Los judíos confiesan que vuelven a tener
miedo. Algunos gitanos van a colegios segregados. Europa se reencuentra con el
odio
Lucía Abellán / Miguel Mora Ostrava /
Budapest 15 DIC 2013 - 00:00 CET76
Un grupo de jóvenes neonazis en
República Checa desde la que se dirigieron a una barriada gitana para intentar
asaltarla en junio de este año. / Gustav Pursche (Corbis)
Todos los dirigentes europeos, sin
excepción, han glosado esta semana los méritos de Nelson Mandela. Muchos han
pronunciado frases brillantes y han asistido a los funerales del hombre que
venció al odio racial y al apartheid. Pero justo en la Unión Europea,
donde la crisis no termina, el paro afecta a 25 millones de personas y hay 80
millones de pobres, la xenofobia y
el racismo no dejan de aumentar.
El viaje
comienza en Ostrava (República Checa). Aquí, los niños gitanos son enviados a
escuelas especiales. Algunos comparten aulas con alumnos discapacitados, otros
van a colegios solo para gitanos. Muchos viven en barrios o pueblos separados
del resto de la población y sin acceso a los mismos derechos. Un régimen de apartheid.
Situaciones similares suceden en Hungría, donde el 90% de los gitanos están en
el paro. En Polonia, donde muchos restaurantes no dejan entrar a romaníes. O en
Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia y Bulgaria.
Miroslav
Turek, pedagogo social de la escuela Premysla Pittra, en Ostrava, se parece
poco a cualquier profesor europeo medio. Tras 10 años de trabajo en una prisión
y otro periodo en una casa de acogida infantil, este maestro se encarga ahora
del grupo más problemático de un colegio en el que todos los alumnos son
gitanos, a pesar de que el barrio acoge también a otras comunidades. Turek dice
tutelar a 14 chicos de entre 13 y 15 años, aunque en la minúscula clase que
regenta no se ven más de 7. “En noviembre solo hubo ocho días en que asistieran
todos”. Y precisa que trabaja con los padres para minimizar las ausencias.
A simple
vista, Premysla Pittra no es una escuela diferente. Un centro más de enseñanza
primaria, acogedor por los trabajos infantiles que adornan sus paredes. Pero
este especialista debe emplearse a fondo en lecciones ajenas al programa
educativo. “Durante tres meses, por ejemplo, me he dedicado a mostrarles la
importancia de traer lápices a clase”, expone con admirable serenidad. El
profesor no se da por vencido. Coopera con las familias y deja claras las
reglas con métodos sencillos: tarjeta verde a la primera infracción, amarilla a
la segunda, y a partir de ahí, orden de quedarse en clase después de que suene
el timbre.
Premysla
Pittra es una escuela segregada: solo acoge a niños gitanos, en gran medida de
entornos desfavorecidos que lastran sus resultados escolares. Pero aún existe
una opción peor para estas familias con problemas más graves que la educación
de sus hijos. Que los críos recalen en escuelas para “discapacidades mentales
leves”, como las denomina el sistema. Debido a un perverso círculo vicioso, la
mayoría de los que acaban allí son gitanos que no han superado la prueba de
aptitud que determina en qué escuela ingresan los niños de seis años.
Encuestas de
la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE y del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD), realizadas en 2011 a partir de 102.000
entrevistas personales (el 20%, a ciudadanos gitanos; el resto, a sus vecinos
no gitanos) en Bulgaria, República Checa, Francia, Los europeos de etnia
gitana están excluidos de la vida económica, social y política. Comparados con
los no romaníes, son más pobres, sufren más el desempleo, estudian menos años y
tienen menos acceso al agua potable, al alcantarillado y a la electricidad.
Los gitanos
tienen más probabilidades de sufrir enfermedades crónicas y menos acceso al
sistema de salud. Las gitanas son la población menos favorecida de la UE. Las
jóvenes que se casan y tienen hijos antes de los 20 años duplican la media de
las no gitanas y tienen menos probabilidades de completar su educación.
