11 marzo 2013
Pablo
Bustinduy - Filósofo
Ilustración de Ramón Rodríguez
Ilustración de Ramón Rodríguez
Lo primero que aprende el colonizado es a quedarse en
su lugar
Frantz Fanon
Frantz Fanon
La semana
pasada, el colectivo Juventud Sin Futuro lanzó una campaña (#nonosvamosnosechan) para denunciar la situación
de precariedad general en que vive la juventud del país. La página web de la
campaña recoge una serie de datos espeluznantes: las cifras de paro juvenil se
disparan, las condiciones laborales de los que sí tienen trabajo no dejan de
empeorar, y cada vez más personas deciden irse del país para labrar su futuro
en otra parte. Mucho se ha hablado de la sangría que supone la fuga de
cerebros, y de cómo el Estado ha sufragado con dinero público la valiosa
formación de jóvenes trabajadores (médicos, investigadores, personal sanitario,
técnicos de todo tipo, ingenieros, profesores, arquitectos…) a los que
ahora se obliga a emigrar. Los países receptores reciben estos flujos de mano
de obra cualificada como un maná caído del cielo; la ministra alemana de
Trabajo dijo la semana pasada que la inmigración española era “un golpe de suerte”.
Pero la realidad
es que muchos de los emigrantes (cualificados y no cualificados) se encuentran
en sus destinos con enormes dificultades y condiciones no mucho mejores de las
que dejaron (“precariedad everywhere” es uno de los lemas de la campaña). Hasta
hace relativamente poco, se iban del país los que querían intentar algo
distinto. Ahora se están yendo los que ya no pueden quedarse, y eso da lugar a
escenas y situaciones que se habían reprimido en lo más profundo de nuestro
inconsciente político, familiar, cultural. La ironía, además, es dolorosa: en
un país que sigue teniendo centros de internamiento de migrantes opacos a
todo escrutinio y control social, nos encontramos deseándole suerte a aquellos
que se van buscando una vida mejor.
Juventud Sin
Futuro se ha lanzado pues a una apuesta osada y decidida: politizar ese exilio
masivo. Hasta ahora, la emigración se ha vivido generalmente como un fenómeno
privado; la decisión de partir siempre es al fin y al cabo una cuestión
personal, y hay tantas trayectorias y situaciones como personas se marchan.
Todo el mundo conoce a alguien que se ha ido, pero rara vez se encuentran
parecidos entre esas historias más allá de un mismo diagnóstico resignado: las
cosas están muy mal, es normal que la gente decida buscar fuera lo que no puede
encontrar aquí. Al apuntar directamente a las causas de ese proceso, sin
embargo, JSF presenta el exilio como una realidad desindividualizada, una
condición que se comparte más allá de lo privado y lo singular, el tronco común
de todas las voces y trayectorias que están sin estar en el país. O mejor, JSF
consigue hacer las dos cosas a la vez: el centro simbólico de la campaña es un
mapamundi lleno de diminutos puntos amarillos, cada uno de los cuales
representa una historia individual con nombres y apellidos; todas son
diferentes, pero todas son parte también de un mismo entramado que expresa lo
que tienen en común. Eso se lee en el mapa: que la emigración no es una
tormenta o una plaga, ni una suma de odiseas personales, sino una realidad
económica y política que tiene causas, responsables y alternativas.
Pero la
campaña hace algo más que denunciar esa realidad. Vaya donde vaya, el emigrante
aprende a hacerse invisible: su lugar es el de quien se ha ido, un lugar vacío
y sin voz. Por eso politizar el exilio significa también rescatar a los
emigrantes de su muerte civil, de ese destino trágico por el que irse es
abandonar lo que uno deja atrás, renunciar a decir nada, perder definitiva o
temporalmente la ciudadanía y el vínculo con la realidad política del país.
Frente a esa imposición de silencio, la campaña hace presentes a los emigrantes
fuera (porque les permite comunicarse y organizarse entre sí) y dentro
a la vez (porque la campaña no se limita a los que se han ido, sino que vincula
esas trayectorias con las de los que se han quedado, con los que piensan o no
en marcharse pero que, independientemente de lo que decidan, comparten con los
de fuera los mismos problemas y una misma condición). La juventud sin futuro
está de los dos lados, fuera y dentro del país, y eso logra la campaña: hacerla
presente en dos lugares a la vez, darles una voz y un nombre común, reunir lo
que está aislado y darle un cuerpo político a lo que era invisible.
A primera
vista, el mapa político de los exiliados parece un cerebro o un rizoma, esas
estructuras botánicas llenas de raíces, brotes y nudos que crecen
horizontalmente y sin centro alguno. Aunque para eso falta aún algo importante:
trazar líneas entre los puntos, crear vínculos entre cada una de las historias,
multiplicar sus cruces y trayectorias. Ojalá circulen ideas y prácticas en
todas las direcciones, y ese nombre común se convierta en una máquina de
derogar distancias. La juventud sin futuro de los que se van y los que se
quedan es paradójicamente el mejor futuro que tiene el país: es un sujeto que,
para liberarse, tiene la tarea de abolir su propia condición presente. En ese
empeño, los jóvenes no tienen nada que perder, salvo la precariedad y el
silencio que los encadena
Fuente: www.publico.es
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