La Gran Guerra intraeuropea ha desaparecido
de la memoria colectiva. Mientras crecen las identidades obsesivamente locales,
todavía no hay nada específico en la enseñanza que nos identifique como
europeos
ENRIQUE FLORES
En un libro
de fotos antiguas de la ciudad de Reims encontré una muy singular que lleva por
título Un petit écolier. Un niño de ocho o nueve años calzado con botas, bata
escolar y cartera colgada al cuello, tiene el rostro cubierto con una
mascarilla antigás tapada en la boca y el mentón por un pañuelo blanco. No
figura la fecha exacta, pero corresponde a alguno de los años de la
I Guerra Mundial donde esta región francesa de La Champagne-Ardenne sufrió
terriblemente por ser frente de batalla. “La ciudad de Reims consigue, por sí
misma, hacernos sentir mucho más cerca de la guerra, debido a que en su
interior se respira una desolación absoluta”. Esto lo escribía la novelista
norteamericana Edith Wharton en su libro Fighting France resultado de sus
viajes por los frentes de batalla desde Dunkerque hasta Belfort.
La autora de
La edad de la inocencia (premio Pulitzer, 1920), vivía en Francia desde
el año 1910, en París. Allí la sorprendió el estallido del conflicto. Además de
escribir estas crónicas para la Scribner’s Magazine colaboró con la Cruz
Roja francesa, por lo que le otorgaron la Legión de Honor. El 13 de agosto de
1915 firma su paso por la bimilenaria ciudad del río Vesle donde Juana de Arco,
en el año 1429, hizo coronar en la extraordinaria catedral a Carlos VII.
Wharton, en ese día, asistió a un acontecimiento memorable, el bombardeo de la
ciudad y el incendio de gran parte de esta joya de la arquitectura. “Cuando
comenzaron a caer las bombas alemanas, la fachada occidental estaba cubierta de
andamios. Los proyectiles les prendieron fuego y toda la catedral quedó
envuelta en llamas”. Wharton se estremece con aquella visión dantesca, pero, a
la vez, se queda igualmente fascinada por los juegos de colores desprendidos de
las lenguas de fuego. “La catedral de Reims resplandecía en todo su esplendor
y, a la vez, moría ante nosotros, como una puesta de sol”.
Cuando la
guerra terminó en 1918 la catedral tenía un aspecto lamentable como el resto de
esta histórica urbe. Reconstruirlo todo llevó décadas. Aún hoy, en cada
edificio del casco histórico hay una placa conmemorativa. Cuando el conflicto
terminó, Reims pensó que aquella pesadilla no regresaría nunca, pero, apenas
dos décadas después, volvieron incrementados los mismos sufrimientos. Los
remeses, los ciudadanos de Reims, los ciudadanos de la ciudad de Colbert
(ministro de Luis XIV), los ciudadanos del Señor de la Salle, de la ciudad a la
que La Fontaine había calificado como su favorita, emblema y honor de Francia,
debieron sentirse como Job: “Aunque Dios me mate, confiaré en Él” (13-15).
Los europeos solo
aceptarán la unificación si existe una identidad común
Reims fue de
las primeras capitales que tomaron los nazis. Hoy, las placas de la
reconstrucción comparten espacio con otras terribles que recuerdan las
detenciones y asesinatos de la Gestapo. La sede de esta estaba instalada en un palacete
de la Rue Jeanne d’Arc. Ese espacio, del que solo se conserva el lienzo de la
fachada, es hoy un jardín donde están inscritos los nombres de quienes allí
fueron torturados y murieron por defender “tu libertad”. Siempre he entendido
que no solo era por defender la libertad de los franceses, sino de la
humanidad. Estas placas son voces que hoy pocos escuchan creyendo que nada del
pasado se puede volver a repetir. ¡Ojalá!
Luuk van
Middelaar, un joven intelectual adjunto al presidente del Consejo Europeo,
Herman van Rompuy, autor de un magnífico ensayo titulado El paso hacia
Europa (Galaxia-Gutenberg), escribe sobre la amnesia que provoca el
transcurso del tiempo en las nuevas generaciones: “La última guerra
intraeuropea (exceptuando las de los Balcanes) ha desaparecido de la memoria
colectiva. El sufrimiento se ha ido diluyendo. La paz en Europa se ha
convertido en algo que se da por supuesto. Esta forma de legitimidad ‘romana’
dio brillo al acto fundacional, pero ya no servirá más, de no ser al elevado
precio de una nueva guerra”.