La mitad de los gitanos dicen haber sentido
discriminación en el último año.
El 90% de
los gitanos viven por debajo de los niveles nacionales de pobreza.
Un tercio de los gitanos están en paro.
El 67% de
los que trabajan tienen empleos sin cualificar o poco cualificados, frente al
16% de los no gitanos.
El 30%
de los gitanos con educación universitaria están en paro, frente al 14%
de los no gitanos.
El 45%
vive en viviendas en las que falta al menos uno de estos elementos: cocina
techada, baño, ducha o luz.
El 40% vive en
comunidades donde al menos una persona se fue a la cama con hambre una vez en
el último mes.
La mayoría
de los checos escolarizan a sus hijos a partir de los tres años, una etapa en
la que la educación no es obligatoria. Así que llegan entrenados a ese pequeño
examen —con pruebas como contar hasta 10 o pequeños juegos de lógica—. Pero los
gitanos suelen enfrentarse a esa evaluación con una mínima fase previa de
adaptación a la escuela. Así que muchos suspenden y acaban ingresando en lo que
las autoridades denominan eufemísticamente escuelas prácticas. Los datos
oficiales aseguran que un 3% de los niños entran cada año en ellas, aunque
rehúsan desglosar la proporción de gitanos. “No podemos almacenar los datos por
raza. Sería discriminatorio”, alega Martin Stepanek, vicealcalde de Ostrava a
cargo de la educación.
La
segregación en las escuelas es un problema que afecta a toda Europa del Este. Y
emerge como el símbolo de un mal mayor que recorre ya todo el continente: el odio a las
minorías, con los gitanos, los árabes, los judíos y los negros como
comunidades más perseguidas.
Al otro lado
de Europa, en Holanda, Austria, Francia, Bélgica o Reino Unido, el poder
político lleva algunos años tratando de convertir a las exiguas minorías
gitanas en el chivo expiatorio
de la crisis, o de la gestión de la crisis. Silvio Berlusconi abrió
el fuego en 2008 censando y expulsando en masa a los gitanos en Italia; Nicolas
Sarkozy tomó el relevo en 2010, y hoy el virus ha contagiado a los (supuestos)
progresistas.
Así el apartheid
económico y racial y el odio al diferente comienzan a ser una seña de identidad
en muchos de los 28 países de la UE. El fenómeno inquieta a algunos
observadores. Según ha escrito el filósofo francés Christian Salmon, “la
política está siendo devorada por la
xenofobia inherente al sistema económico neoliberal”.
En Francia y
Reino Unido, las pulsiones
xenófobas han llegado desde la extrema derecha hasta la cúpula del
Estado. El sociólogo galo Eric Fassin explica que las diatribas del ministro
del Interior, Manuel Valls, contra los romaníes “legitiman el discurso racista
del Frente Nacional y tratan de hacer olvidar a los votantes que el Gobierno
socialista hace la misma política económica que Sarkozy”. El Ejecutivo
socialista lleva meses derribando chabolas de ciudadanos europeos (gitanos) sin
realojar a sus 17.000 ocupantes —la mitad niños—, incumpliendo así la promesa
electoral de François Hollande, las normas internacionales y la circular de
Interior de agosto de 2012. La idea era tratar con humanidad y firmeza a las
poblaciones “precarias”. Solo queda la firmeza.
En paralelo,
los racistas han dado un paso al frente y han ocupado las calles, las redes
sociales y los medios. La ministra de Justicia, la guyanesa Christiane Taubira,
ha sido comparada con un mono por una excandidata del Frente Nacional, por una
niña de 12 años en una protesta contra el matrimonio gay y por una revista de
extrema derecha. Los ataques de la derecha populista contra la comunidad
musulmana son ya tan corrientes que no son noticia. La novedad es que, según
una reciente encuesta de la Agencia de Derechos Fundamentales, el 85% de los
judíos franceses creen que el antisemitismo es
un problema en su país —frente al 66% de la media europea.
