LA CUARTA
PÁGINA
El economista rey
Los economistas están
tan convencidos de la bondad de sus modelos que nunca valoran la pérdida de
autogobierno democrático que supone la implantación de sus recetas
institucionales
RAQUEL MARÍN
En la famosa
obra de Ibsen, Un enemigo del pueblo, el doctor Stockmann descubre que
las aguas del balneario del que depende económicamente el pueblo en el que
reside están infectadas. Su obligación como médico es hacérselo saber a todo el
mundo, aun si ello implica poner en riesgo la fuente de la prosperidad de la
que disfrutan sus habitantes. Las autoridades y los poderosos consiguen, sin
embargo, tapar la verdad, con el apoyo de una muchedumbre enfervorecida que
sucumbe a la demagogia. Se trata de un conflicto entre la verdad científica y
los intereses políticos y económicos de la comunidad. La tesis de Ibsen es que
la democracia no es siempre compatible con la verdad.
La tensión
entre ambas, entre democracia y verdad, es aún más profunda cuando alguien
llega al convencimiento de contar con la solución para conseguir un orden
político armonioso y estable para el Estado (o para la polis, la república, el
imperio o cualquier otro cuerpo político). Supongamos que frente a las ideas
confusas y desatinadas de los propios ciudadanos, algunas personas de excepcional
agudeza intelectual acceden a un conocimiento verdadero sobre el gobierno de
los asuntos humanos. ¿Qué sentido tendría entonces que el destino del Estado se
dejara en manos de la gente común y no en manos del criterio de los sabios?
Este tipo de
razonamiento está en la base del desdén hacia la democracia que han sentido
tantos filósofos a lo largo de la historia, de Sócrates a Heidegger. Para estos
pensadores, nada garantiza que una decisión colectiva basada en la agregación
de las preferencias de los ciudadanos sea la forma más adecuada de resolver los
asuntos públicos. Si alguien tiene un conocimiento superior sobre lo que
resulta conveniente para la república, ¿cómo no darle el poder para que sea él
quien tome las decisiones?
Por fortuna,
el sueño del filósofo rey platónico no es una amenaza demasiado seria, entre
otras razones porque los filósofos pasan más tiempo del debido en el mundo
supralunar y sus ideas son demasiado abstractas y generales para servir de guía
en la vida política. La propia naturaleza especulativa del conocimiento
filosófico impide su traslación inmediata y efectiva al orden práctico. En este
sentido, la visión de un Estado regido por filósofos resulta más risible que
siniestra.
Sucede, no
obstante, que no son sólo los filósofos quienes reclaman un saber privilegiado
o superior acerca del gobierno de los asuntos humanos. Desde hace dos siglos,
los economistas creen estar en posesión de una ciencia sobre el bienestar
social y sobre la forma más eficiente de resolver los problemas de distribución
de los recursos que aquejan a toda colectividad humana. A diferencia de los
filósofos, los economistas están más orientados a la intervención social y su
saber técnico puede ser utilizado fácilmente en la toma colectiva de
decisiones. De ahí que haya cierta base para afirmar que los economistas han
acabado desempeñando el papel que Platón reservaba a los filósofos. Los
economistas creen que las conclusiones que se siguen de las teorías científicas
que manejan deberían llevarse a término con independencia de lo que puedan
decidir los ciudadanos o sus representantes.
Las
pretensiones de los economistas se refuerzan con algunas de las teorías que
ellos mismos han elaborado sobre el funcionamiento de la política. Los
políticos que aparecen en sus modelos matemáticos son siempre cortoplacistas,
buscan sobre todo obtener rentas del ejercicio del poder y, con tal de seguir
ganando elecciones, están dispuestos a endeudar excesivamente al Estado y a
manipular la inflación para generar así la apariencia de que consiguen un mayor
crecimiento económico. Los ciudadanos, con opiniones poco formadas sobre estos
asuntos técnicos y con un bajo interés por la política, no piden cuentas por
las decisiones sub-óptimas que toman sus representantes. Por si todo esto no
fuera suficiente, los modelos económicos de la política indican que todas las
reglas electorales son manipulables, que los procedimientos de agregación de
preferencias son todos imperfectos y que los resultados de una votación pueden
ser incoherentes.