Me
estremezco cuando contemplo las imágenes de las feroces luchas entre policías y
grupos de extrema derecha, neonazis, repartidos de nuevo por toda la geografía
europea, desde Grecia hasta Francia, incluso subiendo ya las escaleras de los
parlamentos correspondientes a los que, de seguro, volverían a prender fuego.
Me estremezco igualmente con los antisistemas de cualquier signo. Los fantasmas
del pasado siguen ahí a pesar de que los creíamos exorcizados con la letra de
aquella canción que Marlene Dietrich cantaba en la película de Billy Wilder Berlín
Occidente: “Entre las ruinas de Berlín / los árboles florecen como
nunca lo han hecho / Algunas veces por la noche sientes el pesar / El
perfume de un dulce despertar / Es cuando finalmente te das cuenta /
de que no volverán los fantasmas del pasado / Una nueva primavera irá a
comenzar…”. Para alejar estos fantasmas del pasado, es decir, todas las guerras
civiles europeas de siglos, la Comunidad debería haberse esforzado más en llevar
a cabo programas de educación común en donde se explicara la historia del
continente como algo de lo que participamos todos y de la que ya no hay
vencedores ni vencidos. Fortalecer el conocimiento común entre los jóvenes,
facilitar el aprendizaje de las lenguas y normalizar el movimiento de
estudiantes entre colegios y universidades. Todavía no hay nada específico en
la enseñanza primaria, media y universitaria que nos identifique como europeos.
Mientras
tanto, crecen en Europa las identidades más obsesivamente locales, centradas en
algunos países, pero cuya contaminación se puede extender rápidamente por el
resto de otros Estados que todavía se sienten indemnes. La Comunidad Europea,
más centrada en asuntos económicos y de poder, ha relegado a un segundo o
tercer plano los asuntos educativos y los culturales. Presupuestos mediocres
para ambos y relevancia insignificante. A los 100 años del inicio de la
I Guerra Mundial, ¿cuántos niños europeos podrían dar una explicación
coherente de la misma, desde su condición comunitaria y no nacional? ¿Cuántos
programas hay en este momento desarrollados por la Comunidad para explicarles a
nuestros jóvenes aquellos sucesos que se prolongarían en otra contienda casi
sucesiva? ¿Habrá conciencia hoy de que la destrucción de la catedral de Reims
era la destrucción de un patrimonio no solo francés, sino también europeo y,
por supuesto, universal?
La Comunidad ha
relegado a un segundo o tercer plano los asuntos educativos y los culturales
En el libro
de Van Middelaar hay un capítulo muy ilustrativo de cuanto acabo de afirmar. Un
capítulo dedicado a enumerar las derrotas que muchos Estados europeos han
infligido a la Comunidad, negándose a tomar medidas unificadoras en la política
educativa y, sobre todo, cultural. Enumerarlas aquí sería prolijo, pero
rescataré uno de los ejemplos que él da. La Comisión encargó la redacción de un
libro de historia de Europa dirigido al público y editado en muchos idiomas: Europa:
historia de sus pueblos (1990). El autor, Jean Baptiste Duroselle, narraba
el triunfo moral “de la unidad europea sobre las fuerzas malignas de la
división”. Las críticas fueron terribles sobre todo en Inglaterra y Francia.
Finalmente, la Comisión se retiró del proyecto. Lo mismo pasó con un libro de
texto. Doce historiadores, uno por cada país, mantuvieron peleas eternas ya no
solo por los contenidos, sino por la terminología. Todo esto demostraba lo
difícil que era ponerse de acuerdo sobre una “versión europea neutral” de los
acontecimientos históricos.
Los fracasos
en asuntos culturales se acumulan: problemas para la libre circulación de
bienes y servicios culturales, problemas para la creación de una industria
cultural europea, problemas de coordinación para programar proyectos culturales
comunes, problemas en la defensa del patrimonio histórico artístico común,
fracaso en la creación de institutos culturales comunitarios, fracaso en la
creación de medios audiovisuales, coproducción y distribución de películas,
etcétera. Pero lo más tremendo es la aceptación del fracaso por parte de la
Comisión y el Parlamento respecto a que la Unión tuviera un eje de cultura
común. Desde Maastricht, en 1992, se aceptó que la Unión no tenía una única
cultura (lo cual no significaba dejar de reconocer la pluralidad) y desde
entonces se evitó hablar de “cultura europea”. Coincido con Van Middelaar
cuando afirma que la unificación europea solo se conseguirá si los europeos la
quieren; que “los europeos solo la querrán si existe una identidad europea” y
esta solo se desarrollará si las nuevas generaciones tienen información
adecuada y suficiente. Hasta el día de hoy no es así.
César Antonio Molina fue ministro de Cultura y dirige la
Casa del Lector.
Fuente: www.elpais.com

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