domingo, 20 de julio de 2014

EL LARGO EXILIO DE LOS VENCIDOS


4 noviembre, 2013 - 17:00h
Los tres últimos meses de vida de la Segunda República fueron agónicos. Toda Cataluña cayó rendida a los pies de las tropas de Franco en apenas un mes, en medio de la exaltación patriótica y religiosa. A mediados de enero de 1939 entraban en Tarragona y el 26 en Barcelona. Las tropas republicanas se retiraron hacia la frontera francesa de forma desorganizada. Según la descripción de Manuel Azaña, “la

desbandada cobró una magnitud inmensurable. Una muchedumbre enloquecida atascó la carretera y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera (…) El tapón humano se alargaba quince kilómetros por la carretera (…) Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados…”. Las bombas y los ametrallamientos de la aviación franquista causaron numerosos muertos y heridos.
Esa tragedia y éxodo iniciados a finales de enero de 1939, con la caída de Barcelona, dejaron huella. Nunca, en su larga historia de emigraciones, España había conocido una de esas características, por su amplitud y duración, y tampoco Francia había acogido nunca sobre su suelo un  éxodo tan masivo y repentino como el de los republicanos españoles de 1939. Y eso que España había pasado en su historia, desde los “afrancesados” y liberales de 1814, una larga serie de exilios políticos y Francia experimentó en los años veinte y treinta del siglo XX una llegada masiva de extranjeros que la convirtieron en el primer país del mundo de inmigrantes: trabajadores (polacos e italianos) y refugiados (rusos, armenios, judíos de la Europa oriental y antifascistas italianos, alemanes y austriacos).
“La retirada”, como se conoció a ese gran exilio de 1939, llevó a Francia a unos 450.000 refugiados en el primer trimestre de ese año, de los cuales 170.000 eran mujeres, niños y ancianos. Unos 200.000 volvieron en los meses siguientes, para continuar su calvario en las cárceles de la dictadura franquista. Otras 15.000 personas lograron salir desde los puertos del Levante, sobre todo del de Alicante, hasta el norte de Africa, donde las autoridades francesas les recibieron también con la misma hostilidad que en Francia. Pero los barcos italianos llegaron a Alicante antes de que varios miles de ciudadanos pudieran embarcar en buques franceses y británicos. Muchos de los capturados fueron ejecutados allí mismo. Otros, prefirieron el suicidio antes que ser hechos prisioneros por los franquistas. Como el maestro oscense Evaristo Viñuales, afiliado a la CNT de Huesca desde la llegada de la República y consejero de Información y Propaganda del Consejo de Aragón. Se suicidó junto con el cenetista Máximo Franco, jefe de la 127 Brigada Mixta de la 28 División.
Francia no esperaba esa llegada tan masiva de refugiados y el Gobierno de “concentración” de centro-derecha de Édouard Daladier, que ya había mostrado escasas simpatías por la causa republicana durante la guerra civil, estaba muy presionado por los grupos de la derecha más reaccionaria, fascistas y xenófobos, y por sus medios de comunicación, para que evitara la “invasión” de ese “ejército marxista en retirada”. En poco más de tres semanas, 450.000 personas llegaron al departamento de Pirineos Orientales, que apenas tenía un cuarto de millón de habitantes. Una vez allí, la mayoría, especialmente los hombres civiles y los antiguos combatientes del ejército republicano, pasaron a campos de internamiento o concentración, a los de la playa de Argelés y Saint-Ciprien, en Vallespir y en la Cerdeña. Los 275.000 internados en campos que había en marzo de 1939 fueron disminuyendo gradualmente, hasta quedar sólo unos cuantos miles un año después, en el momento de la invasión de Francia por las tropas nazis.
A partir de esa fecha, unos 40.000 republicanos españoles fueron trasladados forzosamente a Alemania a trabajar en las industrias de guerra y muchos de ellos acabaron en campos de concentración, sobre todo en Mathausen, donde murieron 5000 de los 7000 que fueron internados. En la Francia de Vichy, Alemania, Argelia, los republicanos españoles fueron tratados durante la Segunda Guerra Mundial como “rojos” que no tenían derecho a la vida. Era la prolongación de los asesinatos,  las persecuciones y de las humillaciones para los vencidos, para sus hijos y para los hijos de sus hijos. “Aquí la libertad sólo la concede la muerte”, les dijo el comandante Caboche cuando recibió a los españoles supervivientes de la División de Durruti en el campo argelino de Djelfa (donde estuvo Max Aub desde noviembre de 1941 a octubre de 1942).
Mucha más suerte tuvieron los veinte mil españoles que, casi todos desde Francia, llegaron a México entre 1939 y 1950, una cantidad escasa, si se compara con los 125.000 que se quedaron finalmente en Francia, pero muy importante por su composición social y profesional: políticos, intelectuales, escritores y profesionales liberales. Po allí pasaron, y la mayoría allí murieron, Indalecio Prieto, Max Aub, Benjamín Jarnés, Luis Cernuda, León Felipe, Emili Prados, Manuel Altolaguirre, Luis Buñuel, José Bergamín y José Ignacio Mantecón. La nómina de personajes ilustres se extiende por Puerto Rico (Juan Ramón Jiménez, Pau Casals), Gran Bretaña (Salvador de Madariaga, Arturo Barea, Manuel Chaves Nogales),  Bolivia (el general Vicente Roj), USA (Severo Ocho, Ramón J. Sender) o por la Unión Soviética, donde acabaron la mayoría de dirigentes políticos y cuadros militares con militancia comunista, como Dolores Ibarruri, Enrique Líster o Juan Modesto.
