En los tribunales españoles se sigue con
los métodos y materiales de hace decenas de años
Este es un recorrido por juzgados de
Madrid, el partido judicial con más trabajo acumulado
Una toga
colgada en una sala vacía. / LUIS SEVILLANO
Los pasillos
de los juzgados de Plaza de Castilla tienen los bajos llenos de chicles. Los
citados los pegan allí cuando deben pasar a declarar. La principal sede
judicial de Madrid es un edificio gris, sin acondicionar desde que se inauguró
en 1978. Tiene siete plantas, y en el vestíbulo de cada una de ellas cuelga un
reloj. Todos parados. El de la primera, a las 4.18; el de la séptima, a las
3.34. Durante sus esperas, los mismos que pegan chicles vigilan las manecillas
y comprueban que no pasan los minutos. No es una angustiosa metáfora de la
lentitud de la Justicia, más bien una involuntaria de sus carencias materiales.
Cajas por
los pasillos, rótulos de los que se han caído letras, folios en la pared con
flechas de rotulador enviando a una sala u otra… Un paisaje que resume el
sentimiento de abandono de jueces y fiscales, que el próximo miércoles han
convocado una huelga —la tercera del sector en la democracia— para protestar
por la falta de medios con que trabajan. Los roces con el ministro de Justicia, Alberto Ruiz
Gallardón, y sus pretensiones de modificar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ),
el órgano que dirige a los magistrados, han desbordado la paciencia de un colectivo
tradicionalmente reacio al cambio pero que vive en ebullición desde que en
diciembre se comenzó a tasar a los usuarios de la Justicia
civil, social, mercantil y contencioso-administrativa de una forma que
consideran lesiva para la igualdad. Después de haber sufrido recortes
salariales —los jueces titulares cobran de 3.000 a 5.000 euros
mensuales, según el puesto—, en sus permisos y en las plazas, a los
magistrados el fin de la atención gratuita y la amenaza de una mayor injerencia
política les ha tocado realmente el tuétano. Ante ello, quieren poner sobre la
mesa el problema de la Justicia igual que ya han hecho servicios públicos como
la Sanidad o la Educación. Aspiran a una marea de togas. EL PAÍS ha pasado una
semana junto a jueces de Madrid, el partido judicial que más trabajo acumula,
para retratar sus condiciones laborales.
Por eso, de
Plaza de Castilla pasamos a las salas de lo Social, las más colapsadas después
de que se hayan triplicado los casos por despidos. Allí trabaja Isidro Saiz, un
magistrado que tiene poco que ver con los jueces estrella. Alto, algo cargado
de espaldas, llega a las nueve tirando de su maleta con ruedas entre los
cartones con los que se cubren los indigentes de la plaza de Emilio Jiménez
Millas, frente su juzgado, en Princesa.
Caos en lo Social
El de Saiz,
el número 2 de lo Social, comparte sala de espera con otros siete juzgados. Se
trata de una pequeña habitación sin ventanas. El miércoles a las 9.30 concentra
a 50 personas que hablan en voz muy alta para escucharse. La falta de idoneidad
del espacio es, como tantos males de la España de 2013, fruto del empacho de
ladrillo. Los juzgados de lo Social estaban hasta hace dos años en un edificio
mayor que se vendió para reinvertir en un futurista Campus de la Justicia
ideado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre. Lo iban
a levantar arquitectos del renombre de Norman Foster y Zaha Hadid, pero la
operación pinchó y, sin sede, los 308 juzgados de Madrid se reparten ahora por
edificios en alquiler o mal estado.
Los
funcionarios salen a la sala de espera con las listas de procesos y empiezan a
llamar. Los primeros citados por el juez Saiz tardan.
