Carece de sentido plantear sin diálogo un referéndum sobre un asunto tan capital
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información sobre la consulta soberanista
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EDITORIAL: La
provocación de Artur Mas
Xavier Vidal-Folch 13 DIC 2013 - 00:00 CET
Ya está
puesto el carro delante de los bueyes. Ya está formulada la pregunta del
referéndum sobre la independencia de Cataluña, cuando casi todos saben que no
se celebrará esa consulta, al menos tal como se ha presentado, ni en el
calendario propuesto. Enorme paradoja: se trata de una pregunta destinada a no
ser planteada a los ciudadanos.
Aún no se ha
respondido cabalmente a otra pregunta previa. ¿Por qué una inmensa mayoría de
los ciudadanos catalanes, superior al 80%, viene reivindicando la celebración
de un referéndum sobre su futuro? No solo por el revés jurídico causado por la
famosa sentencia que dictó en 2010 el Tribunal Constitucional enmendando el
Estatuto de 2006; no solo por el instinto de reagrupación automática frente a
la crisis económica, hábilmente encauzado por el poder cercano en contra del
poder lejano, trocado en rival; no solo por la contrarreforma centralizadora
galopante desde hace casi dos años. También porque votar es un mecanismo obvio
para recuperar —en parte, o todo, o aún más— el poder y el reconocimiento
perdidos mediante lo que se percibe como humillación: el secuestro
institucional del referéndum estatutario. Si un clavo arranca otro clavo, una
votación saldaría el vacío dejado por la anulación de la anterior.
Pero un
referéndum sobre asunto tan capital como una eventual separación es un método
muy precario para encauzar el problema, sobre todo en sociedades que no sean
comparables a la suiza, tan habituada a ese expediente. De hecho, es el peor
método, salvo que se cieguen todos los demás. Un año largo sin diálogo
Barcelona-Madrid; un año largo de puntilloso y pugnaz retroceso en el perfil
del Estado autonómico, de la ley Wert a las reformas administrativas; un
año largo de estigmatización de cualquier propuesta que no sea la
interpretación restrictiva de la Constitución, a la que se ha querido convertir
en escenario de cartón piedra... Estos 12 largos meses no han hecho otra cosa
que multiplicar la fabricación de independentistas, ante la ausencia de una
propuesta oficial española para Cataluña —salvo sea la reforma constitucional
federal propugnada por los socialistas, más ambiciosa de lo que ha querido ver
esa legión de comentaristas que ni siquiera la han leído—. Y así nos vemos
abocados a una propuesta de referéndum que por su carácter binario es reduccionista.
Y quiérase o no, excluyente de las posiciones intermedias. Lo cual aparece como
más grave cuanto esas son sociológicamente las actitudes mayoritarias, como
vienen evidenciando las encuestas y, lo que es más decisivo, la reciente
historia de Cataluña.
La Generalitat ha utilizado un lenguaje ambiguo
minimizando las consecuencias del proceso
La pregunta
conocida ayer, tras meses de mareo monotemático, acusa dos graves deficiencias.
Una es su estructura interna. No plantea opciones distintas, sino un
encadenamiento que conduce lógicamente a la prevalencia de la secesión. En
efecto, la primera parte inquiere sobre la preferencia porque Cataluña sea “un
Estado”, a lo que en principio asentirían no solo los independentistas sino
también los partidarios de las federaciones de Estados (federados), los
admiradores de las construcciones confederales y los subyugados por la ambigua
formulación de un Estado “propio” (que tanto puede ser uno unitario cuanto otro
segregado), y todos los mediopensionistas. El valor polisémico del concepto
agruparía, pues, a un cuerpo social muy poliédrico. Y a partir de recogerlo
todo, enteramente (como en las buenas aplicaciones de los partidos políticos catch
all) se le desliza con aparente naturalidad, al modo de la secuencia de una
bola de nieve en descenso, a la segunda cuestión, si ese Estado debe ser
independiente.
La otra
dramática deficiencia estriba en que, a diferencia del caso de Reino
Unido-Escocia, las cuestiones esenciales del formato, esto es, el tenor de la
pregunta y el calendario, no son el resultado de un pacto entre las distintas
partes implicadas, sino producto de una decisión unilateral. Es un desaguisado,
porque consagra y solemniza la cesura, sin haber agotado todas las vías de
entendimiento posible. La responsabilidad de este percance recae sobre los dos
nacionalismos en acción, el catalán y el español. Sobre este último, porque el
Gobierno del PP no solo ha sido incapaz de formular alternativas, sino siquiera
de aceptar metodológicamente el principio democrático de dirimir la
discordancia mediante las urnas. ¿Con qué formato que no rozase derechos de todas
o de una de las partes?, se dirá. Con el que fuese resultado de un diálogo
estructurado y de una negociación honesta, encajable en la Constitución leída
abiertamente y con opción a opinar, antes o después, de todos. ¿A la británica?