Los tres presidentes de Gobierno que tuvo la República en guerra murieron en el exilio: José Giral en México, en 1962; Francisco Largo Caballero en París, en 1946, tras haber pasado por el campo de concentración nazi de Orianenburg; y en la misma ciudad murió Juan Negrín en 1956. Manuel Azaña, el presidente de la República y el político más importante de la España de los años 30, murió en Montauban, Francia, el 3 de noviembre de 1940. Su predecesor en el cargo, Niceto Alcalá Zamora, el primer presidente de la Segunda República, murió en Buenos Aires, en 1949. De todos los presidentes de Gobierno que tuvo la República en sus cinco primeros años en paz, sólo Alejandro Lerroux murió en España.
La labor de difusión cultural y científica que realizaron muchos de esos exiliados, sobre todo en Francia, México y Argentina, ha sido estudiada con todo rigor y detenimiento. Hubo cerca de seiscientos títulos de publicaciones periódicas en Francia y África del norte entre 1939 y 1975, mientras que  el impulso editorial de Fondo de Cultura Económica y Grijalbo en México, o de Epasa Calpe, Losada  y Sudamericana en Argentina permitió el conocimiento de la obra literaria de muchos de esos ilustres exiliados y de obras significativas de la literatura española y universal prohibidas por la censura en España.
Pero el exilio fue largo, eterno, repleto de memorias e historias enfrentadas sobre la Segunda República y la guerra civil. Se culparon unos a otros de la derrota y nunca pudieron establecer vínculos con la resistencia interior, con la oposición política al franquismo, que, a su vez, atravesó un vasto desierto durante esas dos primeras décadas de dictadura. Por eso tuvo tanta repercusión la reunión que del 5 al 8 de junio de 1962 celebraron en Munich representantes de algunos grupos de oposición a la dictadura. Monárquicos, católicos y falangistas alejados en ese momento de las posiciones autoritarias, encabezados por Gil Robles y Dionisio Ridruejo, se reunieron con socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. Aunque el comunicado final del encuentro sólo pedía cambios moderados y graduales, la dictadura lo consideró un grave atentado contra España, “el contubernio de Munich”, y detuvo y envió al exilio a algunos de los asistentes, a esos “desdichados” que, según declaró el propio Franco, “se conjuran con los rojos para llevar a las asambleas extranjeras sus miserables querellas”.
Cuando tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, algunos de esos personajes ilustres, los que quedaban vivos, y otros cientos de hombres y mujeres anónimos, pudieron de nuevo pisar suelo español, los campos, los pueblos, las ciudades, las personas habían cambiado. Podían mantener sus principios y los mantuvieron, hasta la tumba. Poco más les quedaba: la memoria, que era suficiente. La guerra y la larga dictadura los había desarraigado. “No sé dónde narices estoy” declaró a El País en marzo de 1980 el destacado militar republicano Frederic Escofet, recién llegado a España: “Me parece que regresaré pronto a Bruselas. Tengo miedo de llegar a sentirme extranjero en mi propio país”.
Solo  y extranjero se encontró también  el anarquista Abad de Santillán cuando volvió a España a comienzos de 1976. En el Ateneo de Barcelona un grupo de jóvenes “que reivindicaban a la Baader Meinhoff y otros clanes marxistas o próximos a esa ortodoxia” le insultaron y los organizadores dieron por concluida la conferencia,  ante la perplejidad del orador.
El panorama que ofrecían los anarquistas históricos como Abad de Santillán en los últimos años del franquismo era desalentador: viejos, algunos ya muy viejos, destrozados por un exilio que nunca logró recomponer a los diferentes grupos rivales, diseminados por Francia y los países latinoamericanos, vivía para recordar, con una mezcla de nostalgia, rabia y orgullo, aquellos años heroicos en los que habían constituido una fuerza social de cambio. La posibilidad de recuperar al anarcosindicalismo como movimiento de masas, tras la muerte de Franco, era nula. Estaban solos y sin posibles aliados políticos, nacionales o internacionales, algo con lo que podía contar, por ejemplo, la UGT, el otro sindicalismo destrozado por las divisiones internas y la represión. Ni siquiera les devolvían el patrimonio que reclamaban. Ellos, definitivamente, pertenecían a la España en ruinas que habían tenido que abandonar obligados en 1939.
La transición a la democracia trató de borrar sus recuerdos más incómodos de aquel pasado y, cuando en los años de gobierno de Rodríguez Zapatero el Estado puso en marcha, aunque con mucha timidez, políticas públicas de memoria, recordar el pasado para aprender, y no para castigar o condenar, una parte importante de la sociedad reaccionó en contra. El pasado se ha hecho presente, convertido ahora, entrado ya el siglo XXI, en un campo de batalla político y cultural, donde se da la voz con más fuerza que nunca, en libros, documentales y homenajes, a los supervivientes y a las víctimas de aquellas experiencias traumáticas.
Estamos en la “era de la memoria”, tan incómoda para muchos. Es una construcción social del recuerdo, que evoca con otros instrumentos, y a veces deforma, lo que los historiadores descubrimos. No sabemos qué quedará de todo ello para el conocimiento histórico de las generaciones futuras, pero los historiadores tenemos la obligación de seguir arrojando luz sobre la vida de esos hombres y mujeres. 




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