El portavoz
de la Unión de Estudiantes Judíos de Francia (UEJF), Elie Petit, comenta: “El
discurso antisemita se ha legitimado y corre libre por las redes sociales. Es
como si el lenguaje de los años treinta volviera a estar de moda. Pero lo más
grave es que las ideas xenófobas calan entre los jóvenes. Un 40% de los
franceses de entre 18 y 25 años se declaran dispuestos a votar a la extrema
derecha en las europeas” de mayo.
En Reino
Unido, la cosa parecía ir mejor. Pero hace unos días, el primer ministro, David
Cameron, se subió a la ola antigitana con un artículo en Financial Times
en el que anunciaba que exigirá a Europa medidas para regular la inmigración, y
se refería a los “nómadas” rumanos y búlgaros diciendo que su Gobierno les
negará los derechos que concede a otros inmigrantes, como las ayudas sociales
para vivienda y desempleo. Eso sí, Cameron recurrió al eufemismo, al escribir
que Londres
deportará a los “inmigrantes europeos que pidan limosna o duerman al
raso”.
En tiempos
de odio al diferente, los negros viven situaciones similares a las de los
gitanos y los judíos: rechazo inmediato a primera vista e identificación con
los clichés que siempre los han acompañado. “Al negro se le tacha de perezoso o
irracional. Y el estereotipo no desaparece ni cuando son ricos”, explica Omar
Ba, responsable de la Plataforma Africana en Amberes, una próspera ciudad belga
que vive su particular recelo hacia las minorías. En este caso, la base no es
tanto económica como de identidad nacional: el nacionalismo flamenco endurece
los criterios para acceder a ciertas prestaciones con requisitos como el
conocimiento de la lengua, el holandés.
Ba alerta de
que la extrema derecha se está acercando a la población media, al tiempo que
los partidos mayoritarios emulan los discursos radicales. “Con la crisis, los
políticos han mostrado su incapacidad. Así que, como no es fácil encontrar
culpables, y la ciudadanía está frustrada, juegan la carta del extranjero. Pero
hay que tener cuidado. Antes de la II Guerra Mundial había este mismo
discurso”, previene este elocuente belga procedente de Senegal, que relata
problemas al acceder a algunos servicios que solo se solucionan cuando aparece
su esposa, belga de origen.
Estudio de
la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE sobre las experiencias de los
judíos en los ocho países de la UE —Bélgica, Francia, Alemania, Hungría,
Italia, Letonia, Suecia y Reino Unido— donde reside el 90% de la población
judía europea.
2/3 de los judíos entrevistados
consideran que el antisemitismo es un problema en sus países.
Un 76%
cree que el problema se ha agravado en los cinco últimos años.
1/3 tiene miedo a sufrir una agresión
física por ser judío.
Más de la
mitad ha
presenciado algún incidente en el que se negó, se trivializó o se minimizó el
Holocausto.
El 23%
dice que en alguna ocasión ha evitado asistir a actos judíos o visitar lugares
judíos por miedo.
Más del 40% de los preguntados en Bélgica,
Francia y Hungría indican que han pensado en emigrar.
¿Quizá se
inspiran los líderes de las viejas democracias en lo que sucede en el Este de
Europa? En el bloque del “capitalismo tardío” residen la mayor parte de los ocho
o diez millones de europeos gitanos, y la palabra romaní se declina con tres
pes: pobreza, paro y persecución. Allí, manifestar en público el odio a los
gitanos —y de forma creciente a los judíos— sale cada vez más rentable.
En
Eslovaquia, por ejemplo, un neofascista acaba de ganar unas elecciones
regionales con un vasto programa político —como ironizó De Gaulle—:
poner a los gitanos a realizar trabajos forzosos. Los comicios de Banska
Bystrica han convertido en presidente de esta región, que en 1944 se levantó
contra los nazis, a Marian Kotleba, que basó su campaña en dos elementos:
denunciar la corrupción y acabar con el “parasitismo gitano” suprimiendo las
ayudas sociales a los romaníes y enviándolos a reconstruir las carreteras.
