LA CUARTA PÁGINA
Democracia más allá de las naciones
La globalización está
despolitizada, discurre sin dirección o con una dirección no democrática,
impulsada por procesos ingobernables o con autoridades no justificadas, lo que
plantea dificultades de legitimidad y aceptación
ENRIQUE FLORES
Supongamos,
aunque sea mucho suponer, que las naciones son democráticas o que, al menos,
sabemos cómo se crean y desarrollan instituciones democráticas en el marco del Estado
nacional. ¿Qué pasa entonces cuando hablamos de instituciones más allá de las
naciones, como la Unión Europea o de las instituciones propiamente
internacionales? En esos ámbitos, ¿es posible y deseable que las decisiones se
tomen democráticamente o estamos obligados a rendirnos a la imposibilidad de
semejante tarea?
Tenemos aquí
un problema, tal vez el más grave al que se enfrenta actualmente la
organización política de la humanidad. La globalización está despolitizada,
discurre sin dirección o con una dirección no democrática, impulsada por
procesos ingobernables o con autoridades no justificadas. Numerosas materias de
decisión se están desacoplando del espacio de la responsabilidad estatal y
democrática, lo que plantea dificultades de legitimidad y aceptación. Cada vez
hay más políticas intrusivas que la opinión pública tiene dificultades para
entender y aceptar (desde las intervenciones militares derivadas de la
responsabilidad de proteger a las poblaciones hasta el control sobre las
economías de otros países con los que se comparte un destino común). ¿Cómo se
justifican democráticamente las presiones de los mercados especulativos, las
prohibiciones para que ciertos países desarrollen determinados armamentos o las
exigencias europeas de austeridad presupuestaria? ¿Quién tiene derecho a decir
a Grecia, a Siria o a Irán lo que tienen que hacer?
El problema
se agrava a medida que adquieren una creciente importancia instituciones que
corresponden escasamente a nuestros criterios de legitimación democrática. Las
instituciones internacionales resultan fundamentales para la solución de
ciertos problemas políticos pero son estructuralmente no democráticas si
aplicamos los criterios por los que medimos la calidad democrática de un Estado
nacional. Este conjunto de circunstancias despierta de entrada una lógica
insatisfacción, como se comprueba en el alto índice de desafección hacia la
política, las protestas locales y globales, una desesperanza en relación con la
capacidad de esta para ejercer sus autorizadas capacidades de gobierno en las
actuales circunstancias y, más concretamente, un falta de identificación
respecto de las instituciones internacionales y la Unión Europea, que son
especialmente vulnerables frente al populismo.
Estando así
las cosas, a nadie puede sorprenderle que se debilite la identificación con el
proceso de integración europea, al que se acusa de incumplir las exigencias
democráticas que, por lo visto, satisfacen perfectamente sus Estados miembros.
A derecha e izquierda hay un movimiento general de retorno al espacio seguro,
sea en clave de identidad nacional o de protección social. Según la
sensibilidad ideológica que se tenga, a uno le preocupará más una cosa u otra,
pero en cualquier caso parece imponerse un retorno de las viejas referencias y
un rechazo general hacia cualquier forma de experimentación política.
A nadie puede sorprenderle que se debilite la
identificación con el proceso de integración europea
Este
movimiento de regresión hacia lo conocido cristalizó en aquella sentencia del
Tribunal Constitucional alemán sobre el Tratado de Lisboa en 2009 que tomaba la
democracia nacional como modelo para valorar la legitimidad de la Unión
Europea, como si no apreciara la novedad institucional que la Unión representa.
Exigía el control democrático del poder sin tomar en cuenta la otra cara de la
moneda: la realización y salvaguarda de la democracia requiere hoy
instituciones capaces de actuar más allá del Estado nacional. Y el Tribunal lo
hacía además reclamando un control de las instancias europeas por organismos
alemanes que si fuera ejercido también por otros Estados miembros bloquearía
las decisiones a nivel europeo.
Desde una
posición inequívocamente federal pero con unos efectos que justifican el
retorno al ámbito nacional, Jürgen Habermas escribió un artículo en los
principales periódicos europeos en octubre del año pasado en el que acuñaba el
término “Europa postdemocrática” para referirse a la actual situación de la
Unión, monopolizada a su juicio por las élites y los imperativos de los
mercados sin legitimación democrática. La proliferación de gobiernos “técnicos”
o de políticas que se justifican por criterios de técnica contable más que por
aceptación democrática explícita parecía corroborar dicha acusación. El esquema
de Habermas es muy socorrido: élites opacas contra pueblos demócratas, sistema
contra mundo de la vida. Como si los ciudadanos supiéramos perfectamente lo que
debe hacerse y de qué modo, mientras que nuestros políticos ni saben ni pueden.