Es un
despido al que no comparece ni la empresa demandada ni el Fondo de Garantía
Salarial (el Fogasa, órgano estatal encargado de indemnizar a los despedidos en
empresas quebradas), este último por entender que la demanda se atiene a
derecho. “Es que la empresa no liquidó a los trabajadores. Se cambió de nombre
y desapareció”, cuenta el letrado. Un juicio rápido. Es en el segundo proceso
cuando empiezan a torcerse las cosas. Se trata del despido de una trabajadora
de una gasolinera. Sus jefes aseguran que la mujer usaba de forma fraudulenta
la tarjeta de fidelización con la que los clientes suman puntos al repostar. Se
aprovechaba de que nadie miraba para anotarse puntos con descuentos y regalos.
Pero su abogada, que denuncia por despido improcedente, sostiene que los puntos
era un plus que el encargado ofrecía a todos sus empleados. El caso es
enrevesado. Pasan testigos a los que interrogan las dos partes. El juez
comienza a sudar. Por la ausencia de salas y la acumulación de casos, los
magistrados programan sus jornadas calculando que cada proceso durará 15
minutos, algo que ya consideran una aberración de la verdadera Justicia. Este
lleva más de una hora y está todo por ver. “Si la abogada reconoce esos hechos
no creo que necesitemos visionar las cámaras de seguridad, ¿estamos de
acuerdo?”: el magistrado intenta aligerar la vista prescindiendo de pruebas superfluas,
pero no puede frenar la alcanforada verborrea de los letrados. “Por favor, no
sean reiterativos. No tenemos toda la mañana”, pide. La lucha sobre la tarjeta
de puntos es tenaz. El ruido que llega de la sala de espera obliga a levantar
la voz. Una testigo entra con su bebé, que empieza a gimotear. Se extiende un
calor pesado.
Espera en
los juzgados de Plaza de Castilla. / luis sevillano
La vista
termina al fin, pero unos segundos después la sala vuelve a estar llena.
Mientras el juez se retira a dejar las pruebas en su despacho, el secretario
judicial intenta que las partes lleguen a un acuerdo, la solución ideal en la
jurisdicción social. Son las 11.30 y solo se han pasado dos vistas. Quedan 10
por delante. El caso es otro despido, esta vez con complicaciones con la
Seguridad Social. Saiz se muestra al principio didáctico, sagaz en sus
preguntas, pero los minutos corren y los abogados siguen recurriendo a toda la
prosodia que conocen. “Les ruego que sean fluidos en sus alegatos. Hay muchos
señalamientos hoy”, pide complicidad. “Entendemos que está siendo una mañana
dura, pero los problemas de horarios no son culpa de las partes”, responde un
letrado. Son las 12.30 y va a comenzar la vista de las 10. Para terminar los
juicios de la jornada sin descuidar la atención a las partes, el juez y su
secretario comienzan una carrera de obstáculos saltando todas las formalidades
del proceso, pero no es sencillo. El siguiente caso se basa en una sutil
diferencia de la que depende una indemnización: hay que dilucidar si un puesto
de “dinamizador de parques” es lo mismo que uno de “dinamizador de espacios
públicos”. De nuevo, testimonios, pruebas documentales, alegatos… No es hasta
las 13.30 que, tras un par de suspensiones y acuerdos, comienza a despejarse el
panorama. Una funcionaria abre la ventana y entra un poco de aire. Todavía
queda una hora de juicios por delante. Cuando terminan, el juez suspira. En la
sala quedan él y su secretario judicial. “Y menos mal que no había
reclamaciones a la Seguridad Social”, sonríe.
¿Cuál es el
plan para el resto del día? “Llevo trabajo a casa por las tardes y continúo los
fines de semana”, cuenta Saiz. Las dos jornadas semanales de vistas son solo
una parte del trabajo; luego hay que estudiar las pruebas, los fundamentos
jurídicos, dictar sentencia… Miguel Ángel Aguilar, el secretario, le da la
razón: “Es la única forma de adelantar trabajo. Es una locura”. Abre su agenda.
“Los señalamientos más urgentes los tenemos para octubre. Los otros, para
2014”.
