Ángel Viñas
Publicado en 2013/09/11
En la fiesta exultante de la dictadura franquista se
celebraba la renovación de España y su salvación de los horrores de la
revolución. Fue el símbolo del esfuerzo por superar los males de una República supuestamente dogmática,
excluyente, dominada por la izquierda y proclive a las salvajadas que no quiso
contener el Frente Popular. Terminó con el vil asesinato (en su momento se
afirmó que con la connivencia del Gobierno) de José Calvo Sotelo,
jefe de Renovación Española y líder del Bloque Nacional. El protomártir.
De todo ello apenas ha quedado algo. Se ha analizado la
interacción entre los círculos civiles de la conspiración (¿no
dijeron los historiadores franquistas que se trató de un “movimiento
cívico-militar“, cosa que ahora ya parece que olvidan algunos?) y el
encrespamiento dialéctico de la situación política. Se han escudriñado el
número y significado de las víctimas de la violencia. Se han buscado vanamente
los preparativos para una revolución de las izquierdas. Se ha contrapuesto la
retórica de las derechas (destinada a justificar una sublevación que empezó a
prepararse tras las elecciones de febrero de 1936) y el comportamiento real de
las fuerzas políticas y sociales representadas en el Gobierno. El de Largo
Caballero ha sido objeto de una biografía magistral del
lamentado Julio Aróstegui. Finalmente, se han descubierto los
contratos para el suministro de material de guerra moderno que
firmó con los italianos uno de los allegados a Calvo Sotelo, Pedro
Sainz Rodríguez, el 1 de julio de 1936. Pero ya se han levantado voces que,
naturalmente, reducen su significación.
Esta es clara según los inefables criterios que el
diario ABC expuso el 11 de enero de 1936 en un editorial. Lo
tituló Alta traición y suponemos que representaba la opinión
de su propietario, el marqués de Luca de Tena, mezclado hasta el
tuétano en la posterior conspiración. Alta traición implicaba contribuir a que
la Patria cayera en manos extranjeras, aliarse con poderes foráneos, aceptar
dinero y jefes de allende las fronteras. En resumen, “hacer pachas” con
¡Moscú!
En “prueba” se acudió a la mejor propaganda nazi, orquestada
por el maestro Goebbels, y se ampararon planes conspirativos
“soviéticos” como los que desmontó Southworth. O escribieron otros
adicionales para dárselos a los británicos mientras Calvo Sotelo tronaba en las
Cortes contra la “anarquía”.
Los autores franquistas y neoconservadores (cuando no
neofranquistas) nunca repararon en que, gracias al dinero girado en
marzo de 1936 a los conspiradores monárquicos por Juan March desde
el extranjero, podían dar comienzo las negociaciones con los fascistas. O que Sainz
Rodríguez ya se rodeaba de asesores militares. O que en el núcleo de
la conspiración en Madrid figuraba un frecuente viajero a Roma, el
general Alfredo Kindelán, experto en temas de aviación, que era el
tipo de material que necesitaba Mola. Por desgracia se le olvidó
citar el material italiano en sus famosas instrucciones. Omisión “probatoria”
de su insignificancia aunque al redactar las últimas todavía no habían
concluido las negociaciones en Roma y temía que alguna hubiese caído en manos
del Gobierno.
Mientras tanto, tampoco otros monárquicos se habían parado
en rositas. Nadie menos que Sanjurjo visitó Berlín en marzo de
1936. No para tomar el té de las cinco en el Hotel Adlon. El viaje, coincidente
con la remilitarización de Renania, nunca pareció que diera muchos
resultados. Hasta ahora.
Gracias a unos documentos, que me ha proporcionado
amablemente el historiador durangués Jon Irazabal Agirre, sabemos
que el 24 de julio de 1936 un millonario norteamericano hasta hoy
desconocido, William Taylor Middleton, recibió la visita en su casa
parisina, en el Quai d’Orléans, detrás de Notre Dame, del comandante Antonio
Barroso. Este agregado militar acababa de pasarse a los sublevados y
denunciado a la prensa derechista francesa la petición de armas hecha el 19 por
el presidente Giral. Barroso pidió a Middleton que, dada la
labilidad de la situación militar, convenía que se dirigiera inmediatamente a
Alemania para hablar con Joachim von Ribbentrop, entonces consejero
aúlico de asuntos exteriores de Hitler, y le recordase el envío de
la “ayuda prometida”.
Middleton era un personaje poco recomendable. Tenía, sin
embargo, una cualidad inestimable. Él y la madre de Baldur von Schirach,
jefe de las Juventudes hitlerianas, compartían un antepasado común,
signatario de la declaración de Independencia de Estados Unidos. Cabe pensar
que en alguno de sus viajes a Berlín, Middleton, casado con una dama
francesa aún más reaccionaria que él, pudo a través de su lejana pariente
conocer a von Ribbentrop.
Está por determinar a quién se prometió la ayuda
nazi. Mola no pudo ignorar el viaje de Sanjurjo, de la misma forma que
tampoco pudo desconocer –dados sus frecuentes contactos con Juan March en
Biarritz y los que mantenía con el círculo en torno a Kindelán- la
negociación con los italianos, lubricada por el dinero del banquero.
En ambos casos, con mayor fortuna (Italia) y con ninguna
(Alemania), es obvio que los conspiradores militares y civiles apuntaban hacia
las potencias fascistas. Ocurrió, sin embargo, lo inesperado: Sanjurjo pereció
en accidente y Franco, desde Tetuán, echó mano de un avión postal
alemán, envió una minimisión a Berlín y esta, por los vericuetos del partido
nazi, llegó a Hitler en cuestión de 24 horas. Al día siguiente de la visita de
Barroso a Middleton, el Führer decidió ayudar a Franco. Cuando Mola
envió otros mensajeros a Berlín la suerte ya estaba echada.
Los contactos con fascistas y nazis permiten plantear quiénes
eran los enemigos de la República y quiénes internacionalizaron los
acontecimientos que iban a producirse. Permiten reinterpretar las aportaciones
monárquicas a la preparación de la sublevación. Permiten presentar los alegatos
sobre los presuntos designios bolcheviques como un mero ejercicio de proyección
y, no en último término, permiten iluminar al protomártir como una suerte de
conde Don Julián de la España del siglo XX. No en la acepción
de Goytisolo.
Personalmente me encantaría que o bien Stanley G.
Payne, historiador tan querido de nuestras derechas, o alguno de sus
seguidores aportasen evidencia primaria relevante de época que echase por la
borda lo que lleva a una relectura radical del 18 de julio.
*Ángel Viñas es uno de los coautores
de Los mitos del 18 de julio (Crítica), coordinado
por Francisco Sánchez Pérez, y autor de Las
armas y el oro, de publicación en septiembre (Pasado&Presente).
Fuente: http://dedona.wordpress.com/
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