Las
primeras generaciones de gais, lesbianas y transexuales que lucharon por sus
derechos se están jubilando.
Tienen
constancia de que muchos ancianos vuelven a ocultarse cuando necesitan cuidados
y exigen servicios específicos.
NÚRIA MARRÓN / FOTOS: HANNA JARZABEK
Domingo, 22 de febrero del 2015
Lola tiene 64 años y ninguna de sus amigas más cercanas sabe
que es transexual. «Siempre he sido muy femenina y el tema tampoco ha
salido», dice. Qué quieren... Desde que con 14 años empezó a trabajar
en un cabaret como cantante y bailarina, la discreción ha sido su aliada. Por
pura superviviencia, enseguida intuyó que el vestido nunca debía ser demasiado
chillón. Ni el peinado demasiado despampanante. Gracias a esa invisibilidad,
cree, se ahorró la persecución durante el franquismo y el rosario de abusos que
le han sobrevivido y que sí han sufrido muchas de sus amigas.
A diferencia de la mayoría de transexuales, Lola tampoco
tuvo problemas ni en la mili ni con la familia. «La primera vez que fui
con mi novio a visitar a mis padres, me encontré con una cama de matrimonio en
mi antigua habitación. '¿Qué? -me soltó mi madre-. No dormiréis por separado,
¿no?'». A grandes trazos, Lola, que toma hormonas y no se ha operado,
no inventaria grandes reveses en su vida. Sin embargo, hace dos años murió la
pareja con la que había convivido durante más de cuatro décadas. Y entró, dice,
en un «agujero negro». Al dolor de la pérdida se han sumado un
montón de facturas que no sabe cómo pagar, un subsidio de apenas 426 euros, una
jubilación inexistente -jamás cotizó por su trabajo en el mundo del
espectáculo- y un puñado de preguntas sin respuestas claras. ¿Qué pasará cuando
no se pueda hacer cargo de sí misma? ¿Quién la cuidará, si no tuvo hijos? Y,
sobre todo: ¿será seguro para ella, esté en su propia casa o en una residencia,
que a su alrededor descubran que su sexo es otro al esperado?
Formación e investigación
Estas y otras inquietudes que a un heterosexual jamás se le
pasarían por la cabeza están entrando a grandes zancadas en el orden del día
del colectivo LGTB (lesbianas, gais, transexuales y bisexuales). Durante años,
la vejez fue ignorada por la propia comunidad, en parte por su tendencia a
glorificar la juventud y, sobre todo, porque durante décadas se centraron en
las luchas por la equiparación de derechos. «Olvidar lo que puede
padecer esta población es un suicidio», avisó ya en el 2002 la
activista Beatriz Gimeno en uno de los primeros ensayos sobre la cuestión. Así
que cuando las primeras generaciones que se zafaron del secretismo han empezado
a jubilarse, han visto que el tráiler que anunciaba Gimeno era cierto: la
tercera edad llegaba a paso ligero sin apenas investigación académica ni, por
supuesto, políticas públicas específicas.
Que algo está cambiando, sin embargo, lo demuestra la
aparición de fundaciones como Enllaç, que desde el 2008 da apoyo a personas
mayores o en situaciones de vulnerabilidad. Esta entidad, junto con el
Ayuntamiento de Barcelona, han puesto en marcha un grupo de trabajo e imparten
formación especializada a cuidadores para que tengan en cuenta desde sus
problemas específicos de salud hasta su fardo emocional.
Además, en colaboración con el Departamento de Trabajo
Social de la Universitat de Barcelona, ultiman la primera investigación que se
realiza en España sobre LGTB y tercera edad. El estudio radiografía al
colectivo a partir de entrevistas a 245 personas mayores de 50 años del área de
Barcelona, a las que se les ha preguntado por cuestiones que van desde la salud
y la autonomía hasta los cuidados y la violencia. «Una de las
conclusiones que emerge con más fuerza es que la mayor parte del colectivo
quiere servicios específicos, siente que la atención que pueden recibir es poco
respetuosa y temen que perder la autonomía les suponga una vuelta al
armario», avanza el profesor e investigador Josep Maria Mesquida, del
Grup de Recerca i Innovació en Treball Social, responsable del estudio.
En un país donde el cuidado de los padres dependientes recae
en los hijos en más del 86% de los casos, los servicios de asistencia resultan
vitales para esta comunidad, ya que muchos o no tuvieron descendientes o
-aunque cada vez menos- los perdieron en el camino de reconocerse a sí mismos.
La realidad, sin embargo, a menudo llega en forma de puñetazos. Hace años que
el grupo Gais Positius denunció los insultos que algunas personas con VIH han
recibido en los geriátricos por parte de otros usuarios, y que, en algún caso,
había provocado que el afectado acabara refugiándose del clima hostil en un
psiquiátrico. También se tiene constancia de algunas residencias que han negado
la entrada a mayores seropositivos, amparándose en la normativa que limita el
número de pacientes de enfermedades infecto-contagiosas.
El problema de la ocultación
La activista Paulina Blanco, una de las fundadoras de
Enllaç, llega a la conversación con unos cuantos agravios más. Los ginecólogos,
por ejemplo, siempre dan por supuesta la heterosexualidad y algunas
instituciones -en las que por sistema se niega la sexualidad de la gente mayor-
han llegado a separar a parejas. Epígrafe aparte, dice, merece el problema de
la ocultación: «Una vez, fuimos a una residencia que acogía a más de
200 personas y cuando preguntamos cuántas personas LGTB había nos contestaron
que ninguna. Nos echamos a reír. ¿Quién podía creerse eso? -recuerda
la activista, de 65 años-. Se estima que entre el 3% y el 10% de la
población es gay, pero la mayoría, al hacerse dependiente, lo esconde por miedo
a ser rechazado, a que lo maltraten o le hagan el vacío, ya sea el personal o
los propios usuarios. Es un tema muy amplio que
Fuente: www.elperiodico.com
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