¿Tiene este
dilema una solución que no sea ni cínica ni populista? ¿Hay alguna vía
intermedia entre la tecnocracia y la demagogia?
Es cierto
que las justificaciones puramente funcionales, apolíticas de las instituciones
internacionales y de la Unión Europea son insuficientes. No es aceptable que
unas élites de unos pocos países, excluyendo a las opiniones públicas
nacionales y globales, condicionen las políticas nacionales de otros países.
Ahora bien, la incidencia de las decisiones políticas internacionales en los
espacios domésticos no es siempre una intromisión injusta, sino una realidad
cada vez más presente que requiere de legitimación. Si la democracia no pudiera
ser más que popular y cercana, si fuera impensable más allá de los espacios y
en los asuntos para los que la autodeterminación es posible y deseable,
entonces ya podríamos despedirnos de aventuras por encima del Estado nacional y
regresar —si esto fuera posible— a sociedades más simples y en espacios
delimitados. Paradójicamente este abandono no contribuiría a que los problemas
globales fueran resueltos con mejores criterios democráticos sino a que,
simplemente, quedaran abandonados a su suerte, que es lo menos democrático que
existe.
Pensemos en
el ejemplo de la crisis que atraviesan actualmente las economías europeas. Tal
vez estemos ante un problema formalmente similar al que se enfrentaba la
comunidad internacional en el conflicto yugoslavo en los años 90: con un
sistema de toma de decisiones obsoleto para resolver un problema urgente y con
una soberanía democrática que es una disculpa similar al argumento de respeto a
la soberanía que dificultaron dar una salida a aquel conflicto.
Tal y como
están las cosas, no podemos avanzar en la necesaria federalización europea
confiando en el sostén de unas poblaciones a las que no resulta inteligible la
construcción europea, que han sido bombardeadas durante años con discursos
proteccionistas y a las que ahora se alimenta con una imagen de Europa como un
agente disciplinador al servicio de los mercados, sin recordar las
responsabilidades que compartimos y las ventajas mutuas de las que somos
beneficiarios. Nos resulta intelectual y políticamente muy cómoda la apelación
al pueblo soberano o el recurso a la crítica de nuestros dirigentes. Le hace a
uno sentirse moralmente intachable en compañía de la inocente multitud. Alguien
debería recordarnos, no obstante, que no habría líderes populistas si no
hubiera pueblos populistas.
En el fondo,
el problema no es si en los ámbitos globales puede o no haber una democracia
similar a la que se configura en los Estados nacionales, sino cómo superar la
incongruencia entre los espacios sociales y los espacios políticos. Lo
fundamental es que haya gobierno o gobernanza legítimos y no tanto que puedan o
no extenderse globalmente los requisitos democráticos que sólo valen,
estrictamente hablando, para los espacios delimitados. En este sentido, las
instituciones internacionales (también la Unión Europea, que no es propiamente
una organización internacional sino algo más intenso) posibilitan que la
política recupere capacidad de actuación frente a los procesos económicos
desnacionalizados.
Es un error
considerar que el fortalecimiento de la Unión Europea y de las instituciones
internacionales supone necesariamente una amenaza frente a la democracia. De lo
que se trata es de entender el equilibrio entre los niveles nacionales,
europeos e internacionales como un desafío para extender la democracia a
procesos inéditos. Las interdependencias económicas y sociales (muy
especialmente en Europa) hacen que las decisiones de unos tengan efectos sobre
otros de manera que la mutualización de los riesgos e incluso la intervención
de otros debería ser entendida en el contexto de la propia responsabilidad
democrática. La soberanía, que en su momento fue un medio de configuración de
sociedades democráticas, actualmente sólo transformada y compartida sirve para
encontrar ámbitos de decisión que aúnen eficacia y legitimidad democrática.
Es indudable
que existe un conflicto entre los principios normativos de la democracia y la
efectividad de la política para resolver algunos problemas colectivos de
singular envergadura. Pero las instituciones internacionales son parte de la
solución, por difícil que esta sea, y no parte del problema. No todas las
obligaciones que hemos ido asignando al Estado pueden actualmente llevarse a
cabo en su seno y con los instrumentos de la soberanía estatal; cuanto antes lo
reconozcamos, antes nos pondremos a pensar y trabajar en una nueva configuración
política donde haya un equilibrio entre democracia, legitimidad y
funcionalidad.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía,
investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y director del
Instituto de Gobernanza Democrática. Su próximo libro es Cocinar, comer,
convivir, un ensayo escrito con el cocinero Andoni Luis Aduriz.
Fuente: www.elpais.com
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