O a un modo parecido.
Desde el
lado de la coalición nacionalista-independentista catalana (básicamente
CiU-Esquerra) el llamado “proceso” que en estas horas registra una alta
temperatura agitatoria, ha registrado unos acusadísimos déficits democráticos
en relación con los ciudadanos de Cataluña. Hoy conviene precisarlos con más
detalle que el comportamiento antes resumido, porque la cuestión candente es la
de la pregunta, tan tributaria del recorrido anterior. Son estos:
— Se ha
reivindicado un referéndum que solo aparentemente versaba “sobre” la
“independencia”. De hecho, se ha ido configurando como un referéndum “por” y
“para” la “independencia”. El Gobierno autónomo ha actuado de hecho presumiendo
una respuesta favorable a la separación, contra el ejemplo británico-escocés de
total respeto a la situación existente mientras no se operase su modificación
(cláusula rebus sic stantibus). Ha puesto en pie, y proclamándolo
abiertamente, “estructuras de Estado”, propias de un Estado independiente. Y ha
establecido un “Consejo de Transición nacional” de expertos y asesores en su
abrumadora mayoría partidarios de la independencia, que marca las pautas y las
opciones, tanto más que del referéndum, del camino a la secesión.
Ahora todo se polarizará aún más y se fraguarán nuevas
frustraciones
— Ha
habido una diferencia abismal entre la veracidad empleada y la lealtad
practicada respecto a los electores entre los partidos de Gobierno, en Escocia
y en Cataluña. El Scottish National Party ha jugado limpio en un asunto
fundamental: ha propuesto en dos ocasiones en su programa electoral la
celebración de un referéndum sobre la independencia; ha ganado las elecciones
en ambas ocasiones; y en la segunda, con mayoría absoluta. Mientras, la
coalición nacionalista catalana en el poder no ha utilizado jamás en la
historia, jamás, el concepto “independencia” en sus programas electorales. Pero
la ha balizado con subterfugios y sucedáneos. Y ahora patrocina una improvisada
precipitación hacia ella.
— El
Gobierno de la Generalitat ha utilizado masivamente un lenguaje ambiguo
conducente a la confusión de los ciudadanos, con el resultado de minimizar la
seriedad e importancia del proceso. No se hablaba de “autodeterminación” o de
“convocatoria de un referéndum”, sino de “derecho a decidir” y de celebración de
una “consulta”. Apenas se mencionaron los conceptos “independencia” o
“separación”, reemplazados por el menos conflictivo y más amable de
“soberanía”. No se aludía, hasta hoy, a un “Estado separado”, ni siquiera a un
“Estado independiente”, sino a un “Estado propio”, que podría ser común al del
conjunto de los españoles, o particular para los catalanes.
— El
Gobierno autónomo ha ocultado, minimizado o ignorado las consecuencias
eventualmente negativas (o que puedan ser percibidas como negativas por la población)
de un proceso independentista: la exclusión (incluso momentánea) de Naciones
Unidas; la marginación de la Unión Europea y la necesidad de una petición de
ingreso y de un proceso de negociación para la adhesión, con el requerimiento
de la (problemática) unanimidad de todos los Estados miembros (como acaba de
reconocer el Gobierno escocés); la exclusión de la unión monetaria (escudándose
en el argumento inane de que se usaría el euro); los eventuales efectos de una
desviación de comercio (intraespañol e intraeuropeo) y de una eventual
reposición de otras barreras…
— La masiva
utilización de los medios públicos de información como canales de propaganda
unidireccional, hasta el punto de que la propia televisión pública autonómica
se ha convertido en convocante activo de los eventos de movilización y
agitación proindependentistas, principalmente manifestaciones y conciertos (con
coberturas técnicamente magníficas en directo), mientras los de signo contrario
o simplemente discrepante se ignoraban.
Y ahora ¿qué? Ahora todo se
complicará más, todo se polarizará aún más, todo concitará más desencuentro y
fraguará frustraciones futuras. Salvo que a este paso en falso le suceda una
respuesta abierta, sólida, acogedora, atractiva.
Fuente: www.elpais.com
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