Vuelven al Poder Judicial el conformismo y los incentivos a los escalones superiores de la magistratura, mientras los bajos se enfrentan a montañas de casos pendientes, bajadas de sueldos y cambios legales
EVA VÁZQUEZ
El nuevo
Consejo General del Poder Judicial se ha constituido tras un cambio legal que
confirma la experiencia de que cada reforma de esta institución desdichada es
para peor: en su nueva versión es menos plural, con un predominio absoluto de
la mayoría, vocales de primera, segunda y tercera, y menos poderes para cumplir
su función constitucional. El Consejo ha funcionado mal desde su creación en
1980, inane en la defensa de la independencia de los jueces y deslegitimado por
su condición de teatro secundario de la política general. Pero esta reforma no
lo hace más efectivo: utiliza su ineficacia anterior para justificar un
vaciamiento de sus competencias y un proceso de concentración del poder de
nombrar a los cargos judiciales y disciplinar a los jueces.
Pese a la
crítica unánime y a las promesas electorales, la renovación de 2013 se ha hecho
como siempre. Aburre volver a contarlo: los dos partidos mayores se han
repartido los vocales por cuotas y convidado a otros tres. Cada uno ha
propuesto a sus candidatos sin opinar sobre los demás. El Congreso y el Senado
ha examinado solo a los que no son jueces en comparecencias de 15 minutos
—comprendidos los de llegar al estrado, ponerse las gafas y beber agua— y
resuelto que son idóneos. Constituidos luego en Consejo, los nuevos vocales han
elegido como presidente al que los medios llevaban semanas anunciando.
El nuevo
sistema pretendía desapoderar a las asociaciones judiciales, que ya no proponen
a los candidatos que deben ser elegidos entre jueces. Pero entre los 12
nombrados hay cuatro de la Asociación Profesional de la Magistratura, cinco de
Jueces para la Democracia, solo tres no asociados y ninguno de las asociaciones
Francisco de Vitoria y Foro Judicial Independiente, que han puesto voz al
hartazgo de los jueces desde 2007. También pesa la jerarquía: aunque la
Constitución dice que tiene que haber vocales de cada una de las tres
categorías judiciales, los magistrados del Tribunal Supremo (4 de 83) están
sobrerrepresentados; los magistrados a secas, infrarrepresentados (9 de 4.455);
los jueces, que son 648, ausentes. Cinco de los elegidos son presidentes de
tribunales, salas o audiencias.
El cambio
esencial es que el Consejo nombrará por mayoría simple (en vez de la
cualificada precisa hasta ahora) a los magistrados del Tribunal Supremo, a dos
del Constitucional y a los cargos judiciales. Durante los próximos cinco años,
la mayoría nombrará a la mitad de los magistrados del Supremo y a los
presidentes de todos los tribunales superiores sin tener que alcanzar acuerdos
con o aceptar candidatos de la minoría. Es verdad que no siempre se acierta
—hay personas imprevisibles, impenetrables, que siguen su criterio sin
concesiones—, pero la intención suele ser nombrar a los cercanos, ideológica o
socialmente.
La mayoría nombrará a la mitad del Supremo y a los
presidentes de todos los tribunales superiores
El nuevo
Consejo concentra sus poderes en una comisión permanente de seis miembros, los
únicos que tendrán dedicación y sueldo completos. A los demás les quedan un
pleno desangelado y unas dietas. Habrá, por tanto, vocales de primera (los de
la comisión permanente), segunda (los demás de la mayoría) y tercera (los de la
minoría). El empeño en eliminar esos 15 sueldos busca producir un efecto, pero
quizá hubiera sido más útil aprovechar a tiempo completo la experiencia y el
buen sentido de los vocales y renunciar a alguno de los cientos de contratados de
confianza en las Administraciones Públicas. Y, de paso, a los problemas y
recusaciones que provocará el inusual régimen de (in)compatibilidades.
Claro que
para la concepción que inspira la reforma no sobran 15 vocales, sobran los 20:
bastaría un presidente con una oficina. Lo que pasa es que eso es... el
Ministerio de Justicia. Y la Constitución quiso, además, otra cosa: un Consejo
numeroso, articulado como un colegio, todos cuyos vocales tengan voz y voto,
para reflejar la pluralidad ideológica de los profesionales jurídicos y de la
sociedad a la que sirven y alejar las decisiones sobre nombramientos, estatuto
y disciplina de la órbita del ministerio.
