro, de poner en marcha un nuevo
proceso constituyente y hacer, esta vez sí, la transición pendiente.
Canarias a
17 de febrero de 2013
* Miembro
de co.bas-Canarias y Canarias Por La Izquierda/Si Se Puede

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