En las
oficinas del decanato en el mismo juzgado, el magistrado Benito Raboso explica
que en 2012 recibieron 60.000 demandas a repartir entre 41 salas. Ahora llegan
300 al día, ocho por juez. La memoria de 2012 del CGPJ
fija que en 2011 ingresaron 9.041.442 asuntos en los órganos judiciales, y que
al final del año quedaron 3.063.263 sin resolver. “No podemos permitir que con
la excusa de la crisis se hagan limpiezas baratas en las empresas. Nosotros,
los jueces, somos el último filtro para proteger al ciudadano”, explica Raboso.
“Nuestro cuello de botella son los jueces: no hay bastantes. Es como un
hospital sin cirujanos”, se queja. La falta de manos se traduce en que en
España haya 10,2 jueces por cada 100.000
habitantes (algo más de 4.000 para 46 millones de ciudadanos) frente
a la media europea de 21,3.
Problemas en toda España
A la misma
imagen de los médicos recurre Antonio Fuentes Bujalance,
magistrado en el Mercantil 1 de Málaga y presidente en Andalucía del Foro
Judicial Independiente, para demostrar que el problema no se circunscribe a
Madrid. “Yo no querría que me operara un médico que lleva ya diez horas de
quirófano”, dice. Fuentes conoce muy bien en qué consiste “la Justicia de
trinchera”. En 11 años ha pasado por juzgados de Palma, Solsona, El Ejido,
Santa Cruz… “La judicatura carga con el peso de los casos mediáticos y de unos
órganos que a la mayoría nos repelen, pero la ciudadanía no debe olvidar que
casi todos estamos a pie de calle”, dice. En El Ejido tuvo ratones en la sala.
Al hablar hila anécdotas de juzgados empotrados en bloques de viviendas,
compañeros infartados en plena vista, guardias por 50 euros a la semana y
muchas noches de llegar a casa y encontrar pilas de sentencias que desbordan la
mesa.
“Esto es
vocacional, y a muchos nos frustra no cumplir. Yo he tenido que tomar pastillas
para dormir”, cuenta. Es consciente de que el mayor gasto de Justicia es en
salarios (el 80%); por eso, para ahorrar en lo accesorio, Fuentes propone
soluciones como trabajar desde casa usando Internet y asistir a los juzgados solo
a las vistas, recortando en funcionarios y edificios. “Hay miles de
soluciones”, cuenta, “aunque hay que preguntar a los que saben, los que
trabajamos en esto”.
Pero no solo
sudan en las trincheras. Jueces consagrados insisten en que el recorte de
plazas (se congelaron las oposiciones en 2012 y las bajas prácticamente no se
cubren) va a ralentizar aún más la resolución de casos como el de los ERE en Andalucía o el del Madrid Arena, para
el que su magistrado, Eduardo López Palop, ha pedido ya apoyos. Un juez de lo
Penal asegura que no hay voluntad política de mejorar las condiciones: “Es imposible investigar un caso de corrupción si
arrastras un millón de casos más”, deja caer. “Sin sustitutos va a ser aún peor
porque ellos nos descargaban de trabajo para dedicarnos a esos casos
difíciles”.
El caso de
los sustitutos está generando especial indignación. La última reducción de
gastos en Justicia pasa por laminar los 1.200 jueces de esta categoría
—responsables del 30% de procesos en España— en una medida que aspira a ahorrar
20 millones del presupuesto de 1.500 millones del ministerio. La semana pasada en Guipúzcoa ya
dejaron de trabajar 10 sustitutos de 24. Suplían vacantes, bajas y
licencias de maternidad. “Intentar que todo eso lo cubran los titulares es
ponerse de espalda a los datos”, protesta Iñaki Subijana, presidente de la
Audiencia de Guipúzcoa. “No se va a poder absorber y va a haber una
prolongación de las esperas. Además, con esta política se atenta contra derechos
de los trabajadores que son los jueces, como el derecho a la maternidad”.
Regreso al pasado
De vuelta a
Plaza de Castilla. El escenario es el mismo: vasitos de café abandonados en las
barandillas de las escaleras, bombillas fundidas, un cementerio tecnológico en
cajas dispuestas en los pasillos y llenas de teclados e impresoras rotas. En un
rincón descansa una papelera con una máquina de escribir. Mientras, discurre un
desfile de funcionarios con documentos: en finas carpetas bajo el brazo,
ordenados en tacos, en carritos de la compra...
