Artículos de Opinión | Héctor Gil
Rodríguez | 11-03-2013 |
El uso del
modelo de transición como herramienta para preservar la impunidad define
nítidamente el resultado político de un proceso pilotado por quienes no
pudieron o no quisieron enfrentar las duras consecuencias de la represión de la
dictadura. La distancia entre ese uso y el relato dominante que ha construido
la generación que gestionó el regreso a las libertades permite atisbar una
España desmemoriada tras la que quizá se esconden muchas de las claves que
pueden permitir una interpretación ajustada de un período difícil de nuestra
historia reciente.
A la muerte
del dictador Francisco Franco miles de colaboradores y defensores a ultranza
del régimen caudillista iniciaron un proceso de blanqueo y embellecimiento de
sus respectivas biografías, evitando así que su pasado franquista fuera un
impedimento para la conservación o reproducción de privilegios. En ese tránsito
se sitúa quizá la génesis que dio lugar a un relato canónico de la transición,
en el que las renuncias y la capacidad de sacrificio y adaptación de los
franquistas adquirieron unas dimensiones insondables.
Dentro de la
versión oficial de los años de cambio, los cronistas -autodenominados
oficiales- aseguran que la transición fue un proceso en el que se juntaron los
vencedores y derrotados de la guerra. Juntos, continúan espetando, decidieron
cancelar el pasado y poner el contador a cero. Pero si hiciéramos un árbol
genealógico de la democracia postfranquista no sería difícil determinar que la
mayoría de los hombres y mujeres que han dirigido este país tras la muerte del
inclemente dictador han sido los hijos de los vencedores, independientemente
del carnet que llevaran en el bolsillo.
La idea de
que en el albor de la transición participaron tanto aquellos que perdieron la
guerra de 1936 como quienes la ganaron, como si se diese en condiciones de
plena igualdad, es otra de las semillas de un relato mítico que amarillea,
permitiendo en estos años que algunos franquistas hayan sido tratados y
enterrados como demócratas mientras que quienes defendieron la democracia y
lucharon contra la dictadura han ido desapareciendo en silencio. En los
márgenes de una democracia que no estaba siendo escrita con sus nombres.
Cabe
mencionar la innegable colaboración de amplios sectores de la izquierda,
fundamentalmente parlamentaria, en el sostenimiento de ese relato, como una de
las causas de que su recorrido haya sido especialmente largo con respecto a su
distancia en la realidad. En ese largo tiempo la impunidad ha sido casi
invisible.
Pero la
ocultación de un pasado traumático, de sus consecuencias, de la permanencia de
sus injusticias, tiene un límite, y en este caso ha sido la incorporación de
una nueva generación, la de los nietos, a la vida pública. Una nueva generación
que tiene la necesidad de contrastar el relato heredado, ponerlo a prueba,
cuestionarlo antes de decidir si lo adapta al medio o si necesita elaborar uno
nuevo.
La llegada a
la vida pública de los nietos de quienes vivieron o murieron en la guerra de
1936 ha conllevado una ruptura en el relato dominante acerca de la Segunda
República, de la dictadura del general Franco y del proceso de recuperación de
la memoria tras su muerte. El debate sobre la relación del presente con nuestro
pasado, sobre la recuperación de la memoria histórica, sobre el abandono que
han sufrido las víctimas del franquismo, al tiempo que quienes sostuvieron la
dictadura conservaban todos y cada uno de sus privilegios, ha desatado la
versión oficial de lo ocurrido en los años posteriores a la muerte del
dictador. Los nudos gordianos del franquismo debían ser cortados a espada.
La
emergencia de ese nuevo sujeto colectivo ha inutilizado en parte la versión
oficial y ha provocado una airada reacción entre quienes estaban cómodos y
acomodados con la predominancia de una interpretación mitificadora.
Nada había
digno en el pasado que mereciera ser traído al recuerdo. Páginas que se debían
pasar sin la cortesía mínima de, antes leerlas. Callado los ancianos, los
apaciguadores aprovechaban para narrar incontables veces el cuento de “la
democracia nos la inventamos nosotros”. Lo dijeron, lo escribieron, lo
repitieron, lo exportaron y, quizá hasta se lo creyeron. Y, de pronto - qué más
daba cómo- ya éramos iguales al resto de Europa. La advenediza y nunca cierta
Modernidad nos desbordaba.
Se olvidaron
así de que las grandes rupturas de España, que los ciclópeos retrocesos, que la
gran diferencia con el resto del continente, siempre se sostuvo sobre la
quiebra de la continuidad del pensamiento. La Transición venía, otra vez, no a
inaugurar un país, no a recuperar los hilos deshilachados de la emancipación.
De tal modo,
nos vimos bienintencionados en la distancia. Por eso era relevante explicar la
guerra civil como una locura colectiva fruto del calor, el terruño, los tiempos
duros y el cainísmo de los celtíberos cejijuntos.
Y todos con
todos, con las responsabilidades repartidas “a partes iguales”, en una mixtura
tozuda y pedante, renunciamos, dicen a pedirnos cuentas. Aunque unos murieran
atacándose y otros defendiéndose. Burlón se presentaba así este espíritu de la
Transición democrática (sin especificar hacia qué tipo de Transición
caminábamos).
Pese al
fracaso que significa cualquiera muerte, roma vara de medir aquella que iguala
al que muere defendiendo la democracia que el que lo hace queriendo arrasarla.
Mientras la
democracia transitaba heroica, consensuada y pacífica, había gente que llevaba
cuarenta años esperando a su padre, a su hermano, a su hijo, a su tío,
asesinados en la guerra, en la posguerra, enterrados en las cunetas de España y
abandonados por una democracia que se permitía llamarse ejemplar mientras
caminaba por encima de más de cien mil dormidas estelas sin identificación, sin
responso, sin reconocimiento.
Se trata así
de que el mito de la Transición, no muera, como otros momentos de nuestra
historia, en la cama.
Héctor Gil
Rodríguez, Madrid a 2 de marzo de 2013
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