La reforma
acentúa su condición auxiliar, o jubilar, de una política que se ocupa poco de
que el sistema jurisdiccional produzca mejores sentencias y aún menos de que
los jueces que investigan al presidente de una diputación, a un consejero
autonómico o al tesorero de un partido se sientan protegidos si las
resistencias normales se tornan presiones o amenazas. Ha creado un “promotor de
la acción de la justicia” para los procedimientos disciplinarios contra los
jueces, pero ningún instrumento eficaz para defenderles en esos casos.
En la
reducción del Consejo a un papel de reparto convergen varios afanes: uno
clásico de concentración del poder, en que el Ministerio de Justicia ha
neutralizado a una institución rival; otro que juega con los eternos deseos de
inmunidad del poder; un tercero de autoafirmación de una parte del Tribunal
Supremo, que sufre con irritación la deficiente articulación con el
Constitucional; otro, en fin, de normalización frente a las huelgas, las
asociaciones protestantes y el Consejo de 2008, que fue sensible al malestar de
los jueces e impulsó mejoras en el estatuto y las condiciones de trabajo de los
jueces, hasta que su segundo presidente reunió una mayoría más preocupada de no
molestar que de mejorar alguna cosa.
Los vocales han 'elegido' como cabeza del CGPJ a quien
se sabía de antemano que iba a serlo
El resultado
es una reacción contra la propia idea constitucional de un CGPJ: un paso de
vuelta hacia el sistema de gobierno del siglo XIX, con su apoliticidad
profundamente conservadora, su jerarquización inductora del conformismo y los
incentivos de una carrera en cuyos escalones superiores —la alta
magistratura que describe Alejandro Nieto— se hace un trabajo interesante y
queda tiempo para pensar y escribir, mientras los inferiores —la baja
magistratura— sobreviven como pueden a la montaña sisífea de sentencias
pendientes, a las bajadas de sueldo y a los constantes cambios legales en las
competencias, los procedimientos y las tasas. Que como no son consecuencia de
estudios rigurosos, parecen cosa de artilleros que no supieran matemáticas: a
veces aciertan, pero sobre todo hacen ruido y crean confusión, también en las
propias filas.
La idea de
que una mayoría simple, que representa quizá a un tercio del electorado, decida
por sí sola quiénes serán todos los más altos jueces del país revela una
concepción preocupante del poder. La calidad de una cultura democrática se mide
precisamente por lo contrario: por la división y la limitación del poder, la
complejidad y el pluralismo que incorpora. Para ser eficaz, el Consejo no
necesitaba ser reducido a una máquina monocroma y jerárquica. Necesita más
transparencia sobre los méritos de sus integrantes y las razones de su
elección; más pluralismo en su composición y sus nombramientos; más compromiso
en su funcionamiento con los fines de la institución y con las viejas
exigencias del derecho administrativo: mérito, capacidad, publicidad,
motivación, eficacia... Necesita aportar más, y no menos, al sistema de
garantías de la independencia judicial. No es una cuestión corporativa: la
distancia entre los elevados principios y la triste práctica del Consejo
contamina la percepción pública del entero sistema jurisdiccional, alimenta la
sospecha de desigualdad ante la ley y perjudica al crédito del país en las
terribles clasificaciones globales.
La prisa que
se han dado los partidos en sumarse al acuerdo de reparto no es un buen augurio
sobre lo que vendrá cuando cambie el turno. Pero ni el sistema de gobierno
judicial ni el de partidos están a salvo de la creciente conciencia de que esto
no es… Y ningún retorno al pasado es para siempre: el paso del tiempo, el
cansancio de los sometidos y la entropía lo erosionan indefectiblemente, hasta
que un momento de lucidez colectiva o un reformador impulsan de nuevo el
predominio de los valores sobre la autoridad, el interés de los ciudadanos
sobre el de la política, el pluralismo sobre el acaparamiento de las
instituciones. Siempre hay —a la derecha y a la izquierda— vocales conscientes
de que su cargo es para servir a un fin constitucional, no a estrategias de
poder. Si sobreviven a la dieta que les espera, las asociaciones judiciales
quizá logren explicar lo que pasa de modo inteligible para el público en general.
Habrá jueces que no se resignen al malestar y salgan de su aislamiento para
colaborar con otros —y pasarlo bien—, porque hay que filosofar y reír al
tiempo, como aconseja el sabio Epicuro.
Diego Íñiguez es magistrado.
Fuente: www.elpais.com

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