Uno de estos
funcionarios, Y. V., accede a presentarnos los problemas más incómodos. El
sistema informático es uno de los principales: allí gestionan la mayoría de
expedientes con Libra, un programa de 1999 fuera del entorno Windows. “Es muy
lento y se cae a menudo, pero la gente tampoco es partidaria de cambios porque
siempre son a peor”. Pero lo descorazonador es que Libra es solo una de las
decenas de aplicaciones de ese tipo. Cada comunidad autónoma con competencias de Justicia tiene
la suya: Cicerone, Avantius, Adriano, Temis, Justizia Bat… Y, claro
está, son incompatibles entre sí. Muchas veces la incomunicación informática no
es solo entre comunidades, sino también entre las mismas jurisdicciones de una
provincia, entre juzgados donde manejan versiones más modernas o antiguas de
cada programa.
El paseo
tiene mucho de viaje por el tiempo. Se descubre la importancia que conservan
inventos que parecían de otra época. En la oficina de telégrafos, su jefe, José
Carlos Pérez, abre su carpeta de cuero y consulta datos: “Entre recibidos y
transmitidos, pasan por aquí 5.000 telegramas diarios” con toda clase de
notificaciones. “Agiliza mucho la Justicia”, defiende: “Si alguien no
comparece, con un telegrama se lo notificamos en tres horas”. Consultado sobre
si no hay proyecto de sustituir este sistema por mensajes electrónicos, asegura
que de momento sería demasiado complicado.
Y. V. ha
trabajado en la oficina que recoge la documentación para los 101 juzgados de
primera instancia de la capital. Allí la falta de informatización obliga a que
los expedientes se acumulen por cientos en las mesas antes de ser distribuidos
a cada sala. Todas las citaciones se hacen por correo, lo que equivale a
personas, tiempo y dinero. Los funcionarios se quejan de las paredes
desconchadas y de que los materiales de oficina no abundan. “Los sellos para
estampar se rompen, no nos mandan repuestos y tenemos que estar pasándonoslos
de unos a otros”, explican para ejemplificar cómo la escasez llega a lo más
pequeño.
Pero para
hacerse una idea del alcance de los límites materiales, lo mejor es una visita
al archivo de primera instancia en el sótano. Son cinco salas unidas por un
pasillo de 100 metros que contienen unos 250.000 legajos. “Ya hemos vaciado dos
veces todo el archivo y hemos repartido los documentos entre cinco depósitos
auxiliares”, explica la jefa del servicio. “El método de trabajo es del XIX. No
hay nada informatizado: lo tenemos inventariado todo en cuadernos”, explica. El
trasiego es continuo porque los juzgados bajan y suben los informes que no
caben en los despachos. Los funcionarios anotan y borran todos los movimientos
con lápiz. En la esquina, uno hace hatillos de papeles con cuerdas. Otra
funcionaria abre un cajón y muestra la herramienta estrella de la oficina: una
piedra. Una gran piedra gris lavada. “La uso para quitar las grapas a los
informes”. Saca una gruesa carpeta y hace una demostración emprendiéndola a
golpes con ella. “Una vez nos mandaron a unos argelinos que estaban estudiando
sistemas de archivos. Vinieron aquí porque les dijeron que teníamos un servicio
muy alabado”, cuentan en la oficina entre risas y lágrimas. “Cuando nos vieron
a pedradas dijeron que gracias, pero que ellos ya tenían todo informatizado”.
Al salir del
archivo, Y. V. resume el sentir general: “Mucha gente aquí está desencantada.
Ves que no puedes aunque lo intentes”. De vuelta a los pasillos, un funcionario
llama a voces a las partes en un juicio por hurto en unos grandes almacenes. El
delito es por 50 euros, y el trámite le cuesta a la Administración cientos.
Nadie comparece. Los minutos continúan corriendo. Los relojes de Plaza de
Castilla siguen parados, cada uno en su hora desde tiempo inmemorial.
Fuente: www.elpais.com
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