No es de
extrañar entonces que los economistas, desengañado del sistema representativo,
considere que deben emprenderse reformas institucionales que garanticen que las
soluciones de la ciencia económica sean las que se lleven a cabo, pasando por
encima de la voluntad popular. Así, los economistas han llegado a la conclusión
de que la mejor manera de dirigir la política monetaria consiste en quitársela
a los representantes democráticos y dársela al gobernador de un banco central
independiente. Puesto que el gobernador no está sometido a presiones
electorales, no cometerá los errores de los políticos. Asimismo, para evitar
déficits excesivos y altos niveles de endeudamiento, nada mejor que recortar la
discrecionalidad de los políticos estableciendo reglas constitucionales de
limitación del déficit. En la misma línea, han promovido reformas de mercado en
todos los ámbitos ante el temor de intervenciones contraproducentes por parte
del poder político, siendo la desregulación de las transacciones financieras la
medida que mayor impacto ha tenido en la forma de capitalismo que padecemos en
nuestra época.
Sorprendentemente,
los políticos no han puesto demasiadas resistencias a todos estos cambios que
vacían sus funciones; tal es el poder de las ideas económicas en nuestro
tiempo. Además, los economistas han tenido la inteligencia de no aspirar a
ejercer ellos mismos el gobierno. Se contentan con influir decisivamente sobre
los políticos. Esto tiene para ellos la ventaja añadida de que cuando sus
recomendaciones salen mal, el pueblo la emprende con los políticos y no con los
autores intelectuales de las propuestas.
Como todas
las ensoñaciones aristocráticas, esta de los economistas también ha acabado
saliendo mal. La crisis económica se ha llevado por delante las teorías
científicas que sirvieron de fundamento a la desregulación financiera. Y las
reformas institucionales que se promovieron en nombre del saber económico son
las que impiden hoy a los políticos sacarnos del agujero en el que nos
encontramos. Puede que el Banco Central Europeo no esté sometido a presiones
electorales, pero el problema fundamental es que no rinde cuentas a nadie por
sus decisiones. Y son esas decisiones las que están hundiendo no sólo a los
países del sur, sino al propio proyecto de integración europea, que cada vez
tiene menos atractivo a ojos de la ciudadanía. ¿Cómo puede ser que el actor
clave en la actual recesión pueda actuar impunemente, sin pagar por las
consecuencias de sus actos? ¿Y cómo puede ser que cuando se necesitan políticas
que estimulen el crecimiento nos encontremos con que los gobiernos aceptan atarse
las manos aprobando reglas institucionales que impiden realizar políticas
expansivas?
Los
economistas están tan convencidos de la bondad de sus modelos que nunca valoran
la pérdida de autogobierno democrático que supone la implantación de sus
recetas institucionales. Al fin y al cabo, deben pensar, ellos tienen la
solución científica a los problemas. ¿Por qué lo que piense gente ignorante,
sin formación técnica, debería ser un freno a la hora de resolver los problemas
según los dictados de la teoría? En este conflicto entre verdad y democracia,
la democracia debe retirarse a un discreto segundo plano.
La
experiencia de la crisis tendría que hacernos reconsiderar hasta qué punto los
economistas están realmente en posesión de la verdad. A la vista del mal funcionamiento
de sus modelos, no parece lógico que las políticas económicas queden blindadas
frente a los poderes representativos. La alternativa, por descontado, no
consiste en que las decisiones económicas se resuelvan mediante referéndum
popular o encuesta. Evidentemente, el conocimiento técnico de los economistas
sigue resultando imprescindible, aunque sin perder de vista que es sólo
aproximado y que, por tanto, puede fallar. Por eso mismo, no debería estar en
ningún caso por encima de decisiones colectivas tomadas democráticamente.
El gobierno
de los expertos está condenado al fracaso. La razón última es que no está claro
qué cuenta como verdad en los asuntos humanos. De momento, no se ha inventado
nada mejor que un gobierno limitado elegido por el pueblo.
Ignacio
Sánchez-Cuenca es profesor
de Sociología. Su último libro es Años de cambios, años de crisis. Ocho años
de Gobiernos socialistas (Catarata).
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