Según Peter Pollak, alto representante eslovaco para la cuestión gitana, el 40%
de los romaníes del país viven en guetos, frente al 20% de hace una década.
El éxito de
Kotleba retrotrae a la Europa de los años oscuros. Fundador en 2003 de un
grupúsculo violento llamado Comunidad Eslovaca, Kotleba fue encarcelado varias
veces por desfilar por los guetos gitanos con un uniforme igual al de la
guardia del sacerdote Andrej Hlinka, la milicia clerical-fascista que lideraría
monseñor Josef Tiso entre 1939 y 1945.
En Ostrava,
una ciudad media de antiguo esplendor industrial donde los gitanos viven en
distritos muy desfavorecidos, el apartheid escolar de los niños gitanos
saltó en 2006 porque unas familias llevaron el caso al Tribunal Europeo de
Derechos Humanos. Este sentenció que el sistema educativo incurría en una
discriminación indirecta al orientar a los chicos mayoritariamente hacia esas
escuelas de menor nivel. Y obligó al Estado a indemnizar a los demandantes.
Pese al
fallo, las cosas han cambiado poco. “Incluso la comunidad gitana tiene la
impresión de que es peor ahora porque están más concienciados”, explica Kumar
Vishwanathan, responsable de Viviendo Juntos, la ONG que lideró todo el
proceso. Esta organización promueve la convivencia de “gitanos y blancos” en
varias comunidades de Ostrava, con buenos resultados de integración. Renata
Gaziová dirige una de ellas. “Apenas un 3% de los niños gitanos van a buenas
escuelas; el resto están segregados”, explica esta romaní, que es tajante a la
hora de definir qué aprenden los niños en las escuelas que se apartan del
canon: “Nada. Conozco una niña de 15 años que no sabe leer ni escribir su
propio nombre”, relata.
Las familias
tienen difícil apartarse del destino marcado por el sistema. “Me gustaría
darles a mis hijos la libertad de haber sido médicos, por ejemplo, pero ya en
la escuela les dicen que no pueden. Así que yo misma le recomiendo a uno de
ellos que sea cocinero. ¡Al menos yo puedo enseñarle!”, bromea Iveta
Kroscenova, madre de nueve hijos, cinco de ellos matriculados en escuelas
segregadas. A su lado, Jolana Smarhovycová, activista para la integración de
los gitanos, explica que su hija iba a una escuela normal, pero la pusieron en
una clase en la que solo había gitanos. Cuando preguntó la razón, la cambiaron.
“Y entonces se convirtió en la única niña gitana de su clase. Al final nos
mudamos”, explica. Su sobrino Kristián no tuvo tanta suerte. Terminó con buenas
notas en una escuela para niños con dificultades de aprendizaje, pero al salir
se dio cuenta de que su preparación no le permitía acceder a la educación
secundaria.
Este es el
círculo en el que se ven envueltos los gitanos, que suelen recorrer el mismo
camino de pobreza y marginación que sus padres. El vicealcalde Stepanek se
defiende: “Van a escuelas en las que solo hay gitanos por criterios de
proximidad. Y en cuanto a escolarizarlos en centros especiales, son los
psicólogos los que lo deciden”.
En Hungría,
los gitanos están habituados a oír esas excusas y otras peores. Los datos
dibujan una situación de profunda
marginación. Según un colectivo de ONG, la tasa de desempleo entre
el colectivo supera el 90%, mientras el paro entre la población no gitana es
del 11%. Además, un 40% de los 10 millones de húngaros viven bajo el umbral de
la pobreza; de ellos, casi un millón son gitanos. Pese a la violencia de esos
números, la voz de la minoría romaní es casi inaudible. Aunque algunos empiezan
a organizarse.
Estamos en
Budapest, la capital de un país donde hace 70 años medio millón de judíos y
100.000 romaníes fueron asesinados por los nazis con la colaboración del
régimen fascista del almirante Miklós Horthy. Aquí acaba de nacer el Partido
Gitano de Hungría (MCP), que ya presume de tener 5.000 militantes y planea
presentarse a las elecciones legislativas y europeas de 2014. Aladár Horváth,
su portavoz y presidente de la Asociación para los Derechos de los Gitanos,
explica que la situación de los romaníes se ha deteriorado con el Gobierno del
populista Viktor Orbán: “La discriminación racial y social está
institucionalizada en la Administración y es omnipresente en los medios”. A
pesar de su nombre, el Partido Gitano quiere representar “a todos los pobres,
porque hoy, a los ojos del poder, todo el que es pobre es gitano”, añade
Horváth.
Lívia Járóka. / THIERRY MONASSE
(AFP)
Es la única
eurodiputada en un hemiciclo de 766. “Si fuera proporcional a la población,
tendríamos que ser al menos 21”, explica Lívia Járóka, húngara, de 39 años, que
logró estudiar y escapar al sombrío destino que aguarda al pueblo romaní. Esta
ha sido una buena semana para la visibilidad del colectivo en las instituciones
europeas. Los Estados miembros se han comprometido a aplicar medidas de
integración, la Eurocámara ha clamado contra las expulsiones ilegales y la
propia Járóka ha presentado un informe que pone el acento en el segmento más vulnerable:
las mujeres gitanas. Pese a todo, la situación dista mucho de mejorar.
“El
principal argumento para integrarlos es económico. No introducirlos en el
sistema cuesta cinco veces”, asegura la eurodiputada, con el razonamiento de
que los gitanos constituyen buena parte de la fuerza laboral del Este.
Mantenerlos en desempleo cuando esos países necesitarán mano de obra de aquí a
unos años es absurdo, aduce.
Járóka
censura la educación segregada, especialmente la prueba que les hacen a los
niños para decidir si van a una escuela normal o especial. “Los gitanos tienen
una gran capacidad emocional que el test no mide”. Según sus datos, el 40% de
todos los niños gitanos en Europa van a escuelas segregadas.
El discurso se vuelve más benévolo
al referirse a su país. Járóka, perteneciente a Fidesz —el partido del
controvertido primer ministro, Viktor Orbán—, defiende la “progresiva
integración” que apoya el Gobierno.
Curiosamente,
el ideólogo y vicepresidente del Partido Gitano no es gitano, sino judío: el
aguerrido y lúcido militante antifascista Sandor Szoke. Guionista y escritor,
Szoke ayuda a los gitanos a repeler los ataques de los paramilitares del
partido neonazi Jobbik, la tercera fuerza política del país, que tiene 44
diputados de los 386 totales y se divierte sembrando el pánico en la comunidad
romaní y agrediendo, de momento solo verbalmente, a los judíos.
Szoke cuenta
que empezó a ayudar a los romaníes a afrontar a los cabezas rapadas hace seis
años “porque tenía que haber algún blanco entre ellos para defenderlos”.
Mientras come una trucha en el decadente café Astoria de Budapest, reconoce que
fundar un partido gitano “no es la mejor idea, pero no hay otra alternativa: no
hay una izquierda que les defienda, el consenso en la fobia es absoluto”.
Desde que en
1989 cayó el muro de Berlín, la situación de los gitanos tornó en desastre.
“Ellos eran los únicos que vivían mejor que ahora bajo el comunismo. Como en
otros países del bloque, la industria estatal sostenida artificialmente se
derrumbó dejándoles sin su mayor fuente de trabajo. Muchos romaníes húngaros
eran la mano de obra en esas fábricas. En aquel momento la indigencia estaba
prohibida y el paro era ilegal. Si pasabas más de tres meses sin trabajar, te
denunciaban por ‘parásito y fugitivo del trabajo’. Así que cuando cayó el Muro,
los gitanos volvieron a ser vistos como criminales, igual que antes de la II
Guerra Mundial. Hoy sigue siendo así”. Hay una segunda razón, añade Szoke. La
involución democrática. “Orbán partió de los años ochenta, luego retrocedió a
los sesenta y ahora vamos de cabeza hacia la sociedad durmiente, feudal y
clientelista de la Hungría de 1918 a 1944, la del nacimiento del fascismo”.
La última
reforma impulsada por el Gobierno es la de educación, que ha reducido en dos
años, hasta los 14, la edad obligatoria de escolaridad. “La idea es brillante,
copiada del comunismo: crear una fuerza de trabajo gitana de bajo coste. Ahora
los obligan a vivir en pueblos partidos por la mitad: una parte gitana y otra
blanca. En Budapest viven en dos guetos porque nadie les alquila apartamentos y
no acceden al mercado laboral. Están como los árabes en Francia en los años
setenta, fuera del sistema. Ahora, Orbán les ofrece trabajos por 120 euros al
mes. Si los rechazan, les dejan tres años sin ayudas sociales y sin seguridad
social”.
La inquietud
es también palpable entre los judíos húngaros, la élite social y económica, que
reside mayoritariamente en la capital. Todos los entrevistados en Budapest
cuentan que tienen amigos y familias judías que han emigrado. Los episodios
antisemitas, dicen, suceden cada vez con más asiduidad. “Todavía no nos pegan
como a los gitanos, pero los ataques verbales son continuos, y hay gente que se
ha ido de Budapest y otros que dudan si hacerlo”, dice Anna Szeslzer, una mujer
risueña, laica y nada dramática, que fundó la escuela privada Lauder de
Budapest en 1990 y se jubiló hace unos meses de la dirección del colegio. “En
dos años hemos perdido 28 alumnos, una clase entera”, explica con una sonrisa
amarga, “y paradójicamente ahora tenemos listas de espera, quizá porque los
ataques ayudan a despertar la conciencia judía”.
El acoso y
la diáspora incipiente —que algunos prefieren atribuir solo a la crisis— se
entienden con un suceso reciente. Antes del verano, un destacado dirigente de
Jobbik, Márton Gyöngyösi, pidió en el Parlamento que se elaboren listas de los
judíos, “sobre todo los que están en el Gobierno y el Parlamento, porque
suponen un riesgo para la seguridad del país”, dijo. Ahora, Gyöngyösi declina
una invitación de este diario para explicarse. El Gobierno de Orbán condenó sus
palabras y aseguró que toma “las más estrictas medidas contra toda forma de
racismo y de comportamiento antisemita”. Pero la comunidad judía no tiene eso
tan claro, dice desde Nueva York Esther Susán, una joven que ha decidido dejar
su país. “Yo me he ido temporalmente, no por el antisemitismo, sino por todo lo
que ha pasado en el país en los dos últimos años. No creo que tenga futuro
allí, pero no solo por ser judía”. Desde Barcelona, David Stoleru, director del
programa The Beit Project, que cuenta el Holocausto por colegios de toda
Europa, afirma que “Hungría está emitiendo una luz roja muy intensa”.
Daniel
Bodnar, presidente de la Fundación Acción y Protección (FAP), la primera
asociación húngara contra el antisemitismo, no parece sentir miedo y entra en
el café Astoria sonriente. Cuenta que la FAP detectó “hace año y medio” el malestar de la
comunidad judía y lleva ocho meses analizando las razones. “El 99%
de los ataques son verbales. Ese acoso es superior a la media europea, pero a
cambio no hay ataques físicos. El 90% de los ataques proceden de la política”.
“Y el mayor problema es que la justicia no actúa. Yo he denunciado 29 ataques
en los últimos seis meses y solo uno ha acabado en proceso. ¿La culpa? De los
fiscales y la policía. Desde 1990, en Hungría solo ha habido dos sentencias por
antisemitismo”.
El líder nacionalista eslovaco
Marian Kotleba cuando intentó destruir, en 2012, las chabolas del barrio gitano
de una ciudad en el sur del país. / J. Vajda (EPA)
En las
sinagogas de Budapest se respira un ambiente de tensa serenidad, o de tensión
resignada. Un joven rabino de Buda, Tamas Vero, cuenta que “algunas familias
del barrio se han ido a Israel, y otras, a Viena y a Berlín”, y que su mujer
quiere irse también “por las niñas”, porque en los libros de texto los judíos
no existen y “porque dice que estamos otra vez en 1933”. El rabino intenta que
su esposa no se preocupe, pero admite que los viernes se concentran jóvenes
ante la sinagoga haciendo el saludo nazi: “Le digo que el capitán es el último
que abandona el barco, y que no es cierto que Hungría nos odie, ¿qué puedo
hacer? Pero ella tiene razón en una cosa: el Estado y Orbán no nos protegen lo
suficiente. En todo caso, yo todavía paseo tranquilo por el barrio con mi kipá,
aunque a ciertos sitios la llevo debajo de la gorra. Pero su primera diana son
los gitanos”.
Al otro lado
del Danubio, otro joven rabino, Istvan Horvath, recibe al periodista en la
puerta de la Gran Sinagoga de Pest. Cuando entra al despacho, se quita la gorra
y aparece la kipá. Horvath está preocupado por “la oscuridad espiritual” que
aqueja a los jóvenes europeos y por la “escasa conciencia” de los judíos
húngaros. “Mis padres son laicos y lo ignoran casi todo sobre el judaísmo. Como
tantos que sobrevivieron al Holocausto, ocultaron su origen durante años. Mi
abuela decía: ‘Somos todos iguales’. Quizá porque perdió la fe en Auschwitz.
Allí murieron 28 miembros de la familia. Creo que a los nietos nos toca
intentar reforzar el significado de esa identidad perdida. Y es un trabajo muy
duro. Porque no es verdad que los ataques de Jobbik, que son nazis de corazón,
refuercen el sentimiento de pertenencia a la comunidad judía. Al revés”.
Cuando se le
pregunta si Europa está volviendo a su pasado más oscuro, el joven rabino
responde: “A veces se parece a lo que pasó hace 70 años. Pero no es igual. Hoy
tenemos recursos que entonces no teníamos. Aquí hay ocho o diez asociaciones
judías, y está la Unión Europea”. Ya, pero a los gitanos les atacan
físicamente... “Esa es la gran vergüenza. Nadie hace nada para ayudarles,
incluido yo. Por eso, cuando oigo a un judío meterse con ellos, grito y lloro”.
Csanád Szegedi. / Laszlo Balogh
(Reuters)
La comunidad
judía húngara y la asociación ortodoxa Chabad tienen hoy en sus filas un
refuerzo que nadie esperaba: el hombre que hasta hace unos meses era el
dirigente más fanático del partido neonazi Jobbik. El hombre se llamaba Csanád
Szegedi, es eurodiputado y nació en 1982 en Miskolc. Szegedi ascendió en
política negando los campos de exterminio. Pero hace unos meses descubrió que
su abuela estuvo en Auschwitz, y Csanád se convirtió en David: el antisemita
por antonomasia era judío.
“Un día me
llamó por teléfono y me pidió una cita con el rabino”, recuerda Daniel Bodnar,
portavoz de Chabad. “Pensé que era una provocación, porque era el más odiado
del Jobbik”. ¿Y llamaba para convertirse? “No, no lo necesitaba porque su madre
es judía. Solo tuvo que circuncidarse. Lo hizo, dejó el Jobbik y ahora es un
eurodiputado independiente y apoya a Israel”.
Su caso,
siendo extremo, es frecuente entre los judíos húngaros. Tras la muerte en las
cámaras de gas de más de 500.000 miembros de la comunidad, muchos
supervivientes ocultaron su condición. “Mis padres solo supieron que eran
judíos en los setenta”, dice Bodnar; “como a muchísimos otros, sus padres no se
lo contaron”.
“Somos el país europeo con una
comunidad local de supervivientes del Holocausto más amplia, y esto explica que
las tensiones sean tan fuertes. La dinámica sospechoso-víctima sigue mandando.
Necesitamos una ley de memoria y una ley de perdón”, dice Bodnar.
Fuente: www.elpais.com
.jpg)



No hay comentarios:
